Anoche tuve una pesadilla. Soñé que nuestro país estaba participando en un Mundial de Fútbol y me veía corriendo por calles desiertas de Buenos Aires suplicando: “¡Qué no se enteren los habitantes de ninguna nación que nos tenga bronca y desee invadirnos, ni los alienígenas de Marte o los monstruos marinos de las series Invasión y Surface!”.
Resulta ser que yo, en los brazos de Morfeo, descubría que cuando empezaba a jugar nuestra Selección: ¡la Argentina durante cada partido quedaba totalmente desprotegida!
Mi mujer me dijo esta mañana que durante la noche grité frases extrañas con los ojos cerrados.
Según parece deliraba, y relataba que una hora antes de comenzar los encuentros en los que nuestro equipo participaba se producía un éxodo masivo de oficinas, fábricas, negocios y supermercados.
Miles de automóviles huían hacia un mismo lado, mientras hordas humanas viajaban en subtes repletos con las mejillas pegadas a las ventanillas, o subían a colectivos que se convertían en latas de sardinas en pocos segundos.
Pero el fenómeno de hipnosis colectiva se repetía siempre cuando el árbitro daba la pitada inicial y entraban a contarse los 90 minutos de juego. En ese instante, en mi alucinación, la patria se paralizaba, se suspendían las cirugías, los aterrizajes, la recepción de correspondencia en el correo.
Las ambulancias eran abandonadas en las calles, los barcos no podían entrar a puerto, los maestros se quedaban sin alumnos y la iglesias sin cura, las municipalidades trababan las puertas exteriores, los amantes evitaban tener sexo.
Hasta los “chorros” se abstenían de salir a robar. Y al día siguiente de cada partido, los diarios exhibían fotos del presidente, que en vez de gobernar, estaba reunido con sus ministros frente al televisor en su despacho, o imágenes de gendarmes absortos frente a un viejo Zenith blanco y negro en lugar de tener la vista clavada en la frontera.
Yo quería despertarme, evadirme, pero era imposible; la voz de Dios sentenciaba en mis oídos: si el grupo social exige, el individuo debe adaptarse.
Entre ronquidos de desesperación escuchaba a mi psicóloga explicarme: el pueblo deposita en sus ídolos deportivos sus propias debilidades y frustraciones, convirtiendo al plantel en el objeto bueno, con la esperanza de que le devuelva a la sociedad una versión triunfadora y no depresiva de sí misma.
Pero en mi sueño, la realidad se había detenido como el vuelo de una paloma congelada en el aire. Y yo veía que, mientras ocurrían terremotos o ciertos presidenciables obstinados renunciaban a sus candidaturas, los noticieros sólo se referirán a lo que opinaban Pekerman o Messi, y al precio de los televisores con plasma.
En fin, ya sé lo que piensan: nadie debería comer demasiado antes de acostarse, si no después se sufren pensamientos absurdos provocados por una digestión difícil, que en nada coinciden con la realidad, como se ve.
Si quieres aprender a escribir, inscríbete ahora gratis en nuestro Taller Literario haciendo clic aquí.