Relato de un viaje a Praga (III): Spindleruv Mlyn

Visita a una localidad ¡con acentos imposibles!

Está al Norte de Praga, a
150 km, y cerca de la frontera polaca-alemana.
Es un
centro de esquí, alpinismo y caminatas en medio de la montaña.

Durante el trayecto en auto
–y por kilómetros y kilómetros– sólo hemos visto árboles enormes, apiñados
en las montañas; valles, inmensos campos con plantaciones de girasoles (en uno
me metí, para sacarme una foto en medio de ellos) y pequeños pueblos, con los
campanarios de sus iglesias apuntando al cielo.

Al
llegar, en medio de las montañas de fulgurantes verdes y tibios ocres,
encontramos pequeños y serpenteantes ríos de deshielo entre las piedras, en
donde se pesca salmón; rincones paradisíacos que hacen desear quedarse allí,
en contacto con la naturaleza.

Cruzando un pequeño puente de madera, pintado de
blanco, se puede ver el danzar de las aguas en su recorrido y escuchar su
susurro en el silencio del lugar.

Querría
volver… no hay palabras para describirlo y, tanto Ana como Mirko, sabían muy
bien a dónde me llevaban.

Hay
pequeños senderos marcados con cruces amarillas entre los árboles y, trepando
por las montañas –por donde hemos caminado para admirar el paisaje desde
distintas perspectivas– descubrimos nuevos paisajes.

Abajo,
varios pequeños restaurantes típicos, ofrecen una variedad de comidas y están
atendidos por camareras muy amables.

Aquí también he visto –parece ser una
costumbre en Praga– que, en cuanto uno termina de comer, retiran todo de la
mesa… ¡hasta la copa que veníamos reservando con ese poquitín de vino para
el final de la comida! Aprenderé a no soltarla de mi mano la próxima vez que
vayamos a algún restaurante, porque va a ser muy difícil hacerme entender por
un checo, con mi balbuceante inglés.

Ya
me ocurrió antes en una confitería: cuando tenía aún media taza de café, la
retiraron en cuanto me distraje. ¡Y por señas no comprendieron que la quería
de vuelta!

En
el mismo momento en que íbamos a subirnos a una aerosilla para llegar a la
cumbre de la montaña más alta, nos sorprendió la lluvia. No se veía el pico,
tapado como estaba por un banco de nubes.

Esperamos
un poco tomando un té (que no solté de mi mano) con una porción de esas
fabulosas tortas checas, pero no tenía miras
de mejorar el tiempo.

Eso
hizo que decidiéramos emprender el regreso, de mala gana, arrastrando los pies,
como un chico que se ha quedado sin postre. Pero, el camino de vuelta era largo
y no deseábamos que nos sorprendiera la noche.

La
casa de mis amigos es muy bonita, mucho más de lo que yo me había imaginado.

A
sólo 15 minutos del centro de Praga, en el Distrito 6, está enclavada en la
falda de un cerro.

Eso
hace que su jardín, lleno de preciosas plantas y flores tenga, a su fondo, el
marco de los pinos del bosque. Por allí también hicimos alguna inolvidable
caminata, sintiendo el rumor de las hojas secas bajo nuestros pies.

Hacia
el frente, una familia gatuna con sus cuatro bebés espera todas las tardes su
ración de leche y carne que Ana le acerca, religiosamente, al volver a su casa.

Ana
y Mirko son encantadores y eso, más el amor que se tienen, se ve reflejado en
cada detalle de la casa, en cada rincón, en cada adorno, en cada flor y en su
hospitalidad.

Me
han hecho sentir como en casa y estoy feliz de estar pasando estos días, en
Praga y con ellos.