Casi siempre blanco, grande, con bordados y puntillas, de hilo, ese hilo suave a las manos y a la plancha, “suizo”, manteles hechos por las monjas en los colegios religiosos.
Lo importante “era de la abuela”, conservado y cuidado con mucho amor y delicadeza. Y así lo usábamos para las fiestas, primero e infaltables las fiestas de comunión, los hijos, los sobrinos y los nietos (sobre todo).
Esos manteles blancos impecables y perfumados a los que a veces les iba quedando algún recuerdo, esa imperceptible manchita amarillenta que nos hacía pensar… esto fue… si claro. ¿Te acordás? ¡En el casamiento de la tía!
De esta forma recordábamos momentos, anécdotas, episodios, cosas que pasaban sobre el mantel y alrededor de él. ¡Y las fiestas navideñas! Esas maravillosas cenas con los centros de flores, las copas nuevas, los platos relucientes y los mejores cubiertos.
¿Ellos se darán cuenta? Si supieran cuán importantes son para nosotros, llevan una carga de recuerdos incomparables, algunos que no se volverán a repetir.
Y el mantel, aunque “gastadito” pasará de mano en mano, de generación en generación, para seguir acumulando recuerdos maravillosos de todo lo vivido en cada una de las familias que lo posea.
A sonreír, y… a no pensar en las manchas, que cada una de ellas también nos hagan sonreír.
Hasta pronto y… chaucito
Por Norma Gramano
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