¿Parejas desparejas?…¡qué garrón! 

Mi propia vida sentimental ha sido un menú reiterado de parejas desparejas. ¿No me creen?. Les cuento...

Cuando cumplí los diecisiete noté que una parienta lejana, de 34 años, me miraba con ojos glaucos. Salimos a caminar un par de tardes, pero mi padre se enteró y me conminó severamente a abandonar esa incipiente relación.

Dos meses después me enganché con una compañera colegio, obviamente de mi misma edad, pero con un apellido repleto de consonantes. Su familia, tradicionalmente judía, no podía entender cómo la nena se había enamorado de un goy devoto de la Virgen de Luján.

Pasó el tiempo y a los 19, en la facultad, tuve la suerte impensada de que la más hermosa del aula se fijara en mí (nunca sabré porqué). A toda la fauna masculina que me conocía, incluyendo mis amigos, no les cabía en la cabeza que la Bella le hubiera dado bolilla a la Bestia. Y me odiaban.

Un año después comencé a visitar a una importante escritora que ya estaba entrando (y casi saliendo) de la tercera edad. Para mí era como una segunda abuela, pero en la oficina no me dejaban en paz con la presunción de un supuesto romance otoñal que sólo existía en sus febriles roedores mentales.

Bastante deprimido por estas calumnias, un día me sentí atraído por la joven morena que cuidaba a mi abuela todas las tardes. Cuando se lo conté feliz al editor del diario en el que colaboraba, su respuesta estentórea hizo temblar los cristales de la redacción: “¡cómo vas a noviar con una inmigrante indocumentada,  y para peor analfabeta!”.

Finalmente le llegó la hora a la bruja, aquella que se casa con nosotros segura de que nos va a cambiar, y con la que nosotros nos engrampamos  confiados en que ella va a seguir siendo igual.  Nada desentonaba, ni la marcha nupcial, salvo por una no tan pequeña diferencia.

Ella (o su papá) tenía mucho dinero y yo era más pobre que una laucha de canoa. Por lo tanto no había terráqueo que creyera que yo estaba contrayendo enlace por amor. Aún así estuvimos juntos muchos años, hasta que un árbitro invisible hizo sonar el silbato y el partido terminó.

Vino un entretiempo largo de duelo y como todo divorciado recién suelto formé una nueva unión con una locutora veinticinco años menor. Aquí ya no sólo sus papis y los míos, también mis hijos ya grandes y los vecinos de ella nos miraban como si fuéramos dos extraterrestres, o mejor dicho, dos inmorales extraterrestres.

Al fin hoy, ahora, tengo una pareja-pareja, y todo el mundo que me rodea está tranquilo y no deja de felicitarme. Al menos por ahora. 

Pero, ¿dónde habita el límite de lo parejo y lo desparejo? Absolutamente en la mirada esclerosada de los otros, aquellos envidiosos de la felicidad ajena, convertidos en Capuletos y Montescos instantáneos que señalan sin piedad la supuesta pecaminosidad de esos amores que rompen con el estereotipo que plantea la sociedad,  y que no todos pueden cumplir, afortunadamente.

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