Abdicación,
s. Acto mediante el cual un soberano demuestra percibir la alta temperatura del
trono.
Abdomen,
s. Templo del dios Estómago, al que rinden culto y sacrificio todos los hombres
auténticos. Las mujeres sólo prestan a esta antigua fe un sentimiento vacilante.
A veces ofician en su altar, de modo tibio e ineficaz, pero sin veneración real
por la única deidad que los hombres verdaderamente adoran. Si la mujer manejara
a su gusto el mercado mundial, nuestra especie se volvería graminívora.
Abrupto,
adj. Repentino, sin ceremonia, como la llegada de un cañonazo y la partida del
soldado a quien está dirigido. El doctor Samuel Johnson, refiriéndose a las
ideas de otro autor, dijo hermosamente que estaban "concatenadas sin abrupción".
Absoluto,
adj. Independiente, irresponsable. Una monarquía absoluta es aquella en que el
soberano hace lo que le place, siempre que él plazca a los asesinos.
No quedan
muchas: la mayoría han sido reemplazadas por monarquías limitadas, donde el
poder del soberano para hacer el mal (y el bien) está muy restringido; o por
repúblicas, donde gobierna el azar.
Abstemio,
s. Persona de carácter débil, que cede a la tentación de negarse un placer.
Abstemio total es el que se abstiene de todo, menos de la abstención; en
especial, se abstiene de no meterse en los asuntos ajenos.
Absurdo,
s. Declaración de fe en manifiesta contradicción con nuestra opiniones. Adj.
Cada uno de los reproches que se hacen a este excelente diccionario.
Aburrido,
adj. Dícese del que habla cuando uno quiere que escuche.
Acéfalo,
adj. Lo que se encuentra en la sorprendente condición de aquel cruzado que,
distraído, tironeó de un mechón de sus cabellos, varias horas después de que una
cimitarra sarracena, sin que él lo advirtiera, le rebanara el cuello, según
cuenta Joinville.
Acreedor,
s. Miembro de una tribu de salvajes que viven más allá del estrecho de las
Finanzas; son muy temidos por sus devastadoras incursiones.
Acusar,
v.t. Afirmar la culpa o indignidad de otro; generalmente, para justificarnos por
haberle causado algún daño.
Adivinación,
s. Arte de desentrañar lo oculto. Hay tantas clases de adivinación como
variedades fructíferas del pelma florido y del bobo precoz.
Administración,
s. En política, ingeniosa abstracción destinada a recibir las bofetadas o
puntapiés que merecen el primer ministro o el presidente. Hombre de paja a
prueba de huevos podridos y rechiflas.
Admiración,
s. Reconocimiento cortés de la semejanza entre otro y uno mismo.
Admitir,
v. t. Confesar. Admitir los defectos ajenos es el deber más alto que nos impone
el amor de la verdad.
Aire,
s. Sustancia nutritiva con que la generosa Providencia engorda a los pobres.
Alba,
s. Momento en que los hombres razonables se van a la cama. Algunos ancianos
prefieren levantarse a esa hora, darse una ducha fría, realizar una larga
caminata con el estómago vacío y mortificar su carne de otros modos parecidos.
Después orgullosamente atribuyen a esas prácticas su robusta salud y su
longevidad; cuando lo cierto es que son viejos y vigorosos no a causa de sus
costumbres sino a pesar de ellas. Si las personas robustas son las únicas que
siguen esta norma es porque las demás murieron al ensayarla.
Alianza,
s. En política internacional la unión de dos ladrones cada uno de los cuales ha
metido tanto la mano en el bolsillo del otro que no pueden separarse para robar
a un tercero.
Altar,
s. Sitio donde antiguamente el sacerdote arrancaba, con fines adivinatorios, el
intestino de la víctima sacrificial y cocinaba su carne para los dioses. En la
actualidad, el término se usa raramente, salvo para aludir al sacrificio de su
tranquilidad y su libertad que realizan dos tontos de sexo opuesto.
Ancianidad,
s. Epoca de la vida en que transigimos con los vicios que aún amamos, repudiando
los que ya no tenemos la audacia de practicar.
Anécdota,
s. Relato generalmente falso. La veracidad de las anécdotas que siguen, sin
embargo, no ha sido exitosamente objetada:
Una noche el señor Rudolph Block, de
Nueva York, se encontró sentado en una cena junto al distinguido crítico
Percival Pollard. Señor Pollard –dijo–, mi libro Biografía de una Vaca Muerta,
se ha publicado anónimamente, pero usted no puede ignorar quién es el autor. Sin
embargo, al comentarlo, dice usted que es la obra del Idiota del Siglo. ¿Le
parece una crítica justa?
–
Lo siento mucho, señor –respondió amablemente el critico–, pero no pensé que
usted deseara realmente conservar el anonimato.
El
señor W.C. Morrow, que solía vivir en San José, California, acostumbraba
escribir cuentos de fantasmas que daban al lector la sensación de que un tropel
de lagartijas, recién salidas del hielo, le corrían por la espalda y se le
escondían entre los cabellos.
En esa época, se creía que merodeaba por San José
el alma en pena de un famoso bandido llamado Vásquez, a quien ahorcaron allí.
El
pueblo no estaba muy bien iluminado y de noche la gente salía lo menos posible
de su casa. Una noche particularmente oscura, dos caballeros caminaban por el
sitio más solitario dentro del ejido, hablando en voz baja para darse coraje,
cuando se tropezaron con el señor J.J. Owen, conocido periodista:–¡ Caramba
Owen! –dijo uno–.
¿Qué le trae por aquí en una noche como ésta? ¿No me dijo
que este era uno de los sitios preferidos por el ánima de Vásquez? ¿No tiene
miedo de estar afuera?
–
Mi querido amigo -respondió el periodista con voz lúgubre- tengo miedo de estar
adentro. Llevo en el bolsillo una de las novelas de Will Morrow y no me atrevo a
acercarme donde haya luz suficiente para leerla.
El
general H.H. Wolherspoon, director de la Escuela de Guerra del Ejército, tiene
como mascota un babuino, animal de extraordinaria inteligencia aunque nada
hermoso.
Al volver una noche a su casa el general descubrió con sorpresa y dolor
que Adán (así se llamaba el mono, pues el general era darwinista) lo aguardaba
sentado ostentando su mejor chaquetilla de gala.
-¡Maldito antepasado! -tronó el gran estratega- ¿Qué haces levantado después del
toque de queda? ¡Y con mi uniforme! Adán se incorporó con una mirada de
reproche, se puso en cuatro patas, atravesó el cuarto en dirección a una mesa y
volvió con una tarjeta de visita: el general Barry había estado allí y a juzgar
por una botella de champán vacía y varias colillas de cigarros, había sido
amablemente atendido mientras esperaba.
El general presentó excusas a su fiel
progenitor y se fue a dormir. Al día siguiente se encontró con el general Barry,
quien le dijo:–Oye viejo, anoche al separarme de ti olvide preguntarte por esos
excelentes cigarros. ¿Dónde los consigues? El general Wotherspoon sin dignarse
responder se marchó.
-Perdona por favor -gritó Barry corriendo tras él-Bromeaba por supuesto. Anda,
si no había pasado quince minutos en tu casa y ya me di cuenta que no eras tú.