Paseando por Peñíscola

Así fue, aquella tarde, mi paseo por el castillo-fortaleza de Peñíscola, un baluarte de quien, a principio del siglo XV, dio renombre al cristianismo a escala universal...

Era el atardecer, cuando el sol ya ha sobrepasado el cenit y se encamina a su ocaso. Me acerqué al pequeño puerto a ver llegar las barcas repletas de sardinas y otros pescados.

Todas ellas, en su arribar, incitan a formarse corros de curiosos cuyas conversaciones originan un fuerte murmullo de algarabía callejera.

Después de curiosear la llegada del pescado y su descarga en la lonja, decidí subir al castillo-fortaleza, que fue refugio de don Pedro de Luna: para unos, el Papa Luna y para otros, Benedicto XIII.

Alcancé la puerta de entrada o "Portal de San Pedro" y desde allí subí pausadamente sus calles de obligadas cuestas con rampas y escaleras, marcadas por la estrechez de sus pasajes.

Por el camino, contemplé las casas blancas de dos pisos que indican, al visitante, su sencillez para no desdeñar la majestuosidad del castillo.

Llegué jadeante y entonces, como si mi ser se encontrara en la época del turbulento papado, contemplé la muralla que rodea la fortaleza seccionada por varias troneras de vigilancia, enclaves defensivos para proteger a la población de posibles ataques.

Adosada a la puerta principal del castillo, encontré la "Sala de Caballerizas". Sentí a las tropas cepillar las crines de los espléndidos corceles y a éstos relinchar con cierto donaire, en un gesto de agradecimiento para sus jinetes.

Al subir unas escaleras, descubrí el "Patio de Armas" y allí percibí al Papa Luna oteando, desde el torreón, la formación de su tropa. Todos los días, a las seis de la mañana, puntual como el alba, sin ninguna pereza, a pesar de sus casi noventa años, revisa su batallón desde su silla gestatoria.

Después, con el alba reluciendo el horizonte, baja a su pequeño jardín, sito en un rellano de la fortaleza, a rezar su "Breviario" con la mirada puesta en dirección nordeste, para adivinar, en la lejanía, su tan amada ciudad de Aviñón: causa de sus desventuras y lamentos.

Al termino del rezo del breviario se dirige a la ermita de la Virgen, ante la que pasa largos ratos contándole sus penas y sus glorias.

En el interior del castillo, una sala, hoy vacía, pero que mi imaginación me hace ver la que fue su biblioteca, con más de mil libros: teológicos, bíblicos, jurídicos e incluso tratados de arte. Por último, irrumpo en la majestuosa "Sala de Audiencias".

Por dos ventanas de arco ojival, los rayos del sol, ya hecho bola de fuego en el horizonte, colorean el recinto dándole un aire refulgente. Y allí contemplo al Papa Luna, sentado en su sitial, dirigirse a todo su cónclave para decirles muy exaltado:

"Aquí resido por el beneplácito del actual rey de Cataluña y Aragón (Martín I) que me dio cobijo y me favoreció con su amistad; y, aunque en esta fortaleza me encuentro protegido, estoy realmente desterrado.

Yo que fui nacido de familia noble aragonesa y me hice primero militar y luego monje para aprender la dura disciplina del acatamiento y de la obediencia…, ahora sólo tres cardenales se someten a mis preceptos.

Estudié leyes cívicas y eclesiásticas y me doctoré en derecho canónico en la universidad de Montpellier. Propugné que la soberanía papal es absoluta e incluso por encima de los concilios, para evitar que en el de "Constanza" me quitasen el papado.

Participé en la elección de Urbano VI, y le fui muy complaciente, a pesar de que trasladó la sede papal a Roma, después de haber estado en Aviñón más de setenta años.

Más tarde proclamaron Papa a Clemente VII a quien yo sucedí a su muerte, con la aquiescencia de la mayoría de los cardenales. Pero el rey de Francia se puso en mi contra hasta el punto que me echó de Aviñón.

¡Qué pena que Dios dispuso que mis protectores murieran antes que yo! Ahora, desterrado en este castillo de Peñíscola, espero consumir los últimos días de mi vida.

Me han llamado hereje, cuando he sido y soy el estandarte de la cristiandad; e incluso han querido envenenarme porque no he aceptado deponer mi soberanía papal; pero hasta en ello han errado, pues la Santísima Virgen María me ha protegido contra tal ignominia.

Son unos traidores, incluso Fernando de Antequera, que se puso de mi parte en el "Compromiso de Caspe", pero luego, cuando llegó al trono, me despreció y me abandonó a mi suerte. A todos los que me han abandonado, yo Benedicto XIII os anatematizo ".

Mientras permanecía absorto en mis pensamientos en aquella gran sala, oí a mis espaldas la voz de una joven que me dijo: "Señor, por favor, tenemos que cerrar".

Retomé mis pasos hacia la salida; lo hice pausadamente, como si no quisiera dejar aquel aposento y deseara seguir viendo la figura, ya vieja, pero arrogante, del Papa Luna Benedicto XIII.

Con mi salida, las viejas verjas chirriaron en su movimiento de cierre, como una expresión inequívoca del eco de un profundo lamento.

Así fue, aquella tarde, mi paseo por el castillo-fortaleza de Peñíscola, un baluarte de quien, a principio del siglo XV, dio renombre al cristianismo a escala universal.

Por J. Javier Larrinaga

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