Con mi pareja llevábamos muchos años conversando la posibilidad de tener hijos. Y aunque no nos faltaban ganas, el obstáculo mayor consistía en mi falta de madurez y en su enfermizo temor al parto.
Tanto así, que, a veces, al conversar con ella y mis cuñados, su hermana y su esposo, siempre me sentía impactado cómo se enfermaba mi señora cuando el tema caía nuevamente en la maternidad aplazada de ella.
Sólo el conversar de un posible embarazo bastaba para que ella empezara a tener malestares cayendo definitivamente en cama por lo menos una semana.
Y por el otro lado yo, que ansiaba ser padre, escuchaba de la boca de mi cuñado cuando conversábamos y me contaba cómo tuvo que ir alejándose de su familia y de sus amigos hasta restringir mucho sus tiempos con ellos porque se lo dedicaba a sus hijos y señora, y después, siendo más grandes, ellos, los niños, demandaban más tiempo aún.
Y aunque ellos se veían cansados y ojerosos, en sus ojos siempre brillaban de alegría y felicidad, a mí me era difícil imaginarme sin poder ver a mi madre tan seguido como lo hacía hasta hoy y, tampoco, me imaginaba dejando de ver a mis amigos, si eran buenos amigos y de años de infancia.
Cada vez que pienso en eso, se me aprieta la guata pensar lo que me podría pasar si tengo un hijo ahora. ¿No será mucha dedicación? ¿Y la responsabilidad que ella significa?
Por más que le daba vueltas al asunto más descabellado y lejano me parecía el tema de la paternidad.
Después de habernos encontrado muchas veces en un callejón sin salida cuando tratábamos el tema tratamos de darle otra vuelta al asunto, buscar alguna alternativa para que no nos viéramos obligados a sufrir un parto, por parte de ella, y yo no perder la escasa libertad que me daba el estar con pareja y viviendo junto a ella.
No era egoísmo era inmadurez. Así nos conseguimos una mascota. No era igual, pero sirvió para atenuar un poco esa sensación de vacío que teníamos cuando nos encontrábamos solos en nuestro departamento.
Sin habernos propuesto evitábamos mirarnos a los ojos cuando veíamos que ese perro dejaba patas para arriba todo a su paso. Había un no sé qué de culpabilidad al hacerlo.
Era distinto, era como si quisiéramos apagar en nuestra conciencia nuestra irreflexión con la llegada de algo que nos sacara de la abulia y nos obligara a cambiar de conversación, sin tocar ese tema que se había vuelto espinudo entre nosotros.
La verdad es que ignoro porque nos hacía tanto daño el tocar el tema. A ambos nos parecía importante ser padres, pero el reemplazar (ese reemplazar entre comillas) a nuestro posible hijo con un perro era algo que secretamente nos incomodaba, aunque disimulábamos bien.
Con el pasar del tiempo, cuando ya nos dimos cuenta que habíamos mal criado al quiltro y lo habíamos convertido en un animal casi indeseable por quienes nos visitaban y a quienes íbamos a ver tuvimos que enfrentarnos nuevamente a la disyuntiva de tener que hablar sobre el tema del hijo deseado, pero rehuido.
Después de darle muchas vueltas al asunto, y después de haberlo comentado muy sutilmente con el cuñado de mi pareja, que parece que tiene el mal hábito de leer entre líneas nos dijo:
– Lo que pasa es que ustedes han disfrazado su deseo de ser padres al acoger a ese perro, que no es malo, pero no es lo que en el fondo de su corazón quieren. – y antes que pudiéramos replicar que estaba errado, nos soltó – el problema radica en que ustedes quieren ser padres, pero no saben enfrentar la paternidad y la maternidad sino como un obstáculo en sus vidas, no como un paso de realización y de comunicación entre ustedes dos y su hija.
La belleza de la maternidad y de la paternidad no estriba en cómo los hijos llegan a nuestras vidas sino en cómo nosotros nos acostumbramos a amarlos y ayudarlos a entender el mundo que les rodea.
La inmensa satisfacción de tener un hijo, así con todas sus letras, está en poder sentir que eres gestor de vida y esa vida te reclama a cada instante por no traerlo y escudarte en una aparente decisión posterior, cuando en realidad es lo que más desean.
Miren sus corazones y vean si son felices criando a su perro o sienten un real vacío en sus corazones. Ahí, una vez que vean el hueco que tienen allí, entonces podrán decidir mejor. Y eso no significa que ustedes sean los que lo procreen.
Después de semejante discurso mi pareja se encerró en el dormitorio y lloró todo el día. Yo tuve que decir que iba a ver a mis padres, para poder pensar en el golpe en el estómago que nos había dado ese hombre.
¡Qué se habrá creído! Nos cuestiona, como él ya es padre cree que todo el mundo está listo para traer un hijo al mundo… ¡¡¡¡Y lo peor de todo es que tenía razón!!!!
Caminando en círculos que me alejaban más que me acercaban a la casa de mis padres, repasé su comentario, y así pensativo me fui a la casa de mis viejos.
Al llegar encontré a mi hermana menor que estaba dichosa, pues después de 5 años de casada al fin había logrado quedar embarazada. Se reía sola y todo el rato comentaba lo feliz que estaban con su esposo.
Que tenían tantas ilusiones, que se iba a cuidar para evitar sustos o pérdidas. Era una verborrea tan apabullante como el discurso que nos mandó el cuñado ese…
Cuando ya no tuve qué más hacer allí volví despacio, muy lentamente, mascando una resolución en la cabeza. Tal como “ése” decía había que tomar el toro por las astas.
Llegué a casa, encontré a mi señora en cama diciéndome que se sentía enferma. Que le dolía todo el cuerpo. Otra vez estaba escondiendo la realidad, así que después de darle un analgésico y de darme miles de vueltas decidí encarar la situación.
– Sabes mi cholita, he estado pensando lo que nos dijo ese gil de tu cuñado. Me dejó quemado con su comentario.
Ni que fuera tan fácil… – ahí, se puso a llorar silenciosamente – y aunque me picó en el orgullo su discurso debo reconocer que le achuntó medio a medio conmigo – aquí ya los llantos eran más ruidosos – y creo que también a ti te pegó alguna bofetada – estalló en un llanto desgarrado y doloroso, yo me sentía impotente ante su dolor y su frustración, así que preferí terminar el asunto de una vez – quiero adoptar un hijo.
Y como no sé como se hace, ¿qué te parece si apadrinamos a un niño para ir conociendo mejor esto y si nos va bien lo adoptamos?
Pero la verdad es que ya no me quiero sentir así de mal, como ahora me siento. – la miré con detención, puso rostro de desconcierto, me senté a su lado y la abracé, sentí como se estremecía en mi pecho, era un desmoronamiento tan grande que me tenía algo asustado.
Esperé un momento, le levanté la barbilla, la miré a sus ojos esperando una respuesta y aunque en sus ojos se veía que la propuesta no le parecía mal, dentro de sí se libraba una batalla poderosa.
Después de un largo momento de silencio y llanto, cuando yo ya estaba pensando que había interpretado mal su mirada, ella se calmó un poco y sorbiendo los mocos, me miró fijo, entre furia y resolución:
– Esta bien – murmuró entre dientes – ¿qué te parece si lo conversamos más y vemos la posibilidad real de esto?
No podía creerlo, había aceptado conversarlo. Acepté con una mezcla confusa de alegría y pena.
Después de haberlo debatido un par de días, acordamos en ir de visita a algún hogar de menores de escasos recursos para ver a quién apadrinar. Así fue que llegamos a un hogar que nos sugirieron unos amigos.
Recorrimos sus salas, sus dormitorios, una piedra me pesaba el corazón, era tanta la tristeza que había en esos ojitos pequeños, en su mayoría huérfanos.
Se sentía en el aire una fuerte sensación de abandono en sus miradas. Conversamos con el Director del establecimiento, le explicamos que queríamos un niño de a lo más 4 años de edad y que tuviera solo en el mundo.
El hombre se sonrió algo irónico y nos dijo que por algo estaban ahí, porque si tuvieran alguien cercano no los estarían cuidando ellos. Nos hizo sentirnos algo fuera de contexto, pero parece que notó nuestra incomodidad pues sobre la misma nos dijo que basado en eso datos quedaban sólo tres niños, nos mostró las fotos de ellos.
Cuando estuvimos con esos retratos en nuestras manos nos fue simple escoger a quien se convertiría en nuestro ahijado. Su nombre era particular, Erto. Le preguntamos si el nombre se lo habían puesto ellos o si cuando lo acogieron ya lo tenía.
– Les contaré algo que nos pasó muy curioso con él – dijo pensativo – él llegó a esta casa y nadie sabe cómo, cuando ni quien lo trajo. – al ver nuestra cara de asombro, nos explicó:
– Habitualmente los niños que llegan aquí son enviados por el Juzgado de Menores o de alguna asistente social que ha logrado ver más allá de su escritorio, sin embargo con Erto, eso no ocurrió.
Un día, recuerdo bien que fue en enero del año pasado, estaba haciendo mi ronda por los pasillos cuando unas risas alegres se escuchaban en el patio, como comprenderán ustedes, no es muy común escucharlos reírse con tantas ganas, la mayoría sabe que seguirán aquí hasta los 18 años cuando ya el hogar no los pueda albergar y tendrán que irse a rebuscárselas solos en la vida.
Así que me asomé a la ventana y vi a Erto en medio de los niños contándoles algo que hacía que los niños rieran tan alegremente.
Desconcertado porque no recordaba haberlo visto antes, fui a la dirección a hablar con mi secretaria que lleva el registro de los ingresos y grande fue mi sorpresa cuando ella me respondía con la boca abierta que no había ningún registro nuevo desde hace dos semanas.
Como yo insistí en que había un niño nuevo, ella, en vez de ir por el pasillo, salió casi a carreras al patio adonde contempló lo mismo que yo, Erto contaba una historia y los demás niños, bastante más grandes que él algunos, lo miraban con los ojos abiertos llenos de alegría.
Giró en redondo para decirme con sus ojos que no le conocía, volviendo a girar, caminó trastabillando para acercarse al grupo de niños y se quedó escuchando.
Cuando Erto terminó la historia, mi secretaria le toco el hombro y vio unos ojos hundidos y tristes que casi la hacen caer de espaldas, eran tan profundos que abismaban, como lo comprobaría yo después.
No eran ojos de sufrimiento personal, era como que tenía una pena más allá de sus capacidades y conocimientos, y, ojo que estoy hablando de un niño de apenas tenía 3 años.
Mi secretaria se acuclilló frente a él y le preguntó quién era: “Erto” respondió y no pudo saber nada más. Desde ese día ha estado entre los niños, los hace cantar canciones hermosas llenas de esperanza, aprendidas quizás desde cuando y enseñadas por quien sabe quién.
Nunca nos ha podido explicar por qué llegó a este Hogar y quién lo trajo, pero que es un niño especial, lo es.
Nos miramos desconcertados con mi señora, pues esa misma sensación habíamos tenido cuando vimos su foto. Después de guardar silencio un rato, sin haberlo acordado, acordamos con el Director el horario de visitas. Era a él a quien queríamos cerca de nuestras vidas.
La vez siguiente, el Director nos sugirió que lo acompañásemos a recorrer el Hogar y así ver a Erto inserto en medio de los niños.
No teníamos muchos deseos de dar ese paseo pues había sido muy deprimente para nosotros tanta tristeza dibujada en los ojos de esos pequeños niños, pero ante la insistencia del Director, aceptamos de mala gana y comenzamos el recorrido.
Nos sorprendió ver que este señor iba a paso tan raudo recorriendo los distintos salones y dormitorios, era como si no quisiera que viésemos nada, aunque, aún así, pudimos ver esa pesadumbre de alma en el ambiente.
De pronto una carcajada múltiple llega a nuestros oídos, instantáneamente el Director aminora la velocidad de su paso, relaja los hombros y sus facciones.
Llegamos a un salón grande, algo así como un casino de escuela, muchos niños estaban con la cabeza baja escribiendo o pintando, al parecer.
Otros, tal vez los más inquietos escudriñaban para un lado u otro del salón como esperando algo, y un par por ahí estaba de pie pidiéndole a otro niño algún objeto prestado.
Lo que me llamaba mucho la atención era el silencio que reinaba en el recinto, casi se hubiera podido pensar que estaba vacío, tanto era el silencio que reinaba allí.
Entre todas esas cabecitas no podía distinguir donde estaba Erto. De pronto escucho una voz suave, pero firme que relataba una historia en donde un viajero recorría un desierto de un lejano continente, en una tierra extraña y ajena.
Su forma de dibujar el paisaje antojaba acompañar al hombre que realizaba esa travesía en soledad, pero con la calma de su relato inspiraba una paz interior que se veía reflejada en el rostro atento de los niños que estaban allí, ninguno levantaba la cabeza ni interrumpía su trabajo, pero no dejaban de poner atención a esa historia.
El Director guardó respetuoso silencio hasta que la historia conmovedora terminó. No recuerdo bien, pero daba la sensación de que el protagonista de la historia buscaba algo o alguien importante, que por esa razón había empezado su peregrinar por esas áridas tierras.
– ¡Erto! – llamó el hombre, con respetuoso tono de voz – te buscan.
Un niño alzó la vista en dirección nuestra y, allí estaba, justo en el centro de la sala. Su boca dibujaba una dulce sonrisa, aunque sus ojos aún trasmitían una soledad de alma, distinta a los que lo rodeaban.
Se levantó entonces, se acercó con sus pasos menudos hasta aproximarse a nosotros.
– Esta gente quiere conocerte – le dijo el Director – quieren saber si tú quieres ir con ellos a pasear.
– Sí, – dijo él sin mirarnos. – ¿a dónde iremos?
– A pasear, a conocer algunos lugares, a servirnos algo – le dije algo inseguro – ¿te parece?
– Bien – respondió el niño – ¿debo llevar algo?
– Sólo algo abrigador porque aún hace algo de frío – le dijo mi señora. El pequeño asintió y salió de la estancia rumbo a su dormitorio, pronto estuvo con nosotros, con una chaqueta en su mano.
Salimos del hogar y caminamos en silencio, algo incómodos nosotros. Al subir al microbús que nos llevaría al centro de la ciudad, recién pude articular alguna palabra.
Le pregunté la edad, y qué le gustaría hacer. A todo respondió con amabilidad, sorprendiéndonos con la petición de ir a alguna Iglesia en donde se viera la imagen de Cristo sin cruz.
Nosotros que no somos muy practicantes, por una experiencia no agradable con ciertas personas, que nos hizo alejarnos de la Iglesia, nos parecía extraña la solicitud de un niño.
Así que después de hacer un poco de memoria, optamos por llevarlo a la Catedral de Santiago que si bien no tenía una imagen como él quería podía sentirse a gusto con el lugar.
Desde ese entonces cada fin de semana íbamos a buscarlo, varias veces estuvo en casa. En una de esas ocasiones se lo presentamos a nuestros cuñados.
Mi cuñado, que le encantan los niños, pronto hizo buenas migas con él y ya estaba jugando con él y su hijo pequeño y se reían con tantas ganas de las locuras de los tres que hasta sentí celos de esa amistad.
Una tarde de almuerzo juntos un poco antes de que fuéramos a ver a Erto, mi cuñado me dijo:
– Me llama la atención Erto, no parece un niño común – esto nos sorprendió mucho porque eso no lo habíamos comentado antes con nadie, nunca mencionamos el comentario del Director del Hogar – es demasiado sabio para ser tan chico. Me da la sensación que trae un conocimiento que no le fue enseñado por nadie.
– Eso mismo nos dijo el Director – respondí dudoso. Y les referí lo que nos había contado, mi cuñada abría los ojos sorprendida, mientras mi cuñado me miraba con mucha atención y sólo una gran sonrisa se dibujaba en el rostro.
– ¿Me permites buscar información sobre esa sabiduría tan poco común en un niño de 4 años? –preguntó una vez que el silencio se impuso después de mi relato.
– Sí – respondí algo incómodo, habitualmente él siempre me dejaba con escalofríos cuando alguna idea se le metía en la cabeza. Ya esperaba cualquier revelación inesperada.
Cuando ya íbamos de camino me empecé a arrepentir de haber aceptado. ¿no podía ser un niño común y corriente? ¿No había llegado desde la calle?
Y a medida que me iba formulando este tipo de preguntas, las respuestas se fueron sucediendo con tanta claridad que me dejaron algo molesto.
Al pasar el tiempo, mi cuñado me dijo que había conseguido un dato interesante. Y que cuando lo tuviera me lo haría saber, por ahora no quería adelantar nada para no decir algo equivocado.
Al fin de semana siguiente, después de un año de estar en contacto con Erto fuimos a verlo para que pasara un fin de semana con nosotros, pero como no queríamos que él se sintiera extraño, decidimos con mi señora salir a ver el Museo de San Francisco para que Erto se sintiera en paz en medio del tumulto de la ciudad.
Así que eso hicimos, recorrimos el lugar. Cuando pasábamos cerca de la puerta de entrada, vimos sorprendidos a mi cuñado parado en las afueras. Erto, lo reconoció y corrió a saludarlo, nosotros lo seguimos algo extrañados de verlo aquí.
– Hola –nos dijo cuando llegamos donde estaba él – le traje un regalo a Erto, creo que le va a gustar. Erto levantó la vista con una sonrisa muy distinta a lo que habíamos visto anteriormente, como si supiera de antemano lo que mi cuñado estaba haciendo allí. Se agachó y le entregó un juego de tres tarjetas de hermosos colores celeste cielo.
Dentro de ella se veían dibujos alusivos al nacimiento de Jesús, el primer dibujo decía “Alégrate Hija de Sión porque nos ha nacido un Rey” y sobre ese texto estaba una imagen del pesebre en donde había nacido Cristo.
Y así otro donde mencionaba a los Reyes Magos que venían desde lejos siguiendo la estrella de Belén.
Erto las miró con el rostro radiante, en su mirada se dibujaba claramente una gran felicidad.
De pronto tomó esas postales las apretó contra su pecho y una lágrima rodó por sus mejillas, pero no era de pena, era como de dicha plena.
Miramos a nuestro cuñado con asombro quién miraba con gran dulzura y respeto esa lagrima. Se enderezó y nos dijo.
– Este niño, es muy especial porque en realidad no se llama Erto sino Jetro – al decir esto Erto levantó la cabeza sonriendo – y es quien conoció a Jesús cuando nació y cuando murió, es el primero y el último en verlo.
Nosotros no podíamos dar crédito a lo que nos decía, manteníamos la boca abierta. Sobrecogidos por el asombro.
– Él es en realidad Melchor, uno de los Sabios de Oriente. Conoció a Jesús al nacer en el pesebre, por eso la tarjeta que le traje le recuerda el largo viaje que hizo por el desierto antes de encontrarse con los otros Sabios – aquí un golpe de recuero se me vino a la cabeza cuando conocimos por primera vez a Erto o a Jetro, como quiera que se llame, pues en esa ocasión él comentaba un viaje por el desierto de un hombre solo que iba en busca de alguien importante – él tiene esa sabiduría tan grande porque había estudiado mucho sobre la llegada del Mesías sin ser judío como el pueblo en el que nació Jesús.
Y la tristeza en sus ojos se debe a que vio morir a Jesús en la cruz – otro recuerdo se me vino a la cabeza cuando Erto nos pidió que lo lleváramos a donde no estuviera Jesús crucificado. El dolor de ese instante debe haber sido enome.
– Cuando él vio a Jesús morir en la cruz su corazón, que era ya anciano no pudo resistir y falleció el mismo día que Jesús, pero sin esperanza, porque él no supo de la resurrección de Jesús al tercer día. Ya había fallecido en ese día.
Erto o Jetro miraba con los ojos anegados de lágrimas con el rostro agradecido. Se había reencontrado consigo mismo. Mi cuñado se despidió de nosotros con un gran abrazo, muy cálido, como si nos estuviera agradeciendo algo. Después se acercó a Jetro y le dijo con mucho respeto:
– Gracias por haber venido Jetro, le agradezco que haya podido darnos un poco de su amor y sabiduría. Me puedo ir feliz. Me ha dado una nueva fuerza para seguir creyendo en Dios y en Jesús.
Dicho esto se fue con los ojos llenos de lágrimas dejándonos a nosotros perplejos y sin poder movernos de donde estábamos, ajenos a todo lo que pasaba a nuestro alrededor.
Han pasado los años, Jetro ya tiene 12 años y cada vez que puedo le pido que me cuente alguna historia de su vida y en otras ocasiones me arroba con sus canciones milenarias en alguna lengua que no conozco ni entiendo, pero que me producen mucha paz.
Quizás Dios consideró necesario que yo aprendiera a ser padre y guardián de un niño especial Y Jetro sí que lo es. De hecho desde que lo adoptamos, nuestras vidas han cambiado de tal manera que no hemos podido dejar de asombrarnos de los cambios que hemos experimentado en nosotros mismos. Jetro nos ha convertido en personas mucho más humanas y, aunque no nos ha sido fácil, más cristianas.
A veces, conversa con mi cuñado y pareciera que fuera Jetro un Maestro y mi cuñado un discípulo. Y él no ha vuelto a decirnos nada extraño ni tampoco nos explicó nunca cómo supo quién era en realidad este niño, parece que vio que sólo Jetro nos podía cambiar.
Si quieres aprender a escribir, inscríbete ahora gratis en nuestro Taller Literario haciendo clic aquí.