Los árboles utilitarios- ¿cuál de alguna manera no lo es?- y los
aromáticos en particular, ejercieron por razones comprensibles un atractivo muy
especial sobre el genero humano, lo que se tradujo en el prestigio que los
rodeaba y el respeto que imponían. El acanforero entre ellos.
Eran árboles que el hombre miró siempre como ungidos maestros o
sacerdotes de la naturaleza. Árboles con sabiduría, que guardaban secretos, que
tenían cosas que decir. Y el hombre, obediente, se afanaba en escucharlo porque
desde lo mas profundo de su ser se lo mandaba su instinto, la memoria colectiva
y larga experiencia que comenzaba a atesorar. Así sabia que ese olor era bueno.
El alcanfor, que la farmacopea oficial nos ofrece como una
sustancia sólida, blanca, cristalina, untuosa y volátil, tiene un olor muy
particular y agradable que, al ser aspirado, despeja las vías respiratorias,
provocando una sensación de bienestar que ha llevado a la convicción de que es
saludable, balsámico y benéfico como protector contra las enfermedades
originadas por las miasmas que el aire pueda transportar, particularmente en
épocas de epidemias.
Esta curiosa sensación de seguridad y defensa que el alcanfor
ofrecía ha transitado siglos y geografías hasta llegar a nosotros sin prevención
y en el nada desdeñable toque mágico que lo acompañaba. Y esto es el pie de
nuestra historia.
Para los días del invierno avanzado, cuando la severidad del
clima se hacia sostenida y cruel y alternaban, sin dar tregua, cerradas nieblas,
lluvias persistentes o insidiosas, garúas y vientos fuertes que giraban con
rapidez, se daban temperaturas tan bajas que parecían exhalar hielo hasta
cubrir la tierra con el cristal de la escarcha.
Una ciudad baja y abierta, desprotegida, como Buenos Aires se
mostraba entre la pampa y el río, era fácil presa de los temperamentales cambios
meteorológicos que por estas latitudes se dan. Entonces los sufridos habitantes,
acosados por tan severos embates, comenzaban a dudar de los mentados buenos
aires que hinchaban su orgullo porteño.
Era cuando cundían los resfríos y catarros, las menos inofensivas
gripes y las temibles complicaciones pulmonares que tantas vidas se llevaron.
Eran, recordémoslo, tiempos anteriores a los antibióticos, al milagro de la
Penicilina, uno de los varios que este siglo nos deparó.
Los niños de esos días, en los barrios de Buenos Aires,
cualquiera que fuese su origen o credo, parecían adherir con llamativo
entusiasmo a una especie de nueva secta que nadie sabía por quien era predicada.
Se identificaban los fieles por una suerte de relicario que muy devotamente
llevaban colgado el cuello bajo la forma de una bolsita de tela habitualmente
blanca. En su interior guardábase con mucho celo un tesoro que diligentes
manos maternas habían confeccionado e impuesto a sus hijos con mil
recomendaciones.
No encerraba el dicho relicario estampa religiosa alguna, ni
medallita milagrosa ni, menos, algún símbolo mágico o cabalístico contra
impredecibles maleficios, aunque a veces lo acompañaban que ya se sabe, lo
abundaba…
No. Lo que los niños llevaban suspendido del cuello, día y noche,
para nadie era más que conocido y refrescante olor que expandía generosamente en
torno. Lo que la misteriosa bolsita guardaba era, sencillamente, un trozo de
alcanfor.
Esa vaga nube en que los niños salían envueltos como arrebujados
en un pañolón invisible pero oloroso venia a convertirse en su ángel guardián.
Los acompañaba en todas sus andanzas: por la calle, en sus juegos, en los
transportes, en las aulas, en el cine y en la calesita de la esquina.
La
convicción materna de que el niño estaba así protegido parecía fortalecer la
acción buscada. Y devolverles alguna tranquilidad. Además, no había otra cosa.
Así, el del alcanfor, fue un olor persistente y bueno que desde
el pecho de los niños impregnó e hizo mas confiable y respirable el aire
inviernos porteños.
Fuente: Olores de Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1994