Seguí caminando, disfrutando de los maravillosos jardines cercanos en mi querido barrio bonaerense. Cada jardín era un asombro nuevo, cada perfume otro recuerdo querido. Hasta que a pocos pasos más, encontré la punta de la línea que me iba llevando de la nariz.
Y allí las vi, increíble, racimos y racimos de glicinas que con un color que las hacía confundir con el cielo, adornaban un paredón que parecía pintado por Miguel Ángel.
Detuve mi caminata a mirar, oler, disfrutar con todos mis sentidos de este regalo inesperado que me brindaba mi barrio. ¡Es tan difícil encontrarlas! El caserón, muy viejo, no pude evitar que me asaltara el temor lógico ¿Y cuando tiren esta casa abajo? El cambio de dueños, el progreso edilicio, el crecimiento del barrio.
Todos perderemos, ya no podremos disfrutar de estas maravillosas flores color celeste cielo que parece haber sido sembrada por ángeles.
Y en mi recorrido y al cruzar las vías, también pensé en las enredaderas que siempre creciendo solas a lo salvaje, daban a los alambrados el tapiz azul y blanco de Las Campanitas.
Recuerdo que cuando era chica en las vías se encontraba una flor que a nosotros los chicos nos dejaba sorprendidos por su hermosura pero también por su nombre.
La llamábamos Los Clavos de Cristo, su diseño era espectacular y era una flor que por respeto no dañábamos, su nombre era para nosotros, una señal de verdadera admiración.
Mi camino me sorprendía a cada instante, los jardines rebosaban de flores de todas clases y colores, pero los perfumes exquisitos me llevaban de un lado a otro de los recuerdos con pinceladas nostalgiosas por lo vivido y sentido a través de cada uno de ellos.
Perfumados recuerdos que nos ayudan a sonreír
Hasta pronto y… chaucito.
Por Norma Gramano
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