Aunque el libro aún está en elaboración,
la actriz uruguaya China Zorrilla
ya tiene pensado cómo va a titular sus memorias. “Desde chica me obsesionó
un episodio que atribuyen a la vida de San Francisco. El santo de Asís caminaba
por el campo seguido por sus discípulos que lo escuchaban y lo querían. De
golpe, uno de los discípulos dice: “Mmm, ¡qué olor feo! ¡Qué es lo que
huele de forma tan espantosa!”.
Otro dice: “Acá hay un perro muerto, mirá qué horror. Tiene las tripas
afuera, debe de hacer varios días que está muerto. Los coágulos están secos,
los pájaros le han vaciado los ojos, le salen bichos por las órbitas…” Y
San Francisco comenta sonriendo: “¡Qué lindos dientes tenía!” …Yo me he
pasado la vida buscando los dientes del perro y siempre los he encontrado. Creo
que esto es una filosofía de vida. Por eso me gustaría que mi libro de
memorias se llame Los dientes del perro.
Tanto los uruguayos como los argentinos
sienten como suya a esta mujer de 80 años, culta, optimista, llena de gracia y
agilidad, que desarrolló la primera etapa de su carrera teatral en Montevideo,
y luego tuvo una larga actuación en teatro y cine en la Argentina con más de
30 títulos.
“Desde siempre venir a Buenos Aires me
produjo la sensación de ir un poquito más lejos que a Colonia o a Carrasco.
Siento que no cambio de país sino de orilla, lo cual es muy distinto. Yo digo
que el Uruguay es como la Argentina, pero con un cero menos: no somos 35
millones sino tres millones y un poco más. Y esa sensación de unidad del Río
de la Plata la mantengo aún hoy.
China es nieta del escritor Juan Zorrilla
de San Martín, llamado “el poeta de la patria”, que también fue embajador
uruguayo en España. Su madre era argentina y el padre, un escultor destacado
que nació en la embajada uruguaya en Madrid.
“Cuando tenía apenas un año, a mi papá
le encargaron la realización del Monumento al Gaucho, en París, así que
marchamos todos a Francia, donde viví hasta los cinco años. Luego volvimos a
Montevideo”, recuerda la actriz que habla perfecto francés e inglés.
“Mi familia en el Uruguay era muy
pintoresca. Por el lado de papá eran católicos, ortodoxos, de comunión
diaria, pero con ideas políticas muy avanzadas y progresistas. Por el lado de
mamá, en cambio eran masones, medio ´conserveti´. Cuando de joven empecé a
dedicarme en el Uruguay al teatro, la familia de mi mamá decía: ´Ay, cómo
estarán los Zorrilla, sobre todo el tío de ella, el jesuita…´, y el jesuita
estaba bailando la jota de felicidad de tener una sobrina actriz. Eran los
masones los que estaban de duelo. Mi abuelo Zorrilla, el poeta, me decía: ´Tú
me vas a dar el gusto que no me dieron mis catorce hijos. Te vas a dedicar al
teatro´”.
En los años 40, China ya hacía teatro
independiente en su país, cuando recibió la beca que había solicitado, a
espaldas de su familia, para estudiar en la Royal Academy of Dramatic Art de
Londres.
“A los 24 años dejé Montevideo, a mi
papá, a mi mamá y a mis cuatro hermanas, para irme a una ciudad bombardeada,
destruida”. Y al llegar a Londres, en plena posguerra, China no imaginaba que
allí aprendería una verdadera “lección de vida”.
“Recuerdo que no había calefacción,
cortaban la electricidad cinco horas por día, no se podía vender leña ni carbón.
Yo me ponía la ropa de esquí para dormir: calzoncillo largo, medias gruesas,
botas, suéter, gorro y guantes, y me metía en la cama. Teníamos una libreta
para el racionamiento de la comida, con la cual uno compraba las escasas
raciones de sal, azúcar, panceta, quesos, huevos… Pero en esa ciudad recibí
una lección de vida. Pues ése era todo un país de fiesta. No por haber
triunfado en la guerra, sino porque la guerra había terminado. ¡Se acabó! ¡No
hay que seguir matando! Era una felicidad…”
De sus recuerdos de aquella época surge
una anécdota que hace algunos años le contó Susan Barrantes, la madre de
Sarah Ferguson, que vivía en el mismo barrio londinense.
“Susan iba siempre con su papá al almacén
porque le divertía que le arrancaran el papelito de la libreta de
racionamiento. El dueño del almacén del barrio tenía harto al papá de Susan
-un hombre muy rico-, pidiéndole una beca para su hija: ´Señor Wright, consígale
una beca. Es muy talentosa. Yo le pago nada más que la escuela pública pero
ella necesita grandes colegios, grandes bibliotecas porque lee y quiere ser
alguien´. ¿Y quién terminó siendo la hija de nuestro almacenero del barrio? Pues
Margaret Thatcher. ¿No es increíble?”
A l regresar al Uruguay, luego de dos años
en Londres, la actriz se sumó al elenco de la Comedia Nacional, donde durante
una década interpretó un repertorio de obras clásicas españolas, hasta que en 1961 fundó el Teatro de la Ciudad de Montevideo junto con
Enrique Guarnero y Antonio Larreta.
En su país compartió escenario con
Margarita Xirgu en obras como La Celestina, La loca de Chaillot, Don Gil de las
calzas verdes y Bodas de sangre. “Ella llegó a vivir a Montevideo y tuve la
suerte de ser su colega. Yo la había admirado desde siempre y ahora estaba en
el mismo escenario con ella. Era una mezcla de Simone de Beauvoir y la vaquera
de la Finojosa; era como una campesina, pero feroz con sus alumnos.”
En su carrera a China le gusta definirse
como una “transgresora a la inversa”: “Recuerdo que una vez el cómico
Alberto Olmedo me dijo: ´¿Qué hacés en el escenario para hacer más taquilla
que el gordo Jorge Porcel y yo?, ¿te desnudás?´. ´Al contrario, le dije. Me
tapo. Yo soy una transgresora a la inversa, por eso me tapo.´”
China logró una espontaneidad y frescura
únicas en el escenario y en las pantallas de cine y televisión.
En el caso de Esperando la carroza
(1985), aunque el público haya visto muchas veces la película, China es capaz
de hacer reír una y otra vez con su personaje de típica señora de barrio.
Pero también alcanza cimas de emoción y ternura en Darse cuenta (1984) o en
Besos en la frente (1996). Cualquier papel que haga, en teatro o televisión,
por más pequeño que sea, parece tomado de una clase magistral de actuación.
En las dos orillas del Plata el público la adora y ella disfruta de ese afecto.
“Una de las cosas buenas que he tenido
en la vida es no haberme acostumbrado a las cosas buenas. Nunca pensar en lo
bueno cuando ya pasó. No es cuestión de decir a los ochenta años: ´¡Qué
lindo era tener veinte años!´, ¡Decilo a los 20! Así también me digo: esto
es un aplauso, esto es una crítica, este es el público que me quiere y por
suerte no me acostumbro a todo esto. Así que si alguien me quiere parar por la
calle, que no deje de hacerlo porque me da mucho gusto”.
Esta filosofía de disfrutar lo que le
toca vivir, sea lo que sea, no priva a China de hacer su apología de la
“envidia” en una reconsideración muy particular de esa palabra.
“La ´envidia´ tiene mala prensa, pero
yo creo que es una palabra que hay que reconsiderar. Cuando yo era chica, muy
comúnmente se decía ´sos una envidiosa´, como si fuera un insulto, como si
se dijera ´sos una prostituta´. Pero yo no me siento culpable cuando siento
algunas envidias. Yo envidio a mis hermanas que a diferencia de mí, se casaron
y tuvieron hijos. Las envidio y no me siento culpable. ¡Hay que cambiar el
concepto! Hay que envidiar por ejemplo al médico que descubre un remedio que el
día de mañana puede curar el cáncer, ¡qué envidia que haya un benefactor así!
Yo lo envidio y no me arrepiento.
Así como propone una reformulación de
la “envidia”, China tiene una fórmula muy especial para enfrentar otros
sentimientos complejos, como el “miedo”.
“Hace ya muchos años, una noche tenía
que atravesar el parque Zorrilla, en Montevideo. De pronto me di cuenta de que
un hombre me estaba siguiendo y yo estaba sola. No tenía salida. ¿Qué hice?
Lo encaré y le dije: ´Señor, no sería tan amable de acompañarme que tengo
miedo´. La cara de ese tipo, la transformación de posible violador a Robin
Hood, fue increíble. Y me acompañó, …hasta creo que le tomé el brazo”.
China siempre ha disfrutado contar estas
experiencias que unen términos opuestos como miedo y confianza, vida y muerte.
“Yo crecí en un mundo muy particular,
con un padre escultor que se dedicaba en su taller a construir estatuas y
monumentos. Yo veía cómo un molde pasaba alternativamente del ´negativo´ al
´positivo´, ¡y todo era la misma estatua! Mi papá hacía una figura de yeso
con la que imprimía un hueco en la tierra. Ese era el ´negativo´. Allí papá
vaciaba el bronce líquido y luego obtenía la figura en ´positivo´. Ese
bronce líquido que era directamente fuego, se transformaba al enfriarse en una
figura sólida”.
Con esa familiaridad que aprendió la
alternancia de términos opuestos, puede hablar de la vida y la muerte. “El
que dice que no piensa en la muerte, miente o es bobo”, afirma.
En esta actitud la ayudó también su
experiencia familiar. “Tuve dos padres maravillosos que fueron muriendo de la
única enfermedad incurable que hay, que es estar vivos. Papá murió casi a los
90 años y mamá a los 94. Lúcidos los dos. Se fueron apagando como dos
velitas, hablando hasta el último día de cosas sensatas. Mamá dijo aquella
frase memorable, que quiero que todo el mundo conozca, porque es lo más
importante que he escuchado sobre la muerte”, recuerda conmovida.
“Ella le había tenido siempre un
terror proverbial. Pero el día antes de morirse, mientras estaba tomando el té
en su enorme cama de columnas modeladas por papá, me llamó y me dijo: ´Mirá,
China, qué bien hechas que están las cosas. Ahora que es inminente mi paso al
otro mundo el miedo le ha dejado lugar a la curiosidad´. Y a las pocas horas,
con la sonrisa de un chico que entra en un parque de diversiones, miró por la
ventana y se murió.
“Para mí, esto fue la desmitificación
de la muerte. Ella era una vieja sabia”.
Además de su vasta carrera actoral,
China tuvo una labor intensa como directora, traductora de textos y dramaturga.
Hace dos años creó el espectáculo Había
una vez…, basado en sus experiencias actorales y de vida desde 1946, que
presentó en lugares tan dispares como Tel Aviv, Barcelona o Ushuaia.
La obra concluye con un relato que tiene
que ver con este amor que ella experimenta por la vida, con todas sus luces y
sombras. China saborea cada palabra al repetirlo de memoria:
“Lo colgaron de los pies, estaba
cubierto de sangre, tenía frío, lo golpearon, un dolor lacerante le atravesó
el pecho, lo golpearon, se ahogaba. Entonces, casi en seguida, lloró y aulló
su miedo. No entendió, no sabía de palabras, cuando alguien dijo: ´¡Es un
varón, señora!´”.
Material cedido por Selecciones
del Reader”s Digest