Es de no creer pero se suscitan una serie de hechos desafortunados e inesperados que mamma mía. Por ejemplo la troupe de amigotes psicoanalizados exclama, con mirada superada: ¡al fin! Era hora ya.
Y te preparan la bienvenida a la cofradía. Los del bando contrario, que no se psicoanalizan y andan dándole vuelta a los asuntos y viceversa, los asuntos les dan vuelta a ellos, retroceden escandalizados como diciendo: vade retro.
Por las dudas les contagiemos las ganas o sus efectos colaterales. Que cola de paja en mano saben que se les advienen. Clásica teoría psicológica: si uno se mueve no importa en qué dirección, el mundo esta obligado a moverse, ya nada queda igual que antes…
Pero lo peor que pueden llegar a hacer es que hacen estudio de mercado y apuestas entre ellos a ver cuánto puedo durar, o cuanta más loca nos pondremos y enseguida te echan en cara: yo ni loco/a voy a un extraño a contarle todo lo que me pasa.
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Ellos/as, amigas, enemigas públicas e íntimas, lejanas, parientes políticas y etc. Ignoran que la decisión fue meditada al derecho y al revés dieciocho millones de veces.
Como también ignoran que nosotras reparamos en actitudes de ellos que nos reforzó, aún más, la personal y propia medida de acudir en carácter de urgencia a un profesional que intente vérselas con nuestras ideas y sentimientos.
Por ejemplo, después de las veinte mil veces que uno buscó una oreja, vía teléfono, para evacuar sus indómitas sensaciones y verter fluidos en forma de lágrimas e hipos conjuntamente con la frase capital: “¿a qué no sabes lo que me hizo?”.
Y releemos nuestra personal lista negra que incluye: madres, padres, hijos, hermanos, maridos, amigas, vecinas, compañeras/os laborales y hasta el colectivero si nuestro mal humor va en aumento.
Lo que se escucha del otro lado del tubo, a veces, suele coincidir con la actitud de nuestro incauto oyente de persona a persona. A saber: la primera vez de parte del receptor se escucha un solemne y respetuoso silencio hasta el punto final de nuestra historia.
Todo receptivo y buena onda. A la segunda vez que insistimos en la misma historia con algunas mínimas variaciones, el: “mira lo que me hizo” sube de intensidad, la sugerencias se parecen: dar media vuelta y cero bolilla a la historia y al que nos ocasionó el sinnúmero de ofensa por el cual nos quejamos; quejosamente.
A la tercera vez de perseverar con lo mismo, ya se confabulaban para proveernos de un buen cuchillo y si es posible afiladísimo.
Y a la cuarta, ya habían perdido la paciencia, bautizándonos, lisa y llanamente: masoquistas, cortan el teléfono, celular, de línea, msn y afines con las razones a veces previsibles y algún abanico de las absurdas: “te corto porque me están llamando por el otro teléfono”, se me ahoga el nene en la bañadera, mi ex suegra se está quedando pegada al timbre o me pareció ver un lindo brontosaurio paseando por el jardín que funcionan más o menos una docena de veces.
Después ni se gastan y directamente nos dejan a solas con el tono que indicaba el fin de la conversación. Será una voz en el teléfono: ¿hay alguien ahí?, ¿será que me cortaron?.
Cara a Cara la cosa sufre algunas sutiles variaciones. Las caras y suspiros son equiparablemente proporcionales a el desaforado número de veces que seguimos hipando y llorando por lo mismo, esgrimiendo la tan temida frase: no sabes lo que me hizo y repetimos como disco rayado la misma lista negra, cuyos integrantes, siempre nos hace algo.
Aquí repítase: madre, padre, tutor, encargado, actual, ex, los suegros, los hijos, las niñeras, el perro y el gato. Primero nos miran circunspectos, enjutos y serios y se conduelen. Analizan y se ponen de nuestro lado.
A la tercera vez que andamos propagando lo mismo ya dudan y nos preguntan si somos adictas al masoquismo.
Y después de la tercera vez, brazos en jarra ya nos habla de un estado efervescentemente belicoso con ansias de acometer asesinato en masa.
Con nosotras y con quienes nos producen esos estados que a la vez les llega a ellos, sin comerla ni beberla. Mientras se auto preguntan si los masoquistas no son ellos por aguantar estoicamente tantas versiones de lo mismo.
Personalmente, telefónicamente, virtualmente y si me descuido por telepatía. Pero de todos modos el común denominador es primero disponen de todo el tiempo para escucharte, después lo reducen, después se confabulan como para deshacerse de todo el mundo, del historiador que cuenta la historia y de los personajes principales y secundarios. Pero por nada del mundo, pisan el palito mandándome al psicólogo.
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Exceptuando, claro está, la que lleva años analizándose y que ya ha pasado por su Edipo, Electra, por su yo, su súper yo y ahora anda transitando el ello. A veces lo más campante, otras rimbombante y otras mejor no mencionarlas.
La misma que pasó del instinto homicida, al suicida y ahora con benevolencia se dedica con ardiente paciencia a criar bonsái y medita 48 de las 24 horas del día, su casa huele a sahumerio y hasta los gatos huelen a lavanda.
Su bienvenida al mundo psi fue regalarme una librería entera de libros de Froid para entender más o menos como viene la mano.
Después de un tiempo prudencial de un año, en las que las cosas variaron sutilmente pero de tal manera que provocaron primero la guerra, no es cómodo que las cosas se anden moviendo y cambiando, la indiferencia y después el acostumbramiento, ahora, mi gente, me habla con más respeto.
No vaya a ser que entren en la volteada y le hable a mi psicólogo de ellas. ¡qué horror! Ni pensarlo se persignan unas cuantas; entre las cuales figura mi madre en primerísimo lugar.
Quien otea el horizonte y duda entre hablarme como de costumbre, retarme, también como de costumbre, o ignorarme soberanamente, como suele hacer cada vez que no tiene la menor idea de que hacer conmigo, ahora que las dos somos adultas.
Sopesa si ya la deslindé de todas las culpas o todo lo contrario: vengo hacia ella a la carga. Duda, rezando, a ver si logra convencerme para que me asista alguna bruja, que me lea lo que quiera, líneas de las manos, iris, borra de café, lo que sea, o mandarme algún gurú o tarotista que no me llene tanto la cabeza.
Le agarra el ataque con mis pacientes monosílabos, que evitan una guerra con ella pero que a ella le hacen estallar por los aires sus nervios, acostumbrada como estaba a andar siempre en pie de guerra conmigo y extraña la ex polvorita que tenía como hija; antes que ésta entrara al universo psi, psicoanalizándose.
Además del pañuelo o toalla blanca en son de paz lista para esgrimirla cuando se podría todo. Todo bien, parece decirme cuando me mira, que curta, nomás, i ching, mantrams inentendibles, con tal de no revisar la historia familiar y la termine con eso de andar ventilando las cuitas familiares y personales ante un extraño. Que, después de todo, los trapitos sucios se lavan en casa.
Después de esta sucesión de hechos, cuando más o menos todo el mundo se acostumbró a que una vez por semana tengo sesión terapéutica, se produce un curioso efecto.
Parecería que portara aureola psi por que me he convertido en una sucesora de Luisa Delfino, ahora a mí me dicen: pero escúchame. Así que uso su archiconocido: Te escucho, a troche y moche.
Y he descubierto que no hay cosa que valore más la gente que un par de orejas “siempre listas”. Aplaqué mi instinto sincericida a lo bonzo.
Enchufé la catarsis y la verborragia personal entre las paredes del consultorio de mi benemérito psicólogo y ando provista siempre de papel para narices y lágrimas.
Eso sí, cuando se me acaba la sacrosanta paciencia antes de utilizar la extensa gama de artilugios usados con la situación invertida, es decir, cuando yo pedía: escúchenme… y cuando se me agotaron los típicos monosílabos tipo: ah, ah ja, si, te escucho, entonces lisa y llanamente digo: ¡ANALIZATE! Y santas pascuas.
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