Lo
recuerdo. Cerraba la puerta de entrada y caminaba hasta la escalera. Con el
billete de Un Peso fuertemente apretado en mi mano derecha apoyaba la mano
izquierda en el pasamanos y bajaba saltando los escalones de tres en tres…
¡gran prueba de destreza para mis ocho años! Ya en la planta baja recorría el
largo pasillo hasta la prometedora luz de la puerta de calle.. Allí adoptaba las
actitudes compuestas de una señorita, y marchaba presurosa hacia el almacén de
Don Marcelo.
No
siempre comprábamos allí. ¡Era caro! Comúnmente recorríamos con Mamá las cinco
cuadras que nos separaban del Mercado del Progreso donde, por la abundancia de
oferta, se podía encontrar mejores precios. O, sino, me tocaba la aventura de
recorrer sola dos cuadras hasta el almacén de Valle y Emilio Mitre, triunfante,
con un cuarto kilo de azúcar negra en su envoltorio de papel de estraza. Esos
paquetes me fascinaban… ¿cómo hacían?. ¡Con qué arte tomaban los dos extremos
y, haciéndolos girar en el aire, los dejaban con esas orejas tan tiesas! Cada
vez que quise hacerlos en casa dejé la cocina llena de azúcar y por varios días
tuve que oir los rezongos de mi madre.
Pero,
cuando me decían- Tenes que ir a lo de Don Marcelo…¡eso era otra cosa! Estaba
a la vuelta de la esquina, en la misma manzana de mi casa. Se entraba, como a
muchos almacenes, por la ochava. Las puertas eran de hierro y vidrio biselado,
siempre opaco por la mugre. Adentro… la penumbra. Un olor fuerte, mezcla de
humedad, especias y vino rancio reinaba en el lugar. A mis pies, el amenazante
vació del sótano se anunciaba a través de la rejilla. Frente a mí el mostrador
revestido de zinc y, contra la pared, altos estantes que se perdían en la
oscuridad reinante.
Don
Marcelo era corpulento, casi un gigante, -por lo menos para mí-. De cara redonda
y rubicunda flanqueada por largas patillas, el pelo a la gomina enmarcaba la
calva reluciente y un bigotito a lo Chaplin que pretendía, sin éxito, darle un
aspecto señorial. Chas…chas… chasss…El cansino arrastras de sus chancletas
anunciaba su llegada.
Mi pedido era siempre el mismo: aceitunas, salame, queso Mar del Plata y
mortadela, para ofrecer un vermouth con “picada” a las visitas.
Dándose
gran importancia, Don Marcelo iba del mostrador a los estantes de donde extraía
el gran frasco de aceitunas, las pesaba en la balanza de dos platos, esperaba
parsimoniosamente que estos se equilibraran y, si esto no ocurría, le daba un
golpecito secp al más remolón de los platillos. Este momento era muy especial
para mí porque siempre ligaba una aceituna. Tiempo después caí en la cuenta de
que era una forma de distraerme para que no advirtiera que me estaba dando de
menos en el peso.
Luego se
dirigía a la fiambrera y con aire experto, cortaba una gran rodaja de mortadela.
Despues se dirigía hacia donde colgaba la ristra de salamines y, tras
estudiarlos un rato, elegía el que le parecía más prometedor.
Acomodaba la compra sobre un papel blanco y hacía la cuenta en una de sus
esquinas. En ese momento me asaltaba la duda… ¿sería suficiente el peso para
pagar todo eso? O tendría que decirle que no me alcanzaba la plata y volver a
casa por más.
Ese era
el momento en que sentía envidia…¿de quién? de los privilegiados que sacaban
del fondo de la bolsa unas misteriosas libretas negras Las tapas de
hule brillaban en la semi-penunbra del local cuando se la entregaban.
Entonces… las abría y, humedeciendo en su boca la punta del lápiz tinta, que
siempre llevaba en el bolsillo superior de su chaqueta beige, anotaba en una
hoja los importes. Luego, tras de sumarlos, anunciaba su importe con voz
solemne.
Esa
ceremonia parecía fruto de un pacto secreto. Sólo los iniciados tenían libreta y
yo no era una de ellos… Mis padres siempre pagaban al contado…
Rorry
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