Una conmovedora historia de horror (I)

Un viaje al infierno verde, con toques de canibalismo...




 A MANERA DE
INTRODUCCIÓN

El artículo que sigue es un capítulo de un libro sobre Turismo – bueno, el
Turismo es una excusa para poder hablar también 
de historia, como una suerte de revisionismo – que tengo en preparación
y a punto de concluir. En mérito a un hecho ocurrido en 1867 y del que se tuvo
conocimiento  a mediados de
noviembre del 2003, tomó estado público un pedido de perdón por un acto de
canibalismo que como una maldición bíblica postergó la evolución de un
pueblo de la Islas Fiji. Por lo tanto, incorporé en mi trabajo un capítulo
dedicado a Hans Staden, quien en 1552, vivió durante más de nueve meses
en una aldea antropófaga de Brasil, y escribió sobre su extraordinaria e increíble
aventura. Debido a su extensión, he dividido este material en dos segmentos. 
Aquí va el primero. Gracias por su paciencia. J.I.G.

Si
bien he tratado de volcar en este libro los diferentes hechos históricos de
manera cronológica, al referirme al trágico incidente de canibalismo ocurrido
en las Islas Fiji en 1867, donde  fue
asesinado  el Reverendo Arthur Baker y con sus restos mortales
los caníbales de la isla  Viti
Levu
prepararon un “delicatesse” bocado,  me ha llevado a recordar otra historia trágica 
que aconteció a medidos del Siglo XVI, donde el protagonista
logró zafar de ser preparado a la parrilla con una manzana en la boca. Del Pastor
Baker
solo quedaron sus botines (muy duros para ser ingeridos) y una Santa
Biblia; la otra casi víctima pudo escribir en detalle lo que le aconteció… aunque
no lo dijo todo
.


Veamos.
Esta peripecia comenzó cuando promediaba el año 1549, por lo que he saltado en
el tiempo hacia atrás. Sepan ustedes disimular el engorro.

Hans
Staden
era un aguerrido soldado, nacido en Homber-em-Hessen en 1525,
Alemania,
que oficiaba de arcabucero y se enlistó en la marina portuguesa,
que como la española, también se le había dado por explorar, colonizar y
civilizar el continente americano en la zona que mas tarde se conocería como
Brasil.
 

Staden
siempre había querido viajar, conocer nuevos y lejanos lugares, tomar contacto
con otros pueblos y civilizaciones, comunicarse con su gente de la manera que
fuera, ya que solo hablaba alemán y alguna que otra palabra en francés. Fue así
que se enlistó en la segunda flota naviera de Europa cuando se enteró que  los
traslados al Nuevo Mundo se estaban llevando a cabo con mucha asiduidad. Entendió
que esa era la mejor manera de recorrer la tierra, navegando primero, y
caminando después.

Durante
sus viajes desde Portugal al continente, su misión fue preparar a los hombres
(colonos y agricultores) en el uso de las armas de fuego, más que necesarias en
el territorio que había comenzado a levantar algunos fortines debido a la
hostilidad de una tribu. Las pequeñas ciudades y sus pobladores debían estar
debidamente protegidos de los Tupinambas o Tupíes, 
lugareños que practicaban la antropofagia y que le brindaban un trato
muy especial a cuanto portugués caía en sus manos: los hacían en barbacoa. 
Odiaban furiosamente a los portugueses, no se sabe por qué razón, pero
no los despreciaban como materia prima. Sentían sí cierto respeto por los
franceses, posiblemente porque sus relaciones con los portugueses eran muy
tensas. 

En
uno de esos desplazamientos, la nave en que viajaba Hans no pudo hacer
frente a un fuerte temporal  y se
fue a pique, llevándose consigo a casi la totalidad del marinaje junto con un
importante cargamento de armas y pólvora. El alemán, junto a tres portugueses,
lograron alcanzar la costa asidos a uno de los maderos de la carabela. Con mucho
frío por tratarse de una época invernal, arribaron a la colonia portuguesa 
de San Vicente, fundada en 1529 por don Martín Alfonso de
Souza
, y que realmente había logrado prosperar gracias a la dureza
implacable con que se iba conquistando terreno e introduciendo la caña de azúcar
que fue, durante más de cien años, la principal fuente económica de Brasil.

A
diferencia de España, los portugueses tenían otra perspectiva en lo que hace a
nuevos territorios, preferían colonizar y no conquistar en mérito a las
ostensibles diferencias que existen entre ambos términos. El Tratado de
Tordesillas,
  que entró en
vigencia en 1494, delimitaba áreas de ocupación. De tal manera que a Portugal
le asistía derecho sobre las tierras descubiertas por Pedro Álvarez Cabral
en 1500, que en primera instancia se denominó Vera Cruz y luego Brasil.
Entre 1556 y 1567 se llevaron a cabo varios intentos de los franceses por ocupar
Guanabara,  cosa que fue
sistemáticamente resistida por los portugueses. Las relaciones entre ambos países
prácticamente estaban rotas ya que los lusos no tenían intenciones en ceder un
ápice del territorio en proceso de clara evolución. Pese a todo, veleros
franceses continuaban recorriendo los litorales de Brasil, como lo hacían desde
1550, comerciando algunos productos con las tribus que habitaban cerca de las
zonas costeras.

Para
los fines perseguidos, era de enorme importancia la amistad que los portugueses
habían concertado con los indios Tapúes, Caribes y Maipures, 
 con quienes los
mercaderes comerciaban algodón, azúcar y la rica madera de color rojizo del árbol
homón  a la que llamaban “Palo
Brasil”,
designación ésta que en definitiva iba a dar nombre al
inmenso territorio. Los franceses también intentaron establecerse en la zona,
pero fracasaron. Los portugueses que no querían competencia de ninguna
naturaleza. Es que ellos habían hecho todo el gasto y no tenían interés que
otros disfrutaran de sus esfuerzos colonizadores. Solo existía un severo
escollo para los lusitanos: los indios Tupíes, 
quienes de manera intransigentes no solo se negaban a todo tipo de trato
con ellos, sino que de manera abierta les habían declarado una guerra de
guerrillas que estaba cobrando muchas vidas en ambos bandos. Nunca se conocerá
realmente el motivo de esta animadversión de los Tupíes por los
portugueses.

Esta
era la situación cuando los cuatro náufragos llegaron a la población. Fueron 
muy bien acogidos en el lugar, denominado Itañaen, y recibieron
asistencia inmediata por parte de los colonos, quienes proveyeron no solo
a la curación de sus heridas (ninguno estaba lesionado de gravedad) sino también
a ofrecerles un lugar para que pudieran reposar y recuperar sus fuerzas.  Como era lógico, una vez repuestos y ya sin ningún
impedimento físico que les impidiera movilizarse con facilidad, fue necesario
que individualmente proveyeran a su propio sustento. Así que cada uno fue
trabajando en lo que más se acomodaba  a
su conocimientos y habilidad manual. Hans, ya decidido a tomar Brasil
como residencia más o menos permanente (el mar lo había atemorizado de
verdad), resolvió quedarse para oficiar como instructor de artillería en el
fortín  erigido en Bertioga,
a unas 6 leguas de San Vicente. Lo fundamental para sus habitantes era
mantener a raya a los guerreros de Tupinamba, para lo cual no escatimaban
palos, aceite hirviendo y plomo, mucho plomo en su defensa. Ínterin, iban
ganando terreno palmo a palmo. Durante tres años Staden logró formarse
de una buena reputación como instructor-guerrero, y en ese tiempo consideró
importante hablar las lenguas regionales, en especial la de los tupíes. Con
el tiempo esto le sería provechoso.

En
ocasión  de una salida para
explorar terreno y parcelar  más
territorio, Staden, que aprovechó  la
oportunidad para buscar una planta silvestre llamada salvajina,  utilizada como condimento, cayo junto a dos colonos en las
manos de los rencorosos – y con toda razón – Tupíes  que hacían de la antropofagia 
su plato más preciado, especialmente si el producto era “importado”
de Portugal. La escaramuza se había desarrollado a varios kilómetros de Bertioga
y fue netamente favorable a los Tupíes, los que estaban tomándole la
mano a la cuestión y conociendo más en profundidad el accionar de los
colonizadores. El alemán y sus dos acompañantes fueron golpeados duramente y
atados de pies y manos. A la rastra fueron llevado a unas canoas y con estas
llegaron a la aldea Tupinamba.

Según
lo relató en la primer parte de su libro: “Hans Staden: die wirkliche
geschichte ihrer gefangenschaft” 
(“Hans
Staden: la historia real de su cautiverio”)
cuya primera edición apareció
en la ciudad de Marburg en 1557, y según logró oír a pesar de los
golpes recibidos en su cabeza, “los salvajes se regocijaban de lo que habían
“cazado” y estaban ansiosos por presentarnos a sus mujeres para que ellas
también se alborozaran; que luego toda la tribu se iba a reunir para en una
celebración para comernos, acompañando cada bocado con mucha bebida”.

Continúa relatando Staden en su libro, quien se sentía íntimamente
agradecido por haberse preocupado en  aprender
someramente la lengua Tupí, que “negros nubarrones oscurecieron
completamente el firmamento y se abatió sobre el grupo una feroz tormenta. El
peligro era inminente y muy difícil de superar. Las piraguas se mecían
peligrosamente ¿Qué hacer? Los nativos, quienes seguramente me habían visto
rezar,  me pidieron que le hablara a
mi Dios para que tanto la lluvia como el viento amainaran y nadie sufriera daños;
que le implorara para que  pudiéramos
llegar sin complicaciones a la aldea. Así lo hice, con mucho recogimiento y
fuerza espiritual en mi idioma natal. Y nos acompañó la fortuna. Poco más
tarde cesó la lluvia, las nubes se abrieron y el sol derramó todo su esplendor
sobre nosotros”.

Según
Hans, sus tribulaciones no habían cesado, pese a que “logró”
detener la fuerte tormenta ante el asombro de sus captores. Ya en la
aldea Ubatyba, el artillero alemán y los otros prisioneros
fueron entregados a un grupo de mujeres jóvenes de piel cobriza, completamente
desnudas, con profusos pechos caídos y cabelleras que les llegaban hasta la
cintura. Las hembras se movían de manera sensual, emitían guturales alaridos y
extraños vocablos en idioma tupí que le sonaron a salmos. Lo hacían
acompasadamente mientras los castigaban de manera salvaje. No era para menos, 
los consideraban responsables directos de las muertes que muchos de sus
guerreros habían sufrido a manos de los portugueses. En un momento determinado, 
los acostaron sobre una estera que habían extendido en el centro del
caserío y les afeitaron burdamente las barbas, las cejas y el bello pubiano.

Este
trabajo de quitar las pelambres les produjeron diversos cortes en los rostro y
en el bajo vientre, algunos de los cuales sangraron profusamente. Las mujeres en
cuclillas, rodeando los cuerpos sangrantes de los prisioneros, lamieron sus
heridas hasta que la sangre logró detenerse. Disfrutaban notoriamente del flujo
sanguíneo. Con un ungüento especial restañaron las cortaduras, pero no
apelaron a la fuerza sino que fue un acto en el que dieron muestra 
de una inexplicable dulzura. Para Hans, aquello era demostrativo
de que no querían que el “alimento” se dañara más de lo que ya estaba.
Pasadas una horas los bañaron y los untaron con aceite y los condimentaron con
ciertos yuyos olorosos. Los estaban preparando para el banquete en el cual ellos
serían el plato principal. Staden hizo referencias a que mientras las
salvajes los preparaban, uno de los portugueses, posiblemente por el temor (o
vaya a saber qué) que le infundían esas mujeres, cuyo trato hacia los tres había
cambiado radicalmente, tuvo una erección que las hizo reír 
con toda franqueza mientras miraban aquel miembro con picardía, pero sin
tratar de tocarlo.

Más
adelante relató el alemán en su libro que 
intentó de hacerse pasar por francés, ya que los tupíes
comercializaban con ellos y sus relaciones eran excelentes. Y porque además tenían
en común el odio que les dispensaban a los portugueses. Sin embargo, y a pesar
de sus esfuerzos, el cacique se negó a creerle; Hans no podía hablar de
manera correcta el francés, idioma  del
que los indígenas tenían cierto conocimiento. 
Fue poco tiempo después – Staden 
llegó a considerarlo un verdadero milagro llegado del cielo – que
comenzaron a producirse una serie de inexplicables muertes entre los miembros de
la tribu, particularmente entre las mujeres, los niños y los ancianos. Esta
situación convulsionó a toda  aldea,
donde comenzó a cundir el pánico porque los brujos nada podían hacer para
contrarrestar el desconocido mal.

Hans
intuyó que podía tratarse de algún tipo de indigestión severa porque la
afección provocaba fuerte malestares en la zona abdominal, vómitos, diarrea y
culminaba con una dolorosa muerte. Ni ebrio ni perezoso, y perdido por perdido,
qué más daba,  se hizo cargo de
que podía utilizar ese evento como una posibilidad para tratar de salvar al
menos su vida. Como ya no tenía nada más que perder, decidió correr un albur.
Hizo llamar al cacique y a los brujos para ponerlos en conocimiento de que su
Dios, en un ataque de ira y sumamente enojado con los tupíes porque
pretendían sacrificarlo para luego comérselo, había lanzado una abominación
sobre la tribu. Esto aterrorizó aún más a los caníbales quienes le pidieron
a Hans que le suplicara a su Ser Supremo que cesara con la maldición.
Juraron que ellos, en retribución, no lo matarían, aunque no lo dejarían
libre.

El
germano, que era creyente y era feligrés de la Iglesia Reformada por Martín
Luther (o Lutero)
, esto es, que abrazaba al protestantismo, cuenta en sus
memorias que se arrodilló en el centro de la aldea y apelando al alemán
(atinadamente agregó palabras en tupí y algún que otro vocablo en francés), 
con la mirada puesta en lo alto y gesticulando aparatosamente, comenzó a
clamar una serie de alabanzas a Dios, que en realidad nada tenían de falso sino
que revestían el carácter de un sacrosanto pedido al Señor por su propia
subsistencia. Milagrosamente – ¿quién dijo que los milagros no existen? – las
muertes cesaron de la misma manera en que se habían iniciado. El propio Hans
no podía salir de su asombro. Estaba absolutamente convencido sus preces a
Dios con el pensamiento puesto en Luther, cuya insubordinación hacia la
Iglesia Católica fue manifiesta, podía también obrar milagros. Había logrado
salvar su vida, aunque lamentablemente no así la de sus compañeros, quienes
terminaron en las brasas, vuelta y vuelta. En ese sentido, el cacique fue
intransigente.   

La
vida se le tornó más que llevadera entre los tupíes, quienes
comenzaron a respetarlo a ultranza después de que “salvara” a la comunidad
de un horrendo morbo letal. Le habían construido una choza y pusieron a su
disposición a dos jóvenes mujeres, que no contarían con más de 15 o 16 años,
las que le brindaron todo tipo de atenciones, incluso estaban autorizadas a
proporcionarle todo el afecto que fuera menester. Estas mujercitas oficiaban
también de guías e instructoras, ya que le ampliaban sus conocimientos del
dialecto tupí, lo que le posibilitó una mayor y mejor comunicación no solo
con sus concubinas, sino con el resto de los salvajes.

Pese
a todo, Staden carecía de autorización para moverse con libertad fuera
de los límites de la aldea. No le era permitido alejarse solo de la aldea, ni
aun cuando pretendía tomar un baño en el río. Siempre lo hacía acompañado
de sus jóvenes y apetecibles hembras y por dos guerreros, fuertemente armados.
En verdad, ya no podía quejarse por lo que le estaba deparando la vida entre
los caníbales, ni podía afirmar que cierta forma no se sintiera feliz por el
trato que recibía, especialmente por el que le brindaban las dos juveniles tupíes 
y el respeto que se había ganado de la tribu. Pero su mente siempre
estaba puesta en su tierra natal, en su gente, en esa civilización que no
recurría al consumo de la carne humana, no ya a manera de subsistencia, sino
como parte de un diabólico ritual. Día a día iba madurando en su mente la
idea de escapar. Pero, ¿cómo?. Obviamente no podía hacerlo sin ayuda. Estaba
solo, completamente abandonado en un medio incompatible al que – ese era su
mayor temor – se adaptaría definitivamente, aún sin pretenderlo, con el
correr del tiempo. Presentía que una cierta metamorfosis espiritual se estaba
adueñando de su vida.

Hans
aclaró en su autobiografía que no tenía ninguna noción del tiempo,
aunque intuía que fue hacia fines de 1554 que los tupíes planificaron
un ataque globalizado,  no solo a Bertioga,
sino a otros lugares ocupados por los portugueses. Los “paye” (brujos
tribales) hicieron determinados conjuros que indicaron el día en que sería
propicio el asalto. Habiéndose decidido el momento de la embestida contra las
posiciones enemigas, los tupíes dispusieron cerca de 40 canoas, en cada
una de las cuales se transportaban más de 20 flechadores. La noche anterior al
ataque, el cacique Konyan Bebe, rodeado por los “paye”, 
los arengó para fortalecerlos internamente en la misión que iban a
emprender y tomar la mayor cantidad de prisioneros portugueses.

Cuenta
Staden, quien fue obligado a ser de la partida acompañado por dos
chaperones, que la sorpresiva embestida de los salvajes se inició con las
primeras luces del día. Quedó notoriamente sorprendido porque las flechas
incendiarias alcanzaron de manera certera sus blancos, provocando un incendio
descomunal imposible de extinguir y causando una desbandada desordenada de los
portugués, que no atinaban a defensa alguna, lo que favoreció a los tupíes
en su principal cometido.  Entre
la enorme cantidad de portugueses aprehendidos (habían sido excluidos mujeres y
niños) se contaban varios misioneros católicos y pastores protestantes.
Fuertemente atados de manos, fueron transportados por el río hasta la aldea
enclavada en los más profundo e inaccesible de la selva, lo que hacía no solo
difícil, sino hasta imposible que pudieran ser rescatados. Quedaron librados a
su suerte, la que iba a ser horrenda y con un final más que cantado.

Hans
asistió 
a la selección que se hizo de los cautivos – no pudo retener en su
memoria el número de personas -, a los que se les asignó un lugar especial de
detención, separados de acuerdo a su estado físico. Le hizo recordar al alemán
cómo se apartaba y seleccionaba la hacienda vacuna en Europa, o sea, los que
necesitaban más pastura y los que se encontraban listos para el consumo de la
población. Mientras eran escogidos, recibían un fuerte vapuleo como castigo
por los muertos que habían provocado sus paisanos entre los tupíes. Quienes
estaban en condiciones de ser partícipes del festín que se iba a celebrar a la
noche, pero como principal alimento, fueron rasurados íntegramente por las
mujeres, quienes se divertían jugueteando y haciéndolos sufrir oprimiéndoles
los genitales. Los portugueses clamaban e imploraban en su idioma, que solo el
alemán entendía para su presunta desesperación. Digo presunta, porque
más adelante clarificaré lo que Hans omitió con absoluta y
entendible
premeditación en su libro. No podía decirlo de ninguna
manera  poner de manifiesto ciertas
verdades, a las que ya llegaremos.

Las
mujeres tupíes hicieron la elección de quienes iban a ser muertos para servir
de bocado. Alguien llevó el “ibira pema”, la porra del ritual
mortal que acababa con la vida de la víctima de turno. Fue colocada en una
suerte de altar mientras las mujeres gesticulaban y danzaban a su alrededor. Los
portugueses seleccionados para ser platillo principal de la cena estaba atados a
unos postes, con un cordel que los sujetaba a los pilotes por el cuello. De
repente uno de los guerreros aferró el “ibira pema” y
les asestó certero y fuertes mazazos en el cráneo. Las muerte fue instantánea.
Poco después los cuerpos fueron vaciados de sus órganos, desmembrados y
colocados en la inmensa parrilla para su cocción. Mientras aguardaban, los
participantes ingerían un licor llamada “cavi”, una bebida
fuerte y embriagante, elaborada con mandioca hervida y fermentada. Hans
debió beber el licor que se le sirvió, ya que no podía negarse para no
transgredir las normas de aquel diabólico ritual. Y por propia confesión, la
bebida le agradó y libó hasta embriagarse por casi por completo. A su lado
estaban las dos jóvenes que lo asistían, quienes no dejaban de gritar, beber y
efectuarle manoseos demasiados afectuosos.

Y
la cena se fue sirviendo, de acuerdo a lo escrito por el alemán, en hojas de
palma. Sus dos chaperonas comieron con gusto extremo y bebieron “cavi” 
con más gusto aún. Él no salía de su asombro y confesó que se
sintió con el estómago revuelto hasta el extremo de tener fuertes nauseas,
aunque logró contener el vómito. Con delicadeza no aceptó el bocado de carne
humana que le acercaron y solo ingirió bastante mandioca bien condimentada,
como para participar en el festín no solo bebiendo, sino también manducando
algo. A pesar de que estaba horrorizado de aquellas depravaciones, no podía
dejar de ser partícipe, aunque pasivo, de aquellos actos porque era una manera
de no enemistarse con sus captores y seguir con vida. Tenía que ser paciente
para aguardar el momento propicio de escapar. Tenía que continuar siendo
tolerante.

Una
oportunidad de escapar se le presentó cuando, junto a varios tupíes abordó
una nave francesa que había ido a comerciar diversos productos, entre los que
se destacaban especias para aderezar comidas, simios y distintos tipo de
papagayos. Desde una piragua, acompañado por dos custodios, Hans solicitó
hablar con el capitán de la nave. Le comentó a grandes rasgos su triste y dramática
realidad y le pidió que lo dejara subir abordo para poder regresar a Europa.
Necesitaba imperiosamente salir de ahí, escapar hacia la libertad.
Lamentablemente no logró arreglar con el capitán su viaje de retorno a la
civilización. El marino francés no quería hacer nada que lo indispusiera con
el cacique Konyan Bebe y quedaran truncas las transacciones comerciales
que venía realizando de manera tan favorable. Por lo tanto, y ante la
inquebrantable intolerancia del capitán, Hans igualmente le agradeció
su atención y regresó pesaroso a la aldea. Había estado a solo un paso de su
liberación, y la misma le fue vedada “por razones comerciales” y no
humanas. Trato de no desesperarse y buscar con mayor fuerza y ahínco la ternura
que le brindaban las dos chicas que tenía a su lado, único consuelo físico y
mental.

Según
narró Staden en la primera parte de su libro, el cacique de la tribu que
lo había “adoptado” decidió ofrecerlo como importante presente al jefe Abati
Pozanga
,  caudillo del pueblo Tacuaracutiba.
Hans, en el nuevo habitar, se sintió mucho 
más liberado, aunque sin la compañía de las dos doncellas a las que
había llegado a tomar cariño. Pese a todo, allí contaba con mayores
posibilidades para lograr plaza en algún navío que lo llevara de regreso al
Viejo Mundo. Claro, aquella tribu también tenía la costumbre de ingerir carne
humana, aunque solo en ocasiones muy especiales y únicamente como segmento de
ritos ancestrales.  Solo extrañaba
a sus dos compañeras, especialmente a una.
                                                 


(Continuará)