Desde que tengo memoria he visto gente persignarse si se les cruza un gato negro, escaparle a pasar debajo de una escalera, revolear sal para atrás para hacer desaparecer las verrugas, y gritar que les han hecho un mal de ojo cuando tienen una cefalea horripilante.
Son los mismos que cruzan los dedos ante un cortejo fúnebre, se quiere matar si rompen un espejo, te aconsejan llevar una cintita roja en la muñeca contra la envidia, y no salir de casa los días 13, en especial si son martes.
De tiempos remotos nos llegan creencias ancestrales sobre el espíritu benéfico que habita en los árboles (¡toco madera!), y nos previenen que abrir una sombrilla o un paraguas dentro de una casa es un terrible sacrilegio.
Para peor, a la lista de supersticiones, leyendas urbanas y yetas populares se suman las propias de cada profesión.
Los actores evitan el amarillo si tienen un estreno, y gritan “¡mucha merde!” y no ¡buena suerte!, recordando sin saberlo a aquel teatro francés de siglos pasados en el que los espectadores llegaban en caballos y carretas, y si el espectáculo era un éxito el suelo quedaba más que abonado por los bollitos equinos.
Los capitanes de ultramar aconsejan no contar nunca los escalones al subir y bajar en los distintos niveles de la cubierta del barco, ni llevar plantas de batata a bordo.
Los marineros deben subir por estribor, poniendo siempre primero el pie derecho al ascender. Las bailarinas clásicas se desean un “que te rompas una pierna”, y los deportistas se inventan una cábala antes de cada encuentro.
Sí, fuimos criados para vivir en el marco de lo práctico y urgente, y la filosofía de Descartes (pienso, luego existo) tiñó toda nuestra educación. Sin embargo nuestra capacidad (léase necesidad) de creer en lo mágico y lo misterioso nunca se agota.
Y en la querida Argentina la superstición goza de buena salud, ya que nuestra mente es aficionada a extraer causas de las casualidades, y si mañana a alguien se le ocurriera rumorear que el azul es color de mala suerte, hasta los policías se vestirán de naranja.
Pero todas las supercherías del mundo se agotan en tres deseos: salud, dinero y amor. El bicho humano desconfía de lo que le puede deparar el destino, y nuestro inconsciente vernáculo, que desciende de la paciencia desafortunada de los indígenas, y del desarraigo melancólico de los inmigrantes, no es proclive al optimismo. Por el contrario, llevamos el tango en los ovarios.
Entonces,¿qué mejor ansiolítico que una buena pata de conejo en el bolsillo? Todo intento de exorcizar la incertidumbre y la falta de confianza en nosotros mismos vale.
Por eso les aseguro que si fotocopian esta nota y se la envían a siete amigos por correo ya mismo, en cuatro días recibirán un dinero impensado, tendrán excelente salud en el año que corre, y espantarán para siempre la soledad. Eso sí, ojo, no se les ocurra cortar esta cadena.
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