El Concilio del Parque de la Libertad

El primero que le encontró fue Eulogio Madroño Romero cuando, poco después de las seis de la mañana, al comenzar su trabajo cotidiano de barrendero, llegó al Parque de la Libertad y le vio, serio y altivo, en uno de los bancos...

Le sorprendió porque no es
habitual que haya gente a esa hora, todavía oscura, y más aún porque su porte,
la elegancia con que estaba sentado, indicaba que no era un mendigo ni un
borracho. Más bien parecía un rey.

-Buenos días, señor.
-Buenos días, señor.
-¿Se encuentra bien?
-Perfectamente. Gracias.
-¿Necesita algo?
– No, muchas gracias. Estoy perfectamente y nada necesito.

Eulogio se quedó
preocupado. Tanto que, a eso de las once, cuando terminó su tarea, volvió hasta
el banco y le encontró en la misma postura de estatua y repitió otra vez la
breve conversación de la mañana, pero no consiguió arrancarle más información de
la que ya tenía.
Se marchó a su casa, pero volvió a las cinco de la tarde porque no podía dejar
de pensar en él. Le encontró tal como le había dejado.

Volvieron a hablar, pero lo
único que consiguió es que aceptara beber agua. Le trajo una botella. Creyó que
por el hecho de haberle facilitado el agua tenía derecho a más información, a
recibir una explicación, porque ya estaba convencido de que le sucedía algo,
pero tuvo que renunciar a enterarse de qué era.

Estaba bien de la cabeza,
sus pensamientos eran lúcidos, coordinaba perfectamente, y era tan razonable lo
que decía que le convenció de que estaba bien y que al final de la tarde se
marcharía a su casa.

Al día siguiente, poco
después de las seis de la mañana, al comenzar su trabajo, le encontró en el
mismo banco, en la misma postura distinguida, y entonces confirmó que algo no
estaba bien.
Observó que se había hecho sus necesidades encima, pero no se había movido del
sitio. La botella del agua estaba vacía.

Intentó hablar con él, pero
no respondió a las preguntas. Sólo consiguió que dijera “es una cabezona, que me
pida disculpas”.
Dejó la escoba en el suelo y salió corriendo a buscar a los Policías
Municipales.

Por la información que les
dio supusieron que era Don Aníbal Alba de la Maza, Presidente del Colegio de
Médicos desde mil novecientos ocho, de setenta y dos años, desaparecido, según
denuncia presentada por su familia, en la noche del domingo a eso de las once de
la noche, poco después de una conversación con su esposa, Doña Gabriela Bismarck
de Alba, en la que hablaban de una nimiedad que fue saliendo de quicio hasta el
momento en que él se marchó de casa diciendo que no volvería mientras ella no
aceptara que tenía razón y le pidiera disculpas.

Ella, según dijo al
presentar la denuncia, pensó que era una tontería, ya que desde que se le va un
poco la cabeza, como dijo para suavizar la demencia que le empezaba a gobernar,
muchas veces amenazaba con hacer eso mismo y a los pocos minutos volvía.

Todos juntos se dirigieron
corriendo hacia el Parque, que estaba muy cerca. Antes de salir, el cabo mandó a
uno de los  policías que fuera a buscar a la familia, y recriminó a los otros
por haber patrullado por toda la ciudad y no haber mirado precisamente donde
había aparecido.
El cabo, después de interesarse por su salud y preguntarle si necesitaba algo, a
pesar de manifestarle la preocupación de su familia no consiguió que depusiera
su actitud, pero tampoco podía usar la fuerza, así que espero los minutos que
transcurrieron hasta que llegaron los dos hijos del doctor que se abalanzaron,
nerviosos, sobre él.

Se mantuvo en su postura
noble. No se conmovió, pero les dijo “es una cabezona, que me pida disculpas”.

Intentaron razonar con él
pero no depuso su actitud. Trataron de levantarle tirando de sus brazos, para
llevárselo, pero no lo permitió. Aceptó otra botella con agua, pero nada de
comida.
A las once de la mañana se presentó, con gran parte de su séquito, Don León
Sobrino Ribera, el Alcalde, quien también fracasó en su intento de hacerle
entrar en razón de lo conveniente que era para su salud que cejara en su actitud
y volviera a casa. No obtuvo respuesta. Entonces hizo referencia a su posición y
su decoro, insistiendo en que no era digno de él lo que estaba haciendo. Tampoco
obtuvo resultados. Probó a decirle, como Alcalde y no ya como su amigo personal,
que la normativa municipal no permite pasar la noche en el Parque y que los
bancos son un bien público que no se puede acaparar.

A la mierda la ley, le
respondió.

Le pidió, por último, que
comiera alguna cosa, sólo comeré agua, que aceptara una manta, antes muerto, que
se dejara visitar por un médico, yo soy médico, y a las doce y media, después de
intentar todos los caminos, desesperado, se fue a atender sus obligaciones.
Antes de marcharse, le dijo al oído, para que sólo él pudiera escucharlo, eres
un cabronazo, y Don Aníbal sonrió.

Ya lleva cuarenta horas en
el Parque, sentado en el banco de piedra; se le habrán dormido y despertado las
piernas muchas veces, se ha vuelto a orinar encima, sus hijos siguen
suplicándole incansablemente, pero no accede.

-Tienes setenta y dos años,
déjalo ya y vuelve con nosotros.
-No.
-¿Por qué?
-Por eso, porque tengo setenta y dos años.

A esa hora están rodeados
de más de cien personas que asisten al espectáculo. Un periodista ha tomado nota
de la noticia, que aparecerá en portada al día siguiente.

Uno de los hijos, el mayor,
ha ido a su casa y ha hablado con su madre, pero ella no cede y dice que no le
importa que pase otra noche en el Parque ni el resto de su vida. Es un bobón,
añade.
Se acerca la noche y los hijos piden permiso para encender un fuego ya que sigue
emperrado en no taparse, y temen por su salud. Casi todos los curiosos se
marchan.
 Sus hijos están a su lado, y un retén de municipales hacen guardia.

La noche es una noche de
confidencias. Pasan todas sus horas hablando, recordando cosas de la infancia,
de los colegios, las travesuras… los recuerdos les hacen sonreír porque hay
mucha alegría en las cosas que cuentan; sale, cómo no, Gabriela. Al pronunciar
su nombre, instintivamente o por costumbre o por amor, añade una sonrisa más
duradera, hasta que se da cuenta y la cambia por una mueca seria muy forzada que
está varias veces a punto de deshacerse.
La mueca es seria, pero los ojos se derriten de amor.

Se pasan el día siguiente a
su lado, rodeados de varios cientos de curiosos que han sabido por la prensa lo
que está pasando, turnándose para comer y descansar un poco, insistiendo para
que desista, pero él se mantiene en su postura irreductible y en su pose
majestuosa.

Gabriela Bismarck de Alba
ha leído en el periódico la versión del periodista, quien cuenta que en un acto
de amor y de despecho hacia la mujer de su vida, que le ha dicho que se va a
separar de él después de cuarenta y seis años de matrimonio, Don Aníbal ha
iniciado una huelga de hambre que no dejará hasta que muera.

Durante el resto del día se
dedica a alborotar todos los recuerdos archivados, que son muchos y buenos, y se
da cuenta de su cabezonería, de cuántas veces han acabado discutiendo por esa
tontería suya de tener celos de ese hombre que la ama irremediablemente.

A eso de las diez de la
noche se pone el abrigo y se dirige al Parque, donde es recibida, con asombro,
por sus hijos y por los curiosos que no han querido perderse el desenlace en
directo.

-De acuerdo, cabezón,
ganaste. Te pido disculpas.
-¿Sinceras?
-Las más sinceras.
-¿No dudarás nunca más de mí?
-Nunca.
-¿Me quieres?
– Más que a nada en el mundo. Vámonos, viejito, vámonos juntos.
Se levanta.
Se estira.

De golpe, le duele todo.
Sus muchos años, que le estaban pareciendo ausentes, le pasan factura de contado
y le obligan a tambalearse.
Ella hace de apoyo y confidente.

– Has tardado mucho,
cabezona. Creí que me ibas a dejar morir ahí.
– No puedo vivir sin ti.
– Yo no puedo vivir sin ti.

Se alejan solos cogidos de
la mano.
Se enfadan y se quieren con la misma pasión que en los últimos cuarenta y seis
años.