Era un hombre
muy viejo, de paso vigoroso pero lento, parecía no enfermarse nunca. Alquilaba
el altillo del fondo de la casa de al lado.
Lo recuerdo
vestido siempre con la misma ropa, invierno y verano; alpargatas, pantalón
amplio color arena que sostenía con un cinto gastado, negro y angosto que
después de trabada la hebilla pasaba con una vuelta por el lado del mismo que
daba al pantalón y, por debajo de éste, el pulóver marrón escote en V que usaba
sobre la piel.
Lo veíamos salir, para comprar sus pocos alimentos, con una bolsa de arpillera
en sus manos que combinaba con el color de sus prendas y de su tez. Resaltaban
sus ojos celestes y su pelo blanco.
Al principio
creíamos que era el hombre de la bolsa con el que nos asustaban nuestras madres,
pero después supimos que no e intentamos averiguar algo más acerca de Don Tomás
y su frase, un poco queja, un poco sentencia.
Recurrimos a
nuestros padres, nuestros tíos, nuestros abuelos, a vecinos (aún a los que
alquilaban otras piezas en la misma casa), a los comerciantes, a todos, menos a
él, que observábamos distantes.
Aunque para
todos era un misterio, lo más cierto que llegamos a saber fue que cansado de
vivir desde hacía muchísimo tiempo, tanto que ya no le quedaban familiares, un
día decidió morir (no suicidarse, morir) y se dedicó a ello; pero parece que
esta decisión y su empeño en ella lo fueron fortaleciendo y nunca alcanzó su
meta.
Hoy, hace casi
dos años que por mi vejez y cansancio salgo de casa sólo para ir al médico. Mis
nietos ya tienen hijos, y cuando éstos me preguntan por el hombre que vive en el
altillo de la casa de al lado les cuento esta historia y pienso que, mejor que
en morir no ponga ningún esmero porque podría ser peor.
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