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I love Morfeo

Parece cosa de Mandinga pero cuando uno se queda cinco minutos más en la cama, se disparan un montón de sucesos inesperados que si no nos alcanza para arruinar el día se le arrima bastante…

Sobre todo en aquellas mañanas neblinosas, que a cualquier trasnochado/a le harían parecer a Buenos Aires como una réplica de Londres, una mataría por cinco minutos más con el Dios del sueño. 

Y entonces práctica el verbo remolonear con el adjunto: zzzzzzzzzzzz.  Yo remoloneo, tú que eres mi hijo y ella que es mi hija y que tienen que ir a la escuela remolonean pero “per cáspita”, la jefa no remolonea. 

Es más, como padece de insomnio a perpetuidad, directamente no duerme y sino lo hace llega de madrugada al laburo; ergo, observa por cuántas milésimas de millones de segundos llegamos tarde al trabajo y ahí se arma, la de Troya y arde Roma, bajo el imperio de sus manos que están prestas para degollarnos ipso facto asomemos la “FACE” a milímetros de sus propias narices, calzadas con anteojos.  Su sola mirada se regodea con nuestra yugular. 

La sola idea de imaginárnosla, eriza hasta los pelos del gato cuya única misión en esta vida es dormir cuando yo me levanto.  Bien, a sabiendas, que por lo menos todo esto relatado es una fija que va a pasar, el sueño es invencible. 

Y encima, para peor del caso, es más imbatible a la mañana.  Una tiene ganas de destripar a la alarma que nos alarmó para despertarnos y es ahí, justo ahí, donde comete el más fatal y peor de los errores mañaneros que pueda cometer: dice… cinco minutos más. 

Y esos cinco trasmutan en diez y los diez en quince y zás, hecatombe.  Nos parece que nunca más después de esa fatal decisión oímos el odioso encargado de despertarnos. 

Abrimos un ojo, aventurando el cúmulo de desgracias que ya nos espera y vemos por empezar al celular y al despertador a pocos centímetros de este, despanzurrados contra el suelo. 

Se ve que un rapto de sueño feroz le asestamos nuestro mejor golpe y bajamos a los dos en un rotundo nock aut que va a servirnos para no despertarnos nunca más en la vida, además de haber atrofiado otras funciones. 

Que el teléfono suene cuando quiere de ahora en más, menos cuando una quiere.  Que nos olvidemos de la cámara que sacaba razonables fotos para mostrar a la familia y que del despertador si queda la función radio nos demos por satisfechas, después de haberle puesto una mano, cargada de mortal Kombat sueño, casero, encima. 

Del gallo a sueldo que quiriquea no quedaron ni las plumas.  Del gato que maúlla, debimos haberle hecho un nudo con las cuerdas vocales porque desapareció de los lugares donde solía frecuentar. 

Y ahí estamos la cama y yo.  En un duelo que acabo de empezar a perder estrepitosamente.  Me levanto de un salto y tiro a mi hijo, hija y a la gata al suelo del envión. 

Al grito de: ¡“Ahura”! ¡que llegamos tarde! se levanta la tropa soñolienta.  Algún alma caritativa enciende la pava para un desayuno que nunca será razonable y si hubiera habido tostadas arderían en el fuego del infierno del arrepentimiento por dormir de más. 

La pava hierve en su furia hasta que las velas ardan.  Rezo porque el calefón no me abandone y sonrío placidamente, el agua caliente funciona; pero, tengo tan mala suerte que estoy tratando hace una hora de sacar de la crema de enjuague una espuma que le corresponde más al shampú que a ella; pero en la desesperación, del llego tardísimo, abarajé primero. 

Con lo cual me lavo con enjuague y me enjuago con shampu.  Otro tanto le pasa a mi hija, que por su propia voluntad, erige un rosario de bendiciones a la madre que la parió y sobre todo a la que la dejó durmiendo un poco más. 

El más chico se despacha refunfuñando y por las dudas ensaya la gran hijo: no quiero ir al jardín.  Apenas ve mi mirada furibunda, que grita, lo único que me faltaba oír era esa maquiavélica frase,  abandona prontamente el intento de rebeldía y se somete al limpiado de sus orejas, de sus ojos lagañosamente cerrados todavía por el sueño y al apronte del uniforme, sopena que su cuello me tiente demasiado y me convierta en Homera Simpson. 

Todos infelices, menos el gato, que por fin dormirá en paz en mi cama sin nosotros y sin censura, con Morfeo, partimos a nuestras obligaciones. 

Con tal mala pata que, apenas trasponemos el umbral de salida de nuestro edificio, comprobamos una ley de murphy todo lo que pueda salir mal, saldrá peor y, con los ojos de huevo duro vemos perplejas de furia, que el colectivo que tarda una hora en venir, está pasando en el preciso momento que doy la última vuelta de llave en la cerradura. 

Estamos condenados a una hora de llegada más tarde inmolándonos en la espera o sucumbir a la estafa de un taxi para dejar a todo el mundo a su destino y a mí a pata o lo que equivale a lo mismo en dos pies. 

A caminar se ha dicho intenta decirme mi hija para darme ánimos una vez que la deje en taxi.  Me juramento recordar para la próxima que al que madruga Dios lo ayuda y al que no, mefistole lo hunde. 

Pero sé que no hay caso.   De yapa, a veces, un “finde” de super acción, en el que se busca a una mamá sexy, no se le niega a nadie; pero mi cuarentena no siempre esta a la altura de esos trotes y para el lunes subsiguiente, junto los pedazos de mí que me recuerdan la pachanga pero que jamás podría explicárselo a mi jefa. 

Que diariamente insiste en recitarme los beneficios de una vida sana para una madre veterana.  Pobre mi jefa, creo que hace rato también olvidó los placeres del sexo pero bueh…habrá que padecerla no está el horno para estar renunciando. 

Puesta a hacer balance las consecuencias de nuestro affaire con Morfeo son in disimulables y  no hay rescate que nos alcance.  A saber: no hay maquillaje que resista a la hora de disimular la marca de la almohada pegada a las mejillas. 

No hay base ni en polvo ni compacta, que nos borre las huellas del último kamasutra como premio después de una noche de jolgorio, previo a reptar a nuestro hogar dulce hogar. 

No hay sombra que disimule la mirada resultante de una buena noche de acción en continuado hasta la madrugada, del viaje posterior a casa, haciendo un esfuerzo para no quedarnos dormidas en ningún medio de transporte. 

Ni que hablar de las ojeras porque encima llegamos, revoleamos los tacos y fuimos al teléfono a despertar a nuestra amiga que no se lo podía perder y de remate se lo contamos treinta veces con lujo de detalles hasta que nos venció el sueño con el inalámbrico o el celu en la mano, habiéndonos gastado todo el magnánimo plan que nos quedaba y dejando a nuestra: “cola y calzón”, hablando sola y desvelada, con tanto detalle. 

Para el lunes empeñamos los últimos morlacos que nos quedamos y gritamos, a sabiendas que aterrizaríamos tarde a todas las actividades mundanas, reales y sobre todo mañaneras: aguante el taxi todavía. 

Y después de todo el rosario de lamentaciones y loas a la madre que los parió de todo el mundo, confesamos: Morfeo, quién nos quita lo ¡¡¡bailado!!!