La
corrida de sortija, una de las diversiones más tradicionalmente criollas, que
en ciertas zonas rurales aun se conserva en el programa de festejos populares,
tiene su origen en los ejercicios de destreza ecuestre de los jinetes moros.
Covarrubias,
en el siglo XVII, lo define como “juego de gente militar que corriendo a
caballo, apuntan con la lanza a una sortija que está puesta a cierta distancia
de la carrera”.
En
las “Guerras civiles de Granada” se describen con muy vivos colores los
torneos realizados en Granada, donde recibían los caballeros mejores y
principales de los árabes, y entre esos torneos no faltaba la carrera de
sortija, reservada a la nobleza mora.
De
ellos aprendieron este juego los cristianos españoles y también a
transformarlo no sólo en una prueba de destreza sino también de lujo y
ostentación.
Un
mantenedor, elegido entre los caballeros de más alta alcurnia, organizaba
rumbosamente el espectáculo estableciendo las condiciones y las reglas del
juego en un cartel de desafío e instituyendo a la vez, los más variados y
costosos premios.
Con
su flamante y costosa vestidura y
sus emblemas y lemas respectivos, los participantes del torneo llegaban a la
plaza encuadrada de tablados y palcos con tapices y cortinas de mucho costo,
desde donde los contemplaban, con cierto arrobamiento, la nobleza y las damas de
la Corte.
El
caballero que erraba en el intento de ensartar la sortija en la punta de su
lanza y al galope tendido de su caballo, no podía intentarlo de nuevo sin
licencia de la dama que el mantenedor le señalara.
Como
en todos los torneos de la Edad Media, la exhibición de alarde, de destreza y
de lujo, tenía como principal objetivo, despertar el aplauso y la admiración
de las damas.
Este
juego, reservado en su origen a los grandes señores de la más alta y
empingorotada nobleza mora y cristiana, se democratiza y aplebeya en el Río de
la Plata.
Ya
no se corre la sortija en el ambiente enclaustrado de una plaza enmarcada de
palcos cubiertos de ricos paramentos, sino a campo abierto, a lo largo de un
camino.
No
acuden a la justa las pulcras damas de la Corte, sino un concurso abigarrado de
jinetes y de mujeres del pueblo.
En
vez de la brillante y bien tempalda moharra de una lanza de guerra, se intenta
ensartar la sortija con una astilla cortada del árbol más próximo, devastada
y aguzada a cuchillo.
Y
en lugar de los famosos premios de las corridas cortesanas, un pañuelo para el
cuello de la tienda del turco, un par de zapatillas, una botella de vino o un
modesto cuchillo mangorrero.
Fuente:
“Juegos y diversiones públicas”.