Al llegar a la plaza y pese a lo avanzado de la hora, cientos de jóvenes gastaban las últimas energías de la madrugada en charlas, alcohol y música villera.
Cruzaron la calle, sin prisa, como siempre, aunque él le soltó la mano y le paso el brazo por el hombro.
Escuchó una voz, giró la cabeza y lo vio.
Tendría unos 15 años, una gorra amarilla y negra le llegaba casi hasta los ojos, la camisa, gastada por las horas y los días, apenas traslucía que había sido verde.
-Dame una moneda para el vino, flaco.-
-Este, en este momento no tengo ninguna-dijo.
Sintió un dolor punzante que le subió desde los riñones y sintió calor.
Las piernas comenzaron a flaquearle y sentía que su amada gritaba y luego cayó.
En el suelo sintió el alivió en sus piernas y se tocó la espalda.
Sólo el mango de la navaja sobresalía de su cuerpo sudoroso y caliente.
Sentía que lo habían rodeado, que no sólo su amada gritaba, escuchaba otros gritos y ruidos de pasos en la hierba.
Sintió que su mente lo abandonaba, que lo sumía en un sueño y ya no había dolor.
Su mente se cerraba, se nublaba, como si se sumergiera en un abismo negro e infinito.
Creyó sentir que los gritos eran más fuertes, que los pasos le retumbaban en todo el cuerpo y que el corazón le latía como si quisiera salirse del pecho para vengar una muerte tan absurda.
El suelo se estremeció por un instante, lo pudo sentir en cada centímetro de su cuerpo.
Algo se desplomó a su lado, y vio que tenía la mirada perdida y la boca abierta como queriendo capturar el último sorbo de aire y una gorra amarilla y negra que le llegaba hasta los ojos.
Y algo frío le recorrió la mejilla y cerro los ojos y el frío le llego hasta la lengua y se estremeció y sintió que cada centímetro de su cuerpo se negaba a morir y aspiró hondo, en un último intento por aferrarse a la vida.
Y se dejó morir, luchando con su mente, que en un último esfuerzo de conciencia, le decía que aquello frío tenía el gusto y el olor de una moneda.
Por Jorge Blanc
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