ACLARACION NECESARIA:
El cuento del que deriva este
relato fue escrito en 1962 y se publicó en el vespertino
CORREO DE LA TARDE en 1964. Eran apenas tres
carillas. Hace poco fue transformado en una historia “solo para adultos”. Para
lograr que conciliara con la línea editorial de las páginas eróticas europeas,
tuve que introducirle modificaciones de forma y de fondo, sin modificar su nudo
argumental, aun con la inclusión de un personaje (Catalina, la ecuyere) que
reviste gran importancia. Esto motivó que su extensión original se haya más que
duplicado. Asimismo, se impone aclarar que la relación de las secuencias de sexo
explícito que contiene el texto editado en España, han sido suprimidas para no
herir susceptibilidades y hacer accesible el relato a los lectores de
“ENPLENITUD.COM”.
J.I.G.
* * *
Don Pascual Regúnaga me clavó sus acerados ojos grises, enrojecidos por el
exceso de vino ingerido, como era la costumbre, y con una sonrisa llena de
sadismo, me enseñó su dentadura desgastada y amarillenta. Con cierta firmeza
levantó su brazo derecho, con el puño fuertemente cerrado, y lo dejó caer sin
hesitar sobre mi frágil cuerpo.
Pascual era un alcohólico sin remedio.
Y tenía que dar las gracias a su capacidad en la pista – en la cual mi trabajo
era de fundamental importancia – que no lo hubieran echado ya del circo. Su
afición a la bebida, que le alteraba por completo los sentidos, le había creado
un sinnúmero de problemas en su relación con los compañeros de elenco, menos con
Matilde, la ecuyere.
Ni aun la práctica del Yoga,
disciplina a la que se había suscrito con cierta dedicación por consejo de
Matilde, había logrado modificar su conducta agresiva. Se supone que el Yoga,
entre otras creencias místicas, posibilita que el alma de cada uno entre en
comunicación con el alma universal, y así modificar el carácter. Por lo que he
visto , lo único que logró con Pascual fue hacerlo entrar en una
conexión de mayor voltaje sexual con Matilde. Y cuando se conectaban, ¡cómo se
conectaban, par dieu! Ya lo sabrán, a su tiempo.
¿Y Matilde? ¡Oh, Matilde! ¡Qué mujer!
Era una notable hembra, rubia natural, que no tenía los ojos celestes como la
pulpera de Santa Lucía, sino que eran de un verde marino profundo. La
naturaleza se había esmerado en otorgarle una figura pequeña y esbelta, como
solo una amazona circense puede y debe tener. Lo único que se le podía
reprochar, y que motivaba habladurías de todo tipo, era que Matilde sólo tenía
ojos para don Pascual. Realmente no fue un imbécil quien dijo que el amor es
ciego ¡En verdad, una cosa de locos!
Su lacia melena, que entrelazaba con una cinta celeste durante el transcurso de
su acrobática labor sobre un dócil caballo blanco, resultaba esplendorosa cuando
la soltaba durante el día derramándola como cascada sobre sus hombros.
Lógicamente esto producía hipertensión en muchos corazones. Siempre me resultó
difícil comprender como un ser humano como Matilde pudo llegar a sentir algún
tipo de atracción por Pascual. Bueno, ya se dijo alguna vez que la mujer
es la reina del mundo y la esclava del deseo.
En esta historia, yo soy el tercero en
discordia. Además, como lo están viendo, oficio de relator oficial. En lo que a
mí se refiere, solo les diré que soy pequeño por la edad – apenas once años para
doce -, de cuerpo menudo pero con un alto desarrollo mental y hasta intelectual.
Algunos hablan de soy un verdadero prodigio, especialmente cuando tengo que
hacer mi parte en la pista, pero yo no les presto atención. Siempre trato de
pasar inadvertido. Es la mejor manera de vivir. Creo que Matilde es la única que
realmente me tiene aprecio sincero y jamás me hace salir del trailer
cuando pone en práctica el Kama Sutra a dúo con Pascual. Mi presencia la tiene
sin cuidado, como no podía ser de otra manera.
Estas someras descripciones
acerca de los personajes son realmente necesarias, porque complementan el relato
de manera acabada. No tengan apremio por llegar hasta lo que realmente les
impactará los sentidos mientras se empapan un poco de literatura barata, que
nunca está de más. Ya llegaremos a la cuestión que tiene una alta dosis de
erotismo. Mientras tantos, la libido les desarrollará el dinamismo psíquico y…
¡agarrate Catalina que vamos a galopar!
Prosigo. Cuando yo cometía alguna travesura, por minúscula que fuera y producto
de mi santa inocencia, Pascual descargaba su ira sobre mi humanidad, como
aquella noche que iba a ser tan, por tan especial. El golpazo me dio de lleno en
el hombro izquierdo, y a pesar de que traté de esquivarlo, rodé chillando de
dolor y hecho un ovillo. Tampoco me fue posible eludir el último golpe, esta vez
con la mano abierta, que me dio de lleno en la cara. Cuando lo miré con dolor y
angustia, noté que con aquel sopapo culminaba la golpiza. Y así fue.
El hijo de perra se arrodilló a mi
lado y con voz pastosa y un aliento que apestaba a vino barato me espetó:
“Eres incorregible, Lucas. ¿Cuántas veces tendré que explicarte cómo
conducirte? Bien sabes que tus picardías y boludeces me crispan los nervios y no
tengo más remedio que darte unos cuantos golpes para escarmentarte”. Y
se irguió dejando oír un quejido por su problema de artrosis.
Tomó asiento frente a la mesa, se
sirvió medio vaso de tinto barato y lo bebió de un trago. Se limpió los labios
con el dorso de la mano derecha, lanzó un fuerte eructo (“¡Buen provecho,
borracho de mierda!”) Puso en su bocaza una pastilla de mentol y
se arrojó sobre su camastro, con los brazos en la nuca y mirando el techo. Don
Pascual no se había preparado para dormir, sólo estaba aguardando, aguardando…
Respiré tranquilo. La borrasca había pasado. Lo sabía muy bien ya que cinco años
a su lado fueron más que suficientes para conocerlo en toda su dimensión
humana… e inhumana.
Pese a todo, el veterano artista tenía sus momentos buenos; momentos en los
cuales yo podía disfrutar de verdadera paz. Realmente nos llevábamos bien;
éramos el uno para el otro. Pero cuando tenía esos arranques de agresividad,
¡para qué contarlo! Yo no dudaba que en alguna oportunidad se iba a pasar de la
raya y me mandaba al otro mundo.
No puedo dejar de reconocer que el desgraciado había sido un verdadero y gran
maestro para mí. Sería injusto no hacerlo. Fue activo, incansable y sumamente
eficiente en su trabajo docente. Para nuestro acto, que iba inmediatamente
después del de Matilde – preparábamos los enseres de la actuación mientras los
payasos rompían las bolas para jolgorio de todos -, no había descuidado ni el
más mínimo detalle de presentación, utilería, actuación y vestuario. El guión y
su desarrollo fueron en extremo inteligentes y prolijos. Los agotadores ensayos,
previos al estreno, rindieron los frutos que buscaba don Pascual. Eso era
posible notarlo, noche tras noche, en los rostros de los espectadores, grandes y
chicos, que disfrutaban ampliamente con nuestro desempeño en la pista y no
escatimaban aplausos.
“¡Pero todo esto es puro
cháchara! – se estarán diciendo ustedes, y con razón – “¿Cuándo se
llega al quid de la cuestión, hermano?”
Les pido que tengan paciencia, ya que todo le llega a tiempo a quien
realmente sabe ser paciente.
¿Cómo seguía la cuestión? ¡Ah, sí!
Quería comentarles, además, que ya he perdido la cuenta de los lugares que
visitamos durante más de un lustro. Fueron ciudades importantes y pueblos
de mala muerte, pero siempre cosechando aplausos y arrancándole al público
carcajadas y palabras de elogio. Los propietarios del circo nos pagaban muy
bien… Bueno, “nos” es una manera de decir, le pagaban a don Pascual. Yo
trabajo y vivo con él desde que aquella buena gente me dejó a su cuidado, lo que
me resultaba suficiente: permitía seguir contando con un hogar, adecuada
atención médica, buena alimentación y aprender mucho de la vida y tener una
profesión, golpizas aparte. Pascual necesitaba contar un compañero para su
nuevo acto y yo le vine como anillo al dedo. Pero la luna de miel duró muy poco,
lamentablemente.
No quiero pecar de reiterativo, pero tengo que recalcar que por contrariedades
propias de una persona como él, o porque se extralimitaba con la bebida, yo
pagaba los platos rotos. Por cualquier tontería me castigaba, aun sin que
hubiera hecho nada que pudiera enojarlo. Realmente era un tipo jodido. Creo que
le gustaba pegarme porque no podía hacerlo con nadie más. Intuyo que le producía
una honda satisfacción descargar sus enojos y frustraciones sobre mí. Lo ha
hecho tanto durante los cinco años de convivencia, que ya prácticamente me
acostumbré a su pesada mano y a su irascible carácter.
Muchas veces Matilde le recriminó su carácter y le dijo que no me tratara
con dureza; que realmente era muy injusto conmigo por todo lo que representaba y
que diera gracias a Dios gracias que nunca me había lastimado, cosa pudo haber
sucedido en el momento menos esperado. Ello habría acarreado severo trastornos
en nuestra presentación artística. Pascual siempre le respondía que iba a
cambiar su actitud, pero que había que darle tiempo. Luego venía un período de
cierta paz, pero luego de una día volvía otra vez a las cabronadas…
Aquella noche no había función. Después de la golpiza me senté en un
rincón de la casilla y lo miré con odio y con algo de envidia. Estaba tirado en
su camastro, como dije, mirando el techo y saboreando la pastilla de mentol para
mitigar el fuerte aliento. Pascual esperaba; esperaba a Matilde en su visita
periódica. ¡Cristo! ¿Cómo era posible – insisto – que aquella hermosa criatura
pudiera ver algo agradable y placentero en esa bestia bruta, medio calvo, un
poco reducido de peso y con el rostro lleno de arrugas que lo avejentaban a
pesar de sus 49 años.
Yo también esperaba ver a Matilde. Su sola presencia era un remanso de
paz, aunque en ciertos momentos se transformaba en un violento torbellino
pasional, frenético, incontenible, aguijoneada por un no menos ardiente Pascual.
Terrorífico. A pesar de todo lo que yo era, no podía sustraerme a la belleza y
al despliegue físico que la blonda mujer ponía en juego. Poseía una voracidad
sexual imposible de contener. Era todo un espectáculo para la vista y otros
sentidos.
Matilde, sin llamar, entró al
carromato. Pascual casi saltó del lecho. “Por fin, mi cielo”,
le dijo. “Gracias por esperarme, Pascual.
Tenía varias cosas que arreglar antes de venir – me dirigió una mirada,
se me acercó y me acarició y me dijo: ”Hola, Lucas. Espero que estés bien,
mi amor, aunque…”. Luego se acercó a Martín y le dio un cálido
beso en los labios. “Has estado bebiendo – le reprochó – Me
habías prometido que lo harías solo durante las comidas… Además otra vez
castigaste a Lucas, ¿No te da vergüenza? – y sin aguardar
respuesta alguna, que sabía no iba a haber, continuó – Mira,
traje algo para picar: fiambre variado, queso, una ensalada de papas con
mayonesa, pan y un poco de fruta”.
Con rapidez y dedicación, Matilde tendió la mesa y los tres nos pusimos a comer.
Yo realmente tenía poco apetito y solo probé un poco de queso y una que otra
fruta. Me dolía la mandíbula y casi no podía masticar. De tanto en tanto la
chica me hacía algunos mimos, lo que no era del agrado de Pascual. Pero tenía
que tolerarlo, no le quedaba otra. Yo por mi parte, sin emitir ningún sonido,
retribuía su afecto acariciándole la mano.
Terminada la comida, me arrojé en mi
camastro y Matilde le sugirió a Pascual que tirara el colchón en el piso.
“Me siento más cómoda, mi vida, y hoy vengo motivada”,
aclaró sin necesidad. Siempre lo hacían en el piso, lo que facilitaba las artes
acrobáticas de Matilde y su veterano partenaire.
En cosa de segundos, Pascual tiró en el piso una mugrosa colchoneta y la cubrió
con una manta no menos mugrosa. Matilde se quitó la ropa y brilló en toda su
formidable desnudez. Los grandes y firmes pechos, las finamente torneadas
piernas y los bien delineados y sólidos glúteos enriquecían su escultural
cuerpo. Parecía una de las Nereidas tallada por Lola Mora. Resplandecía como un
premio demasiado trascendente para una gorila hediondo como Pascual.
La tomó entre sus brazos con fuerza
arrolladora. “Esto es lo que más me agrada de vos, Pascualito: la fuerza
viril que posees, ese vigor que pones cuando me haces el amor”. Él soltó
un quejido de placer y se arrancó mas que se quitó la ropa. Las manos de
Pascual comenzaron a recorrer la geografía física de Matilde: acarició y beso la
extrema opulencia y belleza de los Montes Urales, bajó besuqueándola hasta
incursionar en la Selva Negra, y se aferró al continente africano como para
irrumpir por el Canal de Suez como una fuerza invasora.
Para la pareja, yo ya no estaba: había desaparecido junto con el
mundo real mientras ellos vivían en su exclusivo universo de sexo sin límites,
donde todo es posible, hasta lo imposible.
El show continuó, como tantas
otras veces, con Matilde abajo y más tarde arriba. La bella dama se sentía feliz
jineteando aquel su brioso corcel humano, mientras emitía gemidos de placer con
cada corcovo de la cabalgadura. No sólo se mostraba como una eximia ecuyere,
sino como una mujer ardiente montando a un chúcaro padrillo al que mordía,
pegaba, estrujaba y arañaba.
Realmente me resulta difícil explicar
algunas de las poses que practicaban previas a la llegada del momento de la
eclosión. Ambos buscaban prolongar el gozo el mayor tiempo posible; eran una
mezcla insólita de brazos, manos, piernas, cabezas; un revoltijo infernal que a
pesar de asaz conocido, siempre me resultaba novedoso. Sus diferentes posiciones
se asemejaban a algunas pinturas de la época cubista de Pablo Picasso. Había que
adivinar dónde estaba cada parte de la anatomía humana. Y en todo ese cuadro
abstracto nada faltaba, ni la sangre, ni el sudor, ni las lágrimas, ni por
supuesto el habano de Winston Churchill…
Y cuando llegó el momento, Pascual
estalló como el Vesubio. Fue una erupción que expulsó torrentes de lava
ardiente, haciendo que Matilde lanzara un agudo alarido provocado por su propia
y terrorífica eclosión sexual.
Ambos quedaron yacientes sobre la
colchoneta, agotados por el esfuerzo, con los ojos cerrados, procurándose el
descanso necesario que les permitiera hacer el habitual “bis”, que
sobrevendría una hora más tarde. Cosa extraña, esa segunda parte llegaba a ser
tan violenta que la casa rodante se lamentaba crujiendo en toda su estructura.
Eran infernales.
Bien, ahí yo hice mi ingreso a
escena. Fue el momento que esperaba para escribir la última página del libro de
mi negra existencia junto a Pascual Regúnaga. Me levanté de mi camastro y con el
mayor sigilo me acerqué hasta la mesilla donde guardábamos el revólver 32 largo.
Ya tenía el arma en mis manos cuando Matilde abrió los ojos, sorprendida y
espantada. Pascual, zamarreado por su amante, abrió los ojos que cuando
enfocaron mi figura se parecieron al dos de oro. Era difícil definir su
expresión cuando me vio con el arma en la mano, sosteniéndola con firmeza y
apuntándole directamente a la cabeza. Un sentimiento de terror se apoderó del
viejo artista, aún fatigado por el esfuerzo de su choque con Matilde.
Soy
muy rápido, una habilidad que adquirí en la pista gracias al empeño puesto por
mi veterano jefe. Y de tal manera me moví para estar fuera de su alcance, aunque
su posición no le era nada ventajosa: recostado y apoyado sobre el brazo
derecho.
Matilde no salía de su asombro y no
emitió una sola palabra a pesar de tener la boca apenas abierta. Solo se
escuchó la voz casi plañidera de don Pascual: “Oye, Lucas, ven aquí…
acércate – extendía su brazo izquierdo tembloroso – dame ese
revólver… sé… se puede disparar y causar una tragedia. ¿Entiendes lo que te
digo? Por favor, querido, acércate”.
Sospechaba, no soy nada tonto, que iba a tratar de convencerme con palabras y
actitudes amables, y que…
“Vamos, Lucas, ven hacia mí. Acércate por favor, no me apuntes… ¡Dios, que no
ocurra una desgracia!… Lucas, ¿me comprendes? Dame el arma, por lo que más
quieras”.
Si
lo dejaba seguir hablando antes de que pudiera hacer lo que tenía planeado
desde hacía mucho tiempo, terminaría por convencerme.
Matilde, muda, absorta e impotente testigo, solo atinó a manotear su ropa y
tratar de ocultar, con un pudor que jamás tuvo ante mi presencia, esa hermosa
desnudez harto conocida. En contraste, el cuerpo desnudo de Pascual se veía
tristemente grotesco; intentaba convencerme, pero no hacía nada por llegar hasta
mí, aconsejado por la prudencia.
“No me mires así, Lucas
– lloriqueó el atemorizado Pascual; su voz había cobrado una
agudeza inefable – Obedéceme, querido mío, entrégame el arma y olvidémonos
de todo…”.
Yo
lo conocía muy bien, insisto. Fueron años. Dejarlo seguir hablando habría sido
mi perdición. Así que, tal como tantas veces lo ejecuté durante nuestro
acto, apreté el gatillo no una, sino seis veces… o tal vez más, no lo
recuerdo. Literalmente lo ejecuté. Todos los proyectiles le atinaron en el
rostro. Ninguno se desperdició. Blanco perfecto. ¡Aplausos!
Cosa extraña: Matilde ni siquiera gritó. Simplemente se desmayo por el terrible
espectáculo. Las balas le pasaron muy cerca; tanto que debió sentir su letal
calor. Su cuerpo con flacidez se fue deslizando hasta quedar sobre el finado
Pascual Regúnaga, que miraba sin ver con ojos llenos de sorpresa.
Solté el revólver y miré por última
vez la escena que semejaba una tragedia de Shakespeare. Abrí la puerta del
carromato y bajé de un salto los cinco escalones de madera. Rápidamente di un
rodeo a la carpa del circo y salí del predio municipal inundado de noche y
rogando que nadie me viera.
Qué maravilloso se me presentó
Buenos Aires. Todo lo veía distinto ahora, las luces, la gente, los árboles,
los vehículos. Las ciudades, grandes o chicas, cambian notablemente con la
huida del sol. Unicamente me preocupaba Matilde y lo que le podría pasar.
Seguramente la iban a culpar de todo, ya que difícilmente le creerían su versión
de lo sucedido. La iban a interrogar a fondo, ella diría toda la verdad, pero no
la creerían por ser algo inverosímil. Tenía la intuición de que podría zafar,
aunque no sé cómo. Realmente lo lamenté mucho por ella, era una buena mujer que
estaba en un lugar poco apropiado en el momento equivocado. Pero no me quedaba
otra salida. ¡En fin!…
Continué mi camino de no ser visto, procurando estar siempre oculto por las
sombras. Pero fue imposible. Una vez más la Ley de Murphy se cumplió: si
pretendes pasar inadvertido, todos los ojos del mundo estarán sobre ti. Un
chico, de unos siete años, que iba tomado de la mano de una mujer, emitió una
exclamación de asombro. Busqué refugio en el zaguán de una vieja casona. Y hasta
aquel improvisado refugio me llegó la chillona voz del pequeño:
“¡Mira… allá, mamita! ¡Un monito… un monito! Está en aquella casa, mamita…
en aquella casa…”.
La
mujer, impaciente, ignoró la advertencia de su hijo. Zamarreándolo del brazo, lo
hizo continuar caminando.
* * *
CONCLUSION:
Causa y efecto. El estigma de una vida desgraciada, llega a ser una experiencia
dura y amarga, pero también un acicate que suele ir alimentando poco a poco el
furor del odio hacia el individuo que exageró de su fuerza y apeló a las
afrentas para sojuzgar a otros. Sin embargo, la esperanza de una vindicación, en
el momento oportuno, se torna en una dulce, justa y apropiada venganza hacia
quien abusó sin razón del poder para hacerle a otros ignominiosa la vida. La
libertad es el premio mayor.
San Carlos de Bariloche, Patagonia Argentina, 10 de marzo de 2003