—No voy a ordenar mi habitación, ni a
juntar mis juguetes —contestó de manera caprichosa Mariano, de nueve años—.
Hoy no tengo ganas de hacerlo y no lo voy a hacer.
“Mi hijo me sorprendió con este débil
argumento cuando le pedí que ordenara su cuarto y se fuera a bañar antes de
cenar. Entonces empezamos una larga discusión acerca de por qué debía ordenar
su habitación; yo le decía que era mejor tener sus cosas ordenadas y limpias,
pero ni siquiera me escuchaba. Finalmente, lo obligué a que acomodara su cuarto
y se dé una ducha”, afirma Eugenia de Tenorio Núñez, madre además de dos
nenas de 10 y 7 años.
Con demasiada frecuencia se les pide
opiniones a los hijos acerca de lo que tienen que hacer; se los trata de igual a
igual. ¿Y qué se consigue? Muchas respuestas insolentes e inesperadas. No son
pocos los padres a los que les ocurren estos cotidianos inconvenientes: muchos
se quejan de lo mismo.
“Recuerdo que cuando era chica bastaba
con que mi madre me mirara directo a los ojos con expresión seria para saber
que debía callarme y no hacerme la caprichosa; ni hablar si el que me miraba
era mi padre”, cuenta Florencia Noguera, madre de dos chicos de 11 y 3 años y
una nena de 8, de Béccar, Buenos Aires. “Hoy, con eso no alcanza; a veces
hasta se quejan de la cara que pongo”.
No es solo que los padres estén
confundidos por los consejos contradictorios que dan los libros sobre la crianza
de los hijos. El problema es que, por pretender educarlos de otro modo —por
apartarse del “aquí mando yo” de los propios progenitores—, se ha llegado
demasiado lejos. “Los padres quieren actuar como pares, pretenden ser más
modernos y tratan de ser amigos de sus hijos —explica Dolores Dimier,
orientadora familiar a cargo del Taller de Padres del Instituto de Ciencias para
la Familia de la Universidad Austral de Buenos Aires—. Entonces se culmina en
un ambiente familiar donde todo está sujeto a negociación, ya que los padres
no saben cómo poner límites y cómo sostenerlos”.
“En cuanto a disciplina, hemos pasado
de un extremo al otro”, agrega la psicóloga Laura Mansour, directora del
Centro de Atención Psicológica, de Buenos Aires. “Primero se usaba la
intimidación, el límite asociado al miedo; luego los padres se volvieron
permisivos, y no aprendieron a fijar límites. Lo ideal es hallar un punto de
equilibrio y poner límites con amor”.
Según Diana Rizzatto, vicepresidenta de
la Sociedad Argentina de Terapia Familiar, la verdadera disciplina se logra a
través de la educación (de hecho, la palabra disciplina significa enseñanza
en latín). “Es totalmente válido corregir a los niños cuando hacen algo mal
—dice—, y enseñarles así la manera adecuada de comportarse”. Pero
advierte que esto funciona solo cuando los padres recuperan su autoridad.
¿Quién manda?
“Los padres no deben convertirse en
amigos de sus hijos —señala la psicóloga Andrea Saporiti—. Porque los
amigos están en una situación de igualdad y los padres no”. ¿Qué se puede
esperar al negociar con niños de tres o cinco años que no entienden que la
palabra de un padre pesa más que la de un amiguito del jardín de infantes?
Eugenia de Tenorio Núñez no deja de
asombrarse con las reacciones de los chicos cuando sus padres los van a buscar
al colegio o a los cumpleaños. “No creo que haya que generalizar, pero hay
padres que le tienen miedo a sus hijos”, dice. Ella se encarga de organizar
las reuniones de los padres en el colegio y a menudo observa cómo los chicos se
empecinan en que les compren determinado juego electrónico o golosinas, y
aunque las madres no quieran, terminan por ceder ante la insistencia del chico.
“Recuerdo que en un veraneo, a cada rato los chicos de una familia amiga les
pedían a los padres cada cosa que los vendedores ofrecían en la playa:
helados, gaseosas, panchos, pirulines. Los padres se lo compraban y gastaban
mucho dinero. Es una manera de sacarse a los hijos de encima y lograr que no
molesten por un rato, pero en definitiva así los están maleducando. Y cuando
se dice a algo que no, hay que mantenerlo”, asegura.
Carina Molinari*, madre de dos chicas de
15 y 14 años, y de un varón de 7, se ha resistido a esta tendencia, y se
siente satisfecha con ello. “Hay ciertas cuestiones que no negocio con mis
hijos —expresa—. Pero hay padres que permiten a sus hijos acostarse tarde o
ver mucha televisión con tal de que estén contentos con ellos. No se debe
obtener así el amor y el respeto de los chicos”.
Rizzatto agrega: “El error consiste en
que con estas actitudes se crían niños que en el futuro van a creer que prima
la situación individual a expensas de una mejor inserción social.”
Los padres pueden remediar esto, y un
buen comienzo es recordar que no se trata de algo nuevo: los niños siempre serán
niños. La clave es dedicar tiempo a educarlos.
Sea un padre, no
un amigo
El primer paso para recobrar la autoridad
es desechar la idea de ser “amigo” de sus hijos. “Cualquiera puede ser
amigo de mi hijo —afirma Cristina Alais, orientadora familiar y coordinadora
del taller de padres junto a Dimier— pero solamente yo puedo ser su madre.
“Los padres son quienes deben
conducirlos para que comprendan las reglas y los límites. Se puede tener una
muy buena relación con los hijos, pero guardando siempre las jerarquías”.
Saporiti agrega: “Tener una relación
de confianza con los hijos no impide fijarles límites. Esto les brinda
seguridad”.
Toda la familia se beneficia cuando las
reglas se establecen desde el principio. Florencia Noguera siempre ha fijado límites
claros a sus hijos: “Les pego las reglas en la puerta de la heladera: por
ejemplo, no mirar televisión más de dos horas por día, no tomar gaseosas en
la semana, no encender el televisor mientras usan la computadora”. Dice que
esto a la larga rinde frutos.
Su experiencia es similar a la de Malena
Porta, madre de tres chicas de 10, 12 y 15 años y de un varón de 17, quien
cuenta que en su familia las reglas claras, como levantarse de la mesa recién
cuando todos hayan terminado de comer, son innegociables. “El mayor ya maneja.
Siempre trato de saber en dónde está y a qué hora va a volver a casa. Pero si
se queda más tiempo en algún lugar, él sabe que tiene que llamar y avisar.
Como a todo adolescente, mucho no le gusta pero lo respeta”.
Establezca reglas apropiadas para cada
edad. Según Saporiti, los chicos de entre tres y cinco años, por ejemplo,
deben poder vestirse solos –con cierta ayuda-, ordenar los juguetes y tomar
decisiones sencillas, como negarse a comer más si ya se sienten satisfechos.
Aquellos que tienen entre cinco y diez años deben preparar la mochila para la
escuela y hacer la cama, y orillando los diez años, administrarse el dinero
para algún bocado a media mañana, por ejemplo.
Conforme su hijo vaya creciendo, ofrézcale
opciones. Saporiti sugiere decirle: “Hay que ponerse el pulóver, ¿cuál
preferís el azul con blanco o el rojo liso?”. El abrigo no es negociable,
pero el chico puede elegir cuál ponerse.
Ser coherente
La constancia es esencial para que los límites
funcionen. “Sea firme y mantenga una coherencia entre lo que dice y lo que
hace —aconseja Mansour—, porque si no se respeta las pautas que uno
establece se genera confusión”.
Florencia Noguera comenta: “Escuché a
padres decir: ‘No te voy a dar tal cosa a menos que te portes bien’, pero el
chico se porta mal y de todas formas obtiene lo que quiere. ¿Cuál es la lección?”
Florencia recuerda un incidente con su
hijo de 11 años hace un tiempo. “No sé por qué motivo, Benjamín se peleó
con su hermana y terminó pegándole. Ya había ocurrido un par de veces y lo
había reprendido quitándole la posibilidad de ir a la casa de algún amigo.
Cuando vi la situación, no me importó la razón por la que mi hijo quería
justificar su accionar, se había equivocado. Se quedó sin mirar un partido de
su equipo preferido de fútbol, deporte que lo apasiona. Él sabía de las
consecuencias”.
“La disciplina exige firmeza —señala
Rizzatto—. Uno no debe ceder solo para poner fin a un capricho. Hay que ser
coherente en los mensajes que se da a los chicos sobre lo que se espera de
ellos”.
En una ocasión, el hijo de Malena Porta
entró a su casa y tiró su mochila en el medio del living. “Me quedé parada
en el lugar, hasta que salió de la casa con su mochila al hombro, volvió a
entrar y la dejó acomodada en su habitación”.
¿Cuál es el propósito de la firmeza?
Que los niños aprendan autodisciplina.
Observe y ayude
Dimier aconseja inculcar la disciplina de
manera positiva: “No se trata de castigar y quitar cosas, sino de observar y
ayudar, sin importar cuánto tiempo tome”. Si su hijo se pone caprichoso en un
negocio, comenta Dimier, tómelo de la mano y salga a la calle. “El mensaje es
claro en un momento determinado: usted no soportará el mal comportamiento”.
“En mi casa, el castigo no va”,
asegura Carina Molinari.
“Para lograr que mi hijo de 7 años
hiciera la tarea, le quitaba la televisión, los jueguitos… no conseguía ningún
resultado.
”Pero he adoptado con éxito la técnica
de vigilar y ayudar. Cuando el chico se queja de la tarea, solo le digo que no
tiene opción. Espero a que saque sus libros y le pregunto qué hizo en la
escuela, en matemática, en lengua.
”Le inculqué un hábito: cuando llega
de la escuela, le sirvo la merienda, juega un rato, se da un baño y luego se
sienta a hacer sus tareas en la cocina, donde puedo observarlo mientras preparo
la comida.
”Con el tiempo, logré que adoptara
esta rutina, y ahora ya hace la tarea sin que se lo ordene”.
Respeto mutuo
Una vez que recupere la autoridad,
mantenga abierta la comunicación con sus hijos. “Escúchelos y sepa en qué
momentos quieren contar sus cosas —dice Saporiti—, pero también comparta
sus experiencias. Si solo se limita a preguntarles cómo les fue en el día,
parecerá un interrogatorio y la respuesta más probable será: me fue bien. Hay
que encontrar los momentos de charla en lo cotidiano de cada familia: hay chicos
que hablan mientras se están bañando o antes de irse a dormir; es ese el
tiempo de prestarles su atención”.
Saporiti ha tratado a chicos y
adolescentes que se quejan de que no se comunican con sus padres porque éstos
nunca les hablan de sí mismos. “La comunicación es una calle de ida y
vuelta. Los padres también deben contarles lo que hacen”.
Es indudable que uno recibe lo que da. Es
un concepto sencillo, pero a veces se tarda en comprenderlo y practicarlo.
Teniendo presentes estos principios de una buena crianza, la vida familiar puede
ser más relajada y se puede discutir menos con los hijos. Los chicos perciben
estas normas como una muestra de afecto.
Mariano, el único hijo varón de Eugenia, comenzó a recibir a su madre con
dibujos de bienvenida a la llegada de algún viaje de trabajo. Francisca, la
hija de Florencia de solo ocho años, cierto día a la vuelta del colegio le
preguntó a su mamá: Cuando yo sea grande, ¿me vas a ayudar a educar a mis
hijos como vos lo hacés conmigo?
Material cedido por Selecciones
del Reader”s Digest
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