Aceptarnos tal como
somos, intentando ir modificando amorosamente, con respeto por nuestros tiempos,
aquellos aspectos que nos causan dolor, para sentirnos más plenos, es empezar a
aprendernos a amar. Y cuando uno aprende a amarse, es más fácil descubrirnos
amando a los demás del mismo modo.
Vida o muerte. Un debate diario. Una elección cotidiana. En cada decisión, se
juega la partida y se apuesta. Lo que nos mantiene cohesionados se supone que
nos ata a la vida: los proyectos, la familia, los amigos.
Pero a veces también a la autodestrucción, ya que con la misma tenacidad, en
ocasiones, nos aferramos a síntomas, a hábitos o a vínculos nocivos. O sea que
también la cohesión nos ata a veces a la autodestrucción, no a la vida.
No es entonces en la cohesión donde se ve la tendencia a la vida. Cuando
apegarnos a vínculos patológicos nos da sentido de identidad y de pertenencia,
pero nos va minando lo más auténtico que tenemos, que es nuestra legítima
esencia que pugna por ser, por expresarse, por ser reconocida, por tener un
lugar para expandirse.
¿Pero qué es esa, nuestra esencia, sin un otro que la confirme?
No basta sólo con ser uno mismo si no hay un ser en la mirada del otro.
Vale decir, si no contamos entre aquellos que nos rodean, con el reconocimiento
de nuestra auténtica identidad, sin necesidad de sobreadaptarnos para encajar
todo el tiempo, sumisos al deseo de los demás.
Somos engranajes, partes de un Todo mayor: nuestra familia, nuestro círculo de
amigos, nuestro círculo social, etc. Y así como enfermamos cuando alguna de las
partes que integran nuestros sistemas fisiológicos se desarmoniza, también
enfermamos cuando nosotros, como individualidades, no logramos integrarnos
armoniosamente a alguno de los sistemas a los que pertenecemos, cuando algún
otro muy significativo nos desacredita, nos niega nuestra propia identidad o
nuestros deseos, o nos excluye.
Y
entonces, qué hacer?
Son varias las alternativas posibles que a veces, a tientas, implementamos. Lo
más fácil: depositar la culpa en otro. Victimizarnos pasivamente desde la queja.
En un falso giro, tratamos entonces de cambiar al otro. Inútilmente. A veces lo
logramos y generamos a un otro sobreadaptado y sumiso a nuestra voluntad.
Y
no nos sirve, ya que a la larga deberíamos modificar a todo un entorno. Entonces
bajamos los brazos, nos sobreadaptamos nosotros, amoldándonos a lo que se espera
que hagamos. Tampoco sirve; si cedemos demasiado nos terminaremos ahogando en la
soledad de la autoinsatisfacción.
Pero el costo de mostrarnos con autenticidad también suele generar rechazos que
nos vuelven a sumir en la soledad. Y entonces podemos resignarnos a perder la
pertenencia a los círculos que nos dieron cabida pero que fueron nocivos para
nuestro crecimiento, a favor de nuestra propia individuación.
Y
tratamos de integrarnos a otras redes donde se genere pertenencia pero desde el
reconocimiento recíproco, no la mera pertenencia por apellido, por sangre. Esas
redes a veces son entramados poco consistentes que pueden diluirse con el
tiempo: redes de amigos que se pierden, de grupos que se acaban.
A veces generamos entramados resistentes que soportan los envistes del tiempo, y
hay amigos que permanecen, vínculos elegidos que subsisten, parejas que
permanecen a pesar de los cambios que se van generando en virtud al crecimiento
de ambos.
Siempre y cuando no se dé la paradoja de creer armar con un otro un espacio
propio hecho a la medida de la propia elección, en donde no terminemos
descubriendo con el tiempo que hemos repetido las mismas pautas inconscientes,
los mismos modelos de relación no satisfactorios, aprendidos, grabados a fuego
en nuestra infancia, que creíamos haber dejado atrás.
De ser así, caeríamos nuevamente en el vacío de la soledad. Nos daríamos cuenta
de que en todo el trayecto recorrido bajo la aparente luz del autoconocimiento,
fue muy poco lo que logramos aprender de nosotros mismos y modificar con
profundidad.
Y
en estas idas y vueltas sigue nuestra batalla entre la vida y la muerte. Entre
seguir adelante buscando, bajo la luz de la esperanza, nuevas formas más
placenteras y menos dolorosas de andar el camino.
O
caer, eventualmente, en la repetición de modelos nocivos que nos atan a hábitos
que nos conducen al dolor y a la frustración, hasta el momento de luz en que
podamos elaborarlos y trascenderlos, aprendiendo a no repetir la pauta, a
auto-observarnos con amor y tolerancia, para ayudarnos a nosotros mismos, y no
desde la autocrítica, a avanzar en la senda de nuestra individuación.
En estas pequeñas batallas privadas y cotidianas, descubro que la clave está,
nada más y nada menos, en que no hemos aprendido a amar. Menos aún a
amarnos. En este interjuego de exigencias recíprocas a los otros y de los
otros, nos ha quedado, tal vez, el aprendizaje del deber hacer o del
deber ser en vez del de amar y aceptar.
A-mor, que significa sin muerte. Amar, que no es querer,
porque al querer, necesitamos, poseemos egoístamente, por nuestra propia
inseguridad, sin pensar en lo que el otro verdaderamente siente o necesita, y
sin pensar en lo que verdaderamente necesitamos, para tratar entonces de
lograrlo y al hacerlo, soltar las amarras de la dependencia infantil, y madurar
como adultos.
Muchas son las cosas que aprendimos en la infancia: a depender, a necesitar, a
satisfacer, y quizás así establecimos luego nuestras demandas hacia los demás.
Pero la enseñanza básica, la única enseñanza válida: aprender a amar, ¿cuánto
tiempo le hemos dedicado a aprenderla? ¿Cuánto esfuerzo? O, más aún, ¿Nos hemos
planteado alguna vez la necesidad de aprender a amar?
Por Claudia Gentile
Grafóloga Pública
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