Con revoques, tirantes de cambiar y un aljibe de la época de la colonia, puedo
decirles sin exagerar que hasta los fantasmas de esta villa son gerontes.
Con mi amor la vemos hermosa y restaurada antes de tiempo. Nos hemos convertido
en albañiles improvisados haciendo cemento, serruchando maderos y pintando.
En
el jardín de adelante conviven los rosales y palmeras con toscos escombros
indicadores de las reformas. Pausadamente está perdiendo ese parentesco a nido
de pájaros y surge orgullosa una bonita morada.
Los techos no se llueven si bien merecen ser declarados monumentos históricos.
Las vigas de madera, robustas y firmes resultaron ser presa de los predadores.
No la critico, la amo y cada arreglo es vivido con entusiasmo.
El
patio grande ese donde los azahares delatores de la primavera comparten la tarde
con los pájaros golosos que saborean las mandarinas dulzonas, constituye un
capítulo aparte.
Por las mañana el sol desvergonzado invade los espacios y el trinar de las aves
llama a mi gata Micaela a salir a la naturaleza. La pobre al principio me
mirada como diciendo: ¿Todo esto es mío?, acostumbrada al porche de tres por
uno del departamento anterior.
Al
atardecer el trabajo da paso al mate, Javier y yo hablamos sin tiempo
mientras mi gata mordisquea la menta.
Las estrellas van poblando nuestra parcela de cielo.
Lo
miro, ya no tiene la cabellera juvenil, ni yo la figura perfecta; pienso (no lo
digo) lo quiero.