Por aquellos años de la dura década del 70 éramos jóvenes. Nos conocimos de casualidad, tenía ella 18 años y era casi su adolescencia; 1,65 de estatura, menuda, rubia, de cabellos largos y hermosos, labios delicados y ojos celeste, su piel era blanca y suave, a todo esto sumaba un andar sensual que hacía que no pasara desapercibida, su sonrisa era amplia y encantadora, era una niña hermosa, hoy se diría es una Barbie, ya que parecía la famosa muñeca.
Yo tenía 20 años, cabellos negros, largos, 68 kgrs. Y un sueño de fútbol y guitarra, era casi un hombre, que quería meterse en la vida con toda la fuerza de la juventud.
Nos conocimos de casualidad en su pueblo , ya que yo viajé junto a su hermano, al que me unía –y me une- una amistad firme . Creo que de inmediato nos dimos cuenta con Isabel (así se llama) que nuestras miradas se cruzaban muy a menudo y eran algo más que simple coincidencia.
Estuve varios días con su familia, y cuando volví a Santa Fe a seguir con mi rutina de estudiante, no podía dejar de pensar en esa imagen que una noche me devolvió un espejo que estaba frente a su cama.
Cuando ya todos nos habíamos acostado (me habían armado una cama en una sofá que quedaba a unos 5 mts. de la puerta del cuarto de Isabel, que por descuido había quedado abierta).
Desde mi lecho, de pronto pude ver que ella entraba a cuarto, prendió un velador de luz tenue y mirándose al espejo comenzó a desperezarse, se sentó en la cama, sacudió sus cabellos y luego levantado los brazos, llevó sus manos a la nuca y tomando ese manantial de trigo, los tiró hacía atrás produciendo una cascada brillante.
Yo, extasiado, no perdía un solo detalle de todo lo que pasaba; luego agachándose se sacó las sandalias marrones y cuando comenzó a quitarse su ajustado jeans azul, mi corazón pegó un brinco y mi sangre golpeaba y corría desesperadamente por todo mi interior, a la vista de ese cuerpo tan hermoso apenas cubierto por un diminuto conjunto de ropa interior de color celeste pálido.
El show era magnífico. Descuidadamente se acarició las piernas, blanquísimas, y muy lentamente se quitó la blusa , dejando al descubierto un sostén que apenas cubría unos pechos abundante sin poder disimular unos pequeños pezones.
¡No podía creer que esa escena estuviera ocurriendo!, ni respiraba para no hacer ni el más mínimo ruido que pudiera alertarla, pensé que mi mirada taladraría ese cuerpo. Ella siguió con su ritual, y en ese gesto tan característico de todas las mujeres, llevó ambas manos a la espalda, desprendió el sostén y se lo quitó…
Tardó unos segundos observándose, ese tiempo me alcanzó para ver que sus pequeños pezones eran rosados y sus senos tan firmes como la erección que yo había alcanzado, luego giró se puso un camisolín oscuro, apagó la luz y seguramente se durmió. Yo seguí despierto un largo rato…
Pasaron ya muchos años de aquella noche que sigue nítida en mis recuerdos, pero como seguimos siendo muy buenos amigos, después de un tiempo le conté aquella escena un tanto erótica y cada vez que la veo le pido que me regale aquel espejo, para ver si en alguna noche de soledad me devuelve esa imagen tan bella.
Por Patricio Quintana
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