Raíces

Un cuento sobre los recuerdos de infancia y las raíces...


Pueblo pampeano con calles de tierra, almacén, hospital e iglesia, similar a
otros pueblos de la época.

En
la plaza, extranjeros de piel blanca y ojos claros que contrastan con los
nativos de tez morena y ojos oscuros. Rostros enrojecidos y curtidos por los
vientos huracanados del implacable invierno, con un verdor de los campos, o la
aridez de la pampa en sus miradas.


Guitarreadas y domas de potros los días domingos, con mates amargos completando
las costumbres provincianas. Sonrisas, piropos y pícaras miradas de las
muchachas que, paseando del brazete por la plaza, contorneaban sus cuerpos al
caminar.


“Ché Clara, ¿vos sabés que uno de los Videla me sonrió y me preguntó si el
sábado iba a ir a la romería?. ¡Claro que voy! y me voy a poner el vestido
blanco con los zapatos haciendo juego”.

 Las Banderitas de tela con los colores de Italia, eran colocadas por otro grupo
de personas para el baile del sábado y domingo, en la Sociedad Italiana de
Carlos Tejedor.


Año 1930, y en una casa distante del centro, con fachada de rústicos ladrillos,
que fueron colocados uno a uno con esperanzas y amor, colgaba en el cuarto
principal una fotografía con los rostros de un hombre y una mujer.


Sus miradas penetraban hondamente directo al corazón de cualquier sensible
observador. Ojos escudriñadores a quienes los miraran, cejas encurvadas y ceños
fruncidos que traducían el sacrificio de unos inmigrantes que habían partido
desde su querida Italia, a probar suerte en América del Sur.


Pero en ésos ojos también habían fortaleza porque supieron imponerse a los
obstáculos de la vida, logrando que las risas de sus seis hijos reinaran por los
alrededores de la casa.

 Italianos del sur, con tradiciones mezcladas con las de los sudamericanos, casi
indiferenciados del anterior estilo de vida. El amor y la comida, eran los
pilares principales de aquel tan hermoso hogar.


“Sabés hija, que papá y mamá como a las 11 de la mañana preparaban pedacitos de
queso con jamón, que nunca faltaban en la cocina colgados, y lo comían
acompañados con vino?. Recordaban su pueblo, hablando en italiano. Ella siempre
contenta, cantaba cuando amasaba el pan y después lo ponía en el hormo de leña.
También nos tejía medias de lana con cinco agujas y nunca los oí discutir”…

 Embelesada yo, escuchaba, mientras algunas imágenes elaboradas con esfuerzo en mi
pensamiento, me reproducían un pueblo lejano, y también la de una casa hecha con
piedras en una montaña del país de dónde ellos vinieron.


Pero en la última casa, había madreselva, malvones y jazmines, que aromatizaban
el corredor de la misma con los pisos de tierra que se regaban todos los días.

En
la cocina, sobresalían de los estantes de la vitrina de madera, unas figuras
geométricas elaboradas con  diarios recortados por delicadas manos, semejándose
a los bordes de un hermoso encaje, parecido al mantel de la mesa de mimbre, que
alegraba el ambiente acogedor para matear con los amigos.

 Los domingos por la mañana, el fonógrafo hacía sonar las canciones de Libertad
Lamarque, Carlos Gardel, Mercedes Simone, Rosita Quiroga y otros. Y sobre las
camas, lucían colchas blancas tejidas a mano, que como nevada imponían su
pureza.


Afuera, en época de lluvia, el aljibe hinchado de agua cristalina como si fuera
agua bendita, ansiaba ser bebida o acariciada por todos los de la casa o por los
visitantes.


Éstos con excusas, venían a ver a las muchachas, y les dejaban papelitos
escritos con amor y adheridos debajo del mate que tomaban.


Una de las muchachas cantaba acompañada con su guitarra, y oírla era un placer
para los vecinos de la cuadra, que sentados en el piso se deleitaban con su
canto.

 Un
día, la abuela enfermó y la tristeza se apoderó de aquel hogar.

Ya
no se oían sus cantos, ni los nietos corrían por los pasillo de la casa. Murió
bendiciendo a todos, recordando a su querido pueblo italiano, y amando a su
esposo.

El
abuelo no resistió su ausencia, y dos semanas después también falleció. Quedó
inmóvil con los ojos congelados, fijos e inexpresivos mirando el cuadro de
ambos; hubo que cerrárselos.


Hoy, después de muchos años observo con tristeza esa fotografía, y recuerdo 
todo lo que me contaba mi madre.

El
marco roído descascarado y envejecido por el tiempo, hace que retornen los
recuerdos de todo lo que sé de aquella casa donde nunca viví.


Veo el aljibe seco y cansado, que se niega a girar sus oxidadas cadenas.


Las paredes envejecidas se resisten a desfallecer y escucho casi susurrándome al
oído: “no me dejes morir”.


Las calles asfaltadas hacen resonar los motores de coches y motos, me
ensordecen, no quiero oírlos y con esfuerzo balbuceo:“querida casa de mis
abuelos, no temas porque no te voy a abandonar….”.


1997

 

 

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