Mundial: Imprescindible alegría

No somos un país alegre. Si, llevamos en la piel demasiados recuerdos insalubres, y somos un pueblo con tendencia a la “depre”. Y por eso mismo: ¿cómo no va a ser bienvenida la alegría que puedan causarnos los triunfos de nuestro equipo en el Mundial, si los logra?

En la sangre que nos habita se mezclan la melancolía y la falta de optimismo, porque los proyectos y las ganas son constantes pero las frustraciones los superan.  

Aún nos condena la ley del no y la máquina de impedir. Y para peor la queja de tango sigue nutriendo los ovarios de esta nación, construida por aquellos bisabuelos inmigrantes que lo dejaron todo en el otro mundo, más los descendientes de indios, criollos y mestizos que la vienen ligando mal desde las épocas de Don Pedro de Mendoza.

En algunos porteños la tristeza se hace visible, paradójicamente, en la poca paciencia hacia el prójimo, y en el fastidio y mal humor cotidiano. Y en cierta gente del interior a veces se vuelve excesiva la parsimonia y el desinterés, como si la realidad fuera una película detenida en un inevitable presente continuo.

En este contexto en el que circula en ciertos grupos sociales un sentimiento de vacío, aburrimiento o angustia, y en el que la desesperada búsqueda de la propia realización muchas veces se vuelve difícil como un amanecer en día de lluvia, ¿cómo no va a ser bienvenida la alegría que puedan causarnos los triunfos de nuestro equipo en el Mundial, si los logra? 

No es vana la súbita alegría, ni extemporáneo el furtivo nacionalismo que la camiseta provoca.

Justamente estos veintidós ídolos cumplen un rol adjudicado y aceptado por ellos: el de gratificar nuestro sueño colectivo. Esa aspiración, obviamente, está cargada de representaciones simbólicas. Por unos pocos minutos, en cada encuentro, ellos nos harán sentir animados, potentes, unidos, y si ganan, sumamente felices.

Pero este fenómeno de identificación masiva es un arma de doble filo: si fracasan, la idolatría mostrará el reverso de la tela, y la devolución será indiferencia o en el peor de los casos, una marcada hostilidad.  

Todos los deportes y competencias son resabios del comportamiento naturalmente lúdico de las sociedades primitivas.  Épocas del taparrabo o la túnica en la que toda contienda tenía un rictus religioso y a nadie se le ocurría racionalizarlas. 

Hoy como siempre ciertos intelectuales insisten en desvalorizar las pasiones que el fútbol en general, y los Mundiales en particular, despiertan, como si fuera preciso teorizar el contagio afectivo que nuestra selección nacional produce. 

Más interesante sería hacer foco en esta necesidad de felicidad y de esperanza más o menos estable que todos requerimos, basada entre otras cosas, en mantener la fe en la movilidad social que le permita al que trabaja progresar y tener proyectos futuros, más allá de que nuestros jugadores traigan el trofeo ansiado o simplemente lleguen a los cuartos de final.  

Pero palabras más o menos,  mientras tanto, cuando empiece el partido el grito saldrá solo: ¡vamos, todavía! 

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