La televisión, como la vida, tiene dos caras, y satisface a dos tipos de públicos. Están aquellos que siempre han disfrutado de las comedias tipo “Yo Quiero a Lucy”, “La Niñera”, o los vernáculos “Campanelli”, y elegido las telenovelas que reproducían la historia de la Cenicienta adaptada a distintas circunstancias.
Me refiero a esas “soup óperas” típicas en las que los personajes femeninos eran hermosas amas de casa que habían convivido con sus padres hasta contraer matrimonio, y que luego se casaban jóvenes con su primer novio, el héroe, y para toda la vida.
Y en las sitcoms clásicas, sus ocupaciones y conflictos tenían que ver con el hogar y las reyertas con cuñadas y vecinos cercanos. Por otro lado, sus hombres las amaban profundamente, y jamás los sorprendía ni un mínimo deseo de infidelidad, y hasta tenían la suerte de contar con las virtudes de una mujer hechizada que se cambiaba en un segundo para ir a cenar, con solo mover la nariz.
Pero también hay otra televisión exitosa que intenta responder los reclamos de veracidad del público y los críticos.
Me refiero a esa programación que actualiza aspectos parciales de la realidad, en la que desde hace tiempo vienen triunfando familias con travestis, esposas que se las ingenian para ponerles los cuernos al marido con el jardinero, con el ex novio y con el mejor amigo de él, y esposos que no saben cómo hacer para librarse de su mujer y sueñan con que se la lleven los extraterrestres.
Con esa onda renovadora también llegaron las chicas de “Sex And The City”, eternas soñadoras que se acuestan con un varón distinto cada semana, y las protagonistas de “Desesperate Housewives”, madres que por momento desearían comportarse como Herodes con sus propios críos.
Y el Sr. Argento de “Casados Con Hijos”, que soporta a su cónyuge a través de un vínculo lamentable que lo incita a divulgarle todos sus pensamientos y críticas sin el menor tapujo.
En síntesis, la televisión pareciera reflejar dos cosmovisiones.
Una es la esperanzada, la que expone lo que debiera ser y no lo que es, la que trata de exaltar un modo de vida que promueve una especie de seguridad ontológica, basada en pilares teóricos en los que se construyó nuestra sociedad. La que intenta potenciar lo bueno y disimular lo malo.
La otra tevé insiste en decirnos que no todo es lo que parece, que hay ciertos estamentos sociales que se están disolviendo, mientras nacen otros valores que no son el reflejo de una comunidad en descomposición, sino la observación nada pasteurizada de un mundo complejo y multifacético.
A mí me gustaría ver una tercera opción, aquella que me permita indagar en las ficciones si los humanos somos seres físicos experimentando algunas sensaciones espirituales, o si somos en verdad seres espirituales en una encarnación pasajera y limitada, con alguna posibilidad de evolución interior.
¿Pido demasiado? Por ahí si, disculpen.
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