De origen humilde y de padres
adoptivos, era uno más de tantos provincianos que hacían pie en la gran capital
en busca de un futuro.
En realidad más que un futuro
buscaba yo cumplir con un destino fijado por quienes me criaron. Ya mayores me
impulsaron, casi diría que me arrojaron, de la casa paterna para que aprendiera
a abrirme camino en la vida por mí mismo.
Ahora pienso que tal vez sentían
la proximidad del ocaso de sus vidas y siendo hijo único, era un modo útil de
que me acostumbrara a vivir solo y de que prescindiera de una sobreprotección
que a veces me ahogaba. Sin embargo, reconocía entrañablemente su afecto y
amaba a esas personas que me dieron cariño a manos llenas. Me sentía obligado a
cumplir con sus anhelos.
La ciudad me había recibido bien
y me adaptaba progresivamente a sus costumbres y sus códigos. Era otro modo de
vida, mucho más impersonal que en el pueblo. Cuando al tomar un ómnibus, o al
comprar algo en un kiosco saludaba al llegar y decía “Gracias” al despedirme,
me miraban sorprendidos y la mayoría de las veces no me contestaban.
Extrañaba ciertas aromas como el
de los azahares y madreselvas que asomaban sobre los muros, la tierra mojada
por la lluvia, el horno a leña; y algunos sabores como el de la leche recién
hervida, la manteca casera o los pucheros con abundante osobuco y batata que
sabían a gloria.
A veces iba a alguna fonda donde
servían comida casera y fantaseaba con paladear algo parecido al menos, con los
budines de pan o los guisos de lentejas de la vieja. Pero finalmente, todo me
resultaba desabrido.
Al llegar al hospedaje donde
vivía, y mientras me preparaba para acostarme, por el ventiluz de la habitación
me llegaban los sonidos propios de las familias: ruidos de platos y cucharas,
la voz de la madre llamando al orden, el llanto de algún chico, conversaciones,
y de fondo el parlante de una radio o un televisor.. No pocas veces me dormía
mirando el descascarado cielorraso con una lágrima en mis pestañas.
Estudiaba y trabajaba. Todas las
mañanas, muy temprano, me cruzaba con rostros ya casi familiares. Caras
conocidas de todos los días. El vendedor de diarios del puesto de la esquina,
la florista de la media cuadra, el encargado de un edificio nuevo cuyo baldeo
de la vereda coincidía con mi paso y siempre me mojaba los únicos zapatos que
tenía; y una mujer que caminando lento ayudada por un bastón y apoyada en un
enfermero me observaba impávida, como sin verme, por la vereda del geriátrico.
En medio de mi apuro, a veces
contaba las monedas para el colectivo, o iba memorizando mis materias, o
repasando mis actividades del día, y siempre me desconcentraba al encontrarme
con los ojos de aquella mujer. De pronto, era como si me reconociera, pero
cuando seguía la trayectoria de su mirada descubría que en realidad observaba el
cambio de luces del semáforo o el estremecimiento matinal de las hojas de algún
árbol.
Por su apariencia, daba la
impresión que presentan aquellas personas que han sufrido algún accidente
cerebrovascular. Una sensación de ausencia, o de indiferencia.
Mucho tiempo pasó, inmerso en el
vaivén de mis actividades, para darme cuenta un día que ya no la veía más.
Cuando cruzaba por el geriátrico ya no la encontraba ni a ella ni a su
enfermero, y cuando por fin una mañana lo reconocí iba empujando la silla de ruedas
de un paciente varón. Un anciano que examinaba interminablemente sus manos como
si pretendiera descubrir en sus arrugas algún secreto quiromántico.
Una vez en que iba ‘regalado’
con el horario porque mi despertador sonó una hora antes y que para no dormirme decidí levantarme y
salir más temprano, tuve el tiempo suficiente para detenerme a hablar con el
enfermero. Le pregunté por su otra paciente, la señora a la que tantas veces lo
había visto guiar. Me contestó que su historia clínica la remitía a una
isquemia cerebral enmarcada en un
cuadro del” mal de Alzheimer” un último derrame con lesiones severas la había
dejado en coma. Después de tres días, falleció.
Le pregunté también por el
nombre de aquella mujer y me respondió que nunca supo, porque era una amnésica
que había sido transferida de otro centro asistencial. Solamente de vez en
cuando – me contó – preguntaba por un hijo suyo que nunca apareció.
Le agradecí al enfermero y seguí
mi camino en la vida sin saber que al morir aquella mujer, yo había quedado
huérfano.
(Corrientes, enero/ 2001)
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