Corríamos hasta la esquina para dar la vuelta y buscar ávidamente la presencia
del abuelo. Y allí estaba sentado en su silla de mimbre con su pelo y sus ojos
negros bien profundos traídos desde mucho tiempo atrás de su tierra natal
Arabia.
Manejaba en sus manos una pequeña cadena de plata que daba vueltas y vueltas
hasta marearla con una paciencia y una tranquilidad infinitas.
Mis abuelos árabes.
¿Y la abuela? Parecía una virgen, hermosa, yo diría
hermosísima, en su cara también traía la paciencia y la dulzura que había
aprendido en su tierra natal.
A ella la recuerdo desde siempre con su pelo blanco casi plateado y ojos
celestes cristalinos y transparentes que se confundían con el cielo.
Pero mi fiesta era la quintita de verduras que estaba a un costado de la casa
allí con el abuelo y cada uno con su sillita y una buena rodaja de pan, nos
sentábamos frente al almácigo de la radicheta, era esa chiquitita, bien tierna,
nos llenábamos la mano y arrancábamos y así sin lavar la comíamos con el pan.
¡Qué maravilla! Cuanta simpleza y que felicidad era sentarse al lado del abuelo.
Mi abuela regaba con el agua fresca de la bomba (que nosotros ayudábamos a
subir), las plantas de tomate que eran su orgullo, acompañadas siempre por una
estampita de la Virgen de Luján de quien era muy devota.
Ricos, frescos y magníficos recuerdos que me acompañaron toda la vida. Supongo
que muchos de Uds.
estarán recordando conmigo algún ratito así pasado con los
abuelos que a mí me dejaran como recuerdo principal éstos, en los que
disfrutábamos de la radicheta con el pan, tomando agua fresquita de la bomba.
Creo que estamos todos sonriendo.
Hasta pronto y…chaucito
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