Hace algunos años transmitían por televisión una hermosa propaganda publicitaria de una conocida marca de alimentos para bebés en la que aparecía una nena de aproximadamente un año o algo más jugando con un pequeño piano mientras su mamá le daba una compota.
En la siguiente escena se abría el telón de un teatro donde esa misma niña, algunos años después, daba un concierto de Mozart.
Cuando un niño nace somos responsables no solo de su vida y su salud, sino de brindarle todas las oportunidades posibles para su desarrollo físico, mental y espiritual, dentro del contexto de nuestra propia cultura y, lógicamente, de nuestra situación económica.
Sabemos que la música juega un papel importantísimo en ese desarrollo y los recursos que pongamos a disposición de los niños serán una inversión que nos llenara de satisfacción desde el comienzo, y a ellos hasta el final de sus días y más allá, pues seguramente influenciará muchas generaciones por venir.
En primer lugar, como lo decíamos en “Cántale a tu hijo…”, es el canto de mamá y papá desde el séptimo mes de embarazo; canciones sencillas que acercan y crean un vínculo estrecho a través de la voz y cuyo agradable trabajo deberíamos proseguir a lo largo de la vida, compartiendo con nuestros hijos el magnífico regalo de la música.
En segundo término debemos proporcionar al bebé juguetes sonoros o pequeños instrumentos musicales que al principio podrían ser de percusión y, por supuesto, adaptados a las diferentes edades así como también teniendo en cuenta el factor seguridad.
Cualquier cosa que suene satisface la enorme curiosidad de los infantes y aprovecharemos esta circunstancia para ir cada vez un poquito más allá, pasando por las sonajas, las maracas, pequeños platillos, etc.
Después sería interesante la marimba, cuidando que sea de cierta calidad y bien afinada; esto es válido para todos los instrumentos de sonido definido ya que entra en juego la melodía y queremos que el oído de los niños se forme correctamente.
Más adelante un pequeño piano o un tecladito electrónico a partir de los cuatro años favorecerán el camino para el estudio de la música de manera más formal.
El tercer paso es precisamente ese: la formación musical a cargo de alguien ajeno a la familia, lo que debe comenzar alrededor de los cinco o seis años, dependiendo de la madurez, y siempre antes de los ocho, ya que ciertas áreas cerebrales como el cuerpo calloso se beneficiarán enormemente de la práctica musical que se haya hecho hasta esa edad.
De más está decir que el ingrediente catalizador de todas estas actividades y de cualquier otra en el aprendizaje de nuestros hijos es el AMOR, sí, con mayúsculas, el amor que nos nace como padres y el amor que debemos sentir como educadores, el que crea los vínculos necesarios para que alumno y maestro lleven adelante la obra más importante de nuestras vidas: la formación del adulto integral que aprecia la belleza y la comparte, que está consciente de su inteligencia y valora la de los demás, y sabe que su límite se pierde en el horizonte.
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