Sus
sentidos estaban superlativamente dotados y él se había encargado, en sus
treinta y seis años, de desarrollarlos.
Sus
estudios de Psicología y Medicina, le habían ayudado a conocer al prójimo,
pero más allá de esto, su innata capacidad de llegar y de percibir a la gente
lo había maravillado a él mismo en más de una ocasión.
Fue
en su trigésimo sexto cumpleaños cuando, rodeado de sus más íntimos amigos y
su familia, dejó de sonreír por un instante, y, apartándose de] bullicio que
la gente generaba, se lo vio meditabundo, casi perdido en el insondable mundo de
sus pensamientos.
Ese
día y en ese preciso momento, una voz del más allá le dio la fecha de su
muerte. El sabía que el 10 de
junio de ese año dejaría de existir; de nada le serviría comentarlo; pocos
podrían creerle y sólo lograría preocupar a quienes más lo querían.
Guardó
consigo ese secreto, y trató de disimular su sentimiento de desagrado y un
miedo casi paralizante que lo empezó a invadir desde entonces.
Comenzaba
Junio cuando nuevamente se le presentó la imagen de una mujer, casi
indescriptible por su belleza y su voluptuosidad, quien, con una voz susurrante
volvió a repetirle la fecha: "10 de Junio", desapareciendo casi al
instante.
Esos
días fueron atribulantes; él sentía que pronto dejaría de ver a sus seres
queridos; miraba con tristeza su habitación, sus libros, su álbum de fotos, su
casa, su jardín; aquello que durante toda su vida lo había cobijado, y a lo
que él tanto había amado.
El
10 de Junio amaneció soleado. El
se había propuesto no salir, no tentar al infierno; su estado de salud siempre
fue óptimo y él se sentía muy bien. Desayunó
con sus padres y disfrutó de la charla con ellos, los abrazó y besó como
nunca lo hiciera en circunstancias similares. Leyó, escuchó música y observó el paso de las horas.
A
las 17 horas fue por cigarrillos; entró en un bar poco iluminado; el aroma a
café lo tentó, se sentó en la última mesa, casi pegada a la pared, y a pocos
metros del toilette de mujeres.
Pidió
su café y pensó que tal vez ese nefasto día pasaría sin inconvenientes para
él.
Bebía
su café cuando una mujer rubia, de ojos claros y con mucho maquillaje, se acercó
a él, le preguntó la hora, se sentó a su lado dejando entrever unas piernas
hermosas; tenía un perfume fascinante. "Será
importado", pensó él.
Ella,
casi sin hablarle, lo tomó de una mano y lo invitó a hacerle el amor; él se
dejó llevar por el impulso mientras seguía pensando: "Vaya 10 de
Junio!". Varias horas pasaron
hasta que ella le preguntó: "Eres Pablo, ¿verdad?"
–
Sí, exclamó él. ¿Cómo lo sabes?… ¿Quién eres?
Lo
miró, iba a contestarle, cuando el reloj de la torre tocaba la última
campanada de las 12 de la noche.
Extraido de su libro
"El inimputable", Letra Buena, 1997.