De bebas todo bien, nos regalan un osito de peluche para que durmamos abrazada a él. Cuando deambulamos, nos regalan un cochecito, ¿las madres y/o padres querrán inculcar independencia motorizada desde el vamos?
Pero ahí empieza el dilema, después del triciclo, los modelos cambian. Y así podemos elegir; caminando inconscientemente los primero pasos del adiestramiento de futura mamá en potencia, hasta que tengamos edad de procrear.
Primero, el cochecito de bebé, con muñeco bebé a bordo, incluido, después el carrito que emula a los del supermercado y cartón lleno. Ya somos todas unas practicantes de mamá motorizada, que va a al supermercado, con bebé y todo.
A todo esto, los muñecos bebes vienen cada vez más perfeccionados. Para que la mujercita en potencia, comprenda bien de que se trata. Vienen todos arrugaditos y con los ojos cerrados.
Como un viejecito; tal cual son al nacer. Y después con muchas funciones, que toma la mamadera, que hace pis, que viene con la bañadera incluida para saber como bañarlo, etc, etc.
Un calco de la realidad cada vez más perfecto. Por unas pilas, hasta llora. Con alguna cuerda, gatea y así, marchamos, rumbo a la pos modernidad, tranquilas. Desarrollando el instinto maternal, desde el vamos, nomás.
Un poco creciditas jugamos a ser las maestras y todos nuestros muñecos son nuestros alumnos, tenemos jardín, preescolar y hasta el grado que nosotras mismas hubiéramos llegado (todo esto, es válido para las generaciones que ni nacimos ni nos criamos con internet, por supuesto.
A las, a las de ahora, habría que entrar en detalle para explicarle, de que catzo, estoy hablando) – y seguimos con la temáticas de los niños en nuestras vidas-, después dejamos de ser monotemáticas y fuimos a las Barbies, a Ken, el novio de Barbie y mejoró la cosa.
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No, por mucho tiempo, de adolescentes y con el primer beso, el primer filito, y el primer noviecito, él nos invita a un café y nosotras, (con la imaginación fructífera, al mango) ya nos imaginamos casadas y con dos hijos, la parejita por si fuera poco y todos comiendo perdices y siendo felices.
Y llegamos al primer novio de en serio, y la fantasía ahí como una fija, hasta que lo convertimos en marido y sin mucho esfuerzo redactando la carta a Paris, con la cigüeña como destinatario, el eva test nos dice con dos brutas rayitas: está ud. Embarazada.
Y ahí nomás viene la metamorfosis. Igual, antes del test, algo en nuestra sonrisa le avisaba a todo el mundo, el estado embarazoso. Más las nauseas, los antojos y los rechazos.
El gato cariñoso ronroneando en la panza y el perro y el “dorima”, devolvían a la vida, hasta el aire que habían respirado; todos los chicos conocidos pegándose a nuestra incipiente panza, fueron señales de neón, en la que no había que ser ningún “señor eva test” para darse cuenta de lo embarazadísimas que ya estábamos.
Entonces ese amasijo de células, que en un remolino se apretuja entre sí, formando un gusanito con cola y todo, ya nos tiene enloquecida.
Nos pone, automáticamente, las mejillas rosas rozagantes, la mirada dulcificada y un estado de beatitud, que solamente nuestro hijo en el vientre, lo puede provocar. Entonces nos tocamos la panza y lo sentimos.
Sabemos que está dentro de nosotras de nuestras entrañas y lo queremos así: sin forma todavía, lo imaginamos y lo hacemos crecer dentro de nosotras.
A base de tomar leche, cuando, por ahí, toda la vida la detestamos y no la soportábamos ni imaginarla dentro de la vaca, siquiera. Comiendo hierro en forma de churrasco de hígado. Vitaminas C y de las otras.
Vamos a la ginecóloga, bastante seguido y nos cuidamos como maestro zen de un monasterio. Le hablamos, le cantamos el arrorró, aunque juegue un partido de football dentro de nosotros.
Y, no contento con eso, en los tres primeros meses, se comporte como un alienígena en ebullición y no nos deje engullir: ni lo sano para cuidarnos ni las porquerías cuando nos tentamos por un antojo.
El embarazo nos suma kilos por todos lados, pero nuestras lolas están rozagantemente preciosas, por lo tanto, seguimos en la suma de agradecimientos. El ocupa el centro y la periferia de nuestras vidas.
Y nos ponemos pretenciosamente insoportables para que cause el mismo efecto en el resto de la family. En la primera ecografía, en la que está aún dentro de nuestras tripas y apenas se divisa ya creemos intuir el sexo.
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Cuando lo sabemos, en las próximas fotos radiográficas de frente y perfil lo festejamos. El primer monitoreo nos arranca el corazón de cuajo que empieza a latir por él y para él con exclusividad.
Cuando va a nacer, nos estaquean de brazos y piernas porque las contracciones nos parten en dos, y por las dudas nos vayamos a escapar con el bebe en la panza y todo, pero no importa, nosotras aguantamos estoicas.
Cuando nace nos duele todo, pero, no nos cansamos de sentir y decir que es el dolor más dulce porque la alegría nos desborda. Y, aunque nos duela los pezones y las lolas rebalsen, lo manoteamos ahí nomás, es nuestro, nuestro bebé.
Y con un hilo de baba, invisible e imaginario, lo estrechamos, con cuidado en nuestro seno, porque es tan chiquito e indefenso que tememos que se rompa. Y no dormimos con tal de vigilar que respire.
Y lo miramos hasta derretirlo y derretirnos y nos sentimos en el sumun del amor pleno y perfecto y contagiamos el clima a todos, conocidos y desconocidos.
Después no podemos dormir hasta sus dos años, no importa. Nuestro look es vampiresa pero contra nuestra voluntad. Porque no dormimos ni cuando el duerme por las dudas con lo cual engendramos un par de ojeras digna de Drácula con hambre.
Además que no nos deja comer, a no ser de trasnoche, cuando cae rendido y ahí podemos engullir algún bocado. El resto del tiempo lo consume él, comiendo, haciendo el provechito, que lo tenemos que bañar, cambiar, limpiar con el oleo calcáreo, etc.
Y llegamos a la primera sonrisa y sentimos que nos morimos de amor y el primer ajó y se nos caen las bombachas. Y el primer balbuceo, con un entrevero de palabras en las que ¡por fin!
Le sale ma-má y ahí sentimos que tocamos el cielo con las manos. Y su jardín nos rompe el corazón, tenemos que dejarlo por primera vez y tenemos que dejarlo con una extraña para ir a trabajar.
Y volvemos presurosas a ver que esté bien. Y con el corazón en la boca hasta que los estrechamos cada vez más largo y grande contra nuestro pecho. Y todo vuelve a empezar.
Y cuando le rompe el corazón el primer amor, desamor adolescente, lloramos con él. Y así remendamos nuestro corazón partido con cada llanto de él o de ella, nuestra carne de nuestra carne, nuestros hijos, que sin embargo, son hijos e hijas de la vida.
Y a lo que debemos enseñarles a fabricar y fortalecer sus alas para volar de nosotras a la vida. Y esperamos con ansias a los nietos a los que seguir disfrutando ya no como madres locas de amor pero si, como abuelas locas de amor.
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