“Tú eres una gran pecadora -le reprochó-.
Todos los días y todas las noches le faltas el respeto a Dios. ¿Es posible que
no puedas detener a reflexionar sobre tu vida después de la muerte?”
La pobre mujer se quedó muy deprimida con
las palabras del monje; con sincero arrepentimiento oró a Dios e imploró su
perdón. Pidió también al Todopoderoso que le hiciera encontrar otra manera de
ganar su sustento.
Pero no encontró ningún trabajo diferente,
por lo que, después de haber pasado hambre una semana, volvió a prostituirse.
Solo que ahora, cada vez que entregaba su cuerpo a un extraño, rezaba al Señor y
pedía perdón.
El monje, irritado porque su consejo no
había producido ningún efecto, pensó para sí: “A partir de ahora, voy a contar
cuantos hombres entran en aquella casa hasta el día de la muerte de esta
pecadora”.
Y, desde ese día, el no hizo otra cosa que
vigilar la rutina de la prostituta: por cada hombre que entraba, añadía una
piedra a un montón que se iba formando.
Pasado algún tiempo, el monje volvió a
llamar a la prostituta y le dijo: -¿Ves ese montículo? Cada piedra representa
uno de los pecados que has cometido a pesar de mis advertencias. Ahora te vuelvo
a avisar: ¡Cuidado con las malas acciones!.
La mujer comenzó a temblar al percibir como
aumentaban sus pecados. De regreso a su casa derramó lagrimas de
arrepentimiento, mientras rezaba:
Oh,
Señor, ¿Cuándo me librará vuestra misericordia de esta miserable vida que llevo?
Su ruego fue escuchado, y aquel mismo día
el ángel de la muerte pasó por su casa y se la llevó. Por voluntad de Dios, el
ángel atravesó la calle y también cargó al monje consigo.
El alma de la prostituta subió
inmediatamente al cielo, mientras que los demonios se llevaron al monje al
Infierno. Al cruzarse en la mitad del camino, el monje vió lo que estaba
sucediendo y clamó:
-¡Oh Señor!, ¿Es esta Tu Justicia? Yo que
pasé mi vida en la devoción y en la pobreza ahora soy llevado al infierno,
mientras que esa prostituta, que vivió en constante pecado, está subiendo al
cielo.
Al oír esto, uno de los Ángeles respondió:
-Los designios de Dios son siempre justos.
Tú creías que el amor de Dios se resumía en juzgar el comportamiento del
prójimo. Mientras tú llenabas tu corazón con la impureza del pecado ajeno, esta
mujer oraba fervorosamente día y noche.
Su alma quedó tan leve después de llorar y
rezar, que podemos llevarla hasta el paraíso. La tuya quedó tan cargada de
piedras, que no conseguimos hacerla subir hasta las alturas.
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