La
oficina estaba vacía. Solo oía el “clic” de mis dedos en el teclado. Miré
por la ventana. La noche cubría la ciudad y las luces parecían diamantes en un
joyero de terciopelo negro.
En esa inmensa mole de hormigón y cristal,
todo era abierto. Tan solo pequeños despachos cubrían los muros. El resto de
nosotros – los indios – estábamos metidos en nuestras jaulas.
Había un sonido de cadencia. Un sonido sordo
y continuo. El sonido de las máquinas. Me quedé pensando y escuchando el
silencio de esa inmensa oficina. Cubículos para ratones por doquier, papeles
desordenados, vestigios de los que habían estado por ahí en correrías.
Todo estaba tranquilo.
De repente el sonido cambio de tono. Al
principio fue imperceptible… no le di importancia. Quizás el roce de uno de
los ascensores que viajaba huérfano llevado por energías extrañas.
Seguí escribiendo mi informe sin prestar más
atención. El sonido iba cambiando. Venía del fondo del pasillo. La luz al
fondo de la oficina estaba apagada. Tan
solo mi pequeña isla estaba iluminada.
Volvió a acallarse el sonido. Era un rozar de
algo. Como si alguien se arrastrara e hiciera ruido con sus rodillas contra la
moqueta.
Me levante. No tenía miedo. Nunca he tenido
miedo a quedarme sola en las oficinas. Siempre lo he preferido. La soledad, el
silencio y los espacios abiertos de las oficinas vacías me han inspirado mucho
más que cualquier entorno lleno de gente.
Me levante y el sonido desapareció.. quedando
ese zumbido que la energía de las máquinas deja de manera latente para
decirnos que también están ahí.
Seguí andando por el pasillo hasta el final. A la
derecha había un despacho que siempre había estado cerrado. Supongo que nunca
encontraron el directivo que pudiera habitarlo.
Me quedé ahí. Quieta. Sin casi respirar para
ver si se volvía a repetir algún sonido. Nada. Otro minuto más y volvería a
mi sitio.
A veces estos edificios hacen chistes y te
llaman como para decirte que les hagas un poquito de caso, que están ahí dándote
cobijo.
A veces los ascensores, a veces una impresora que empieza a hacer ruidos
extraños o la fotocopiadora que le da por sacar una fotocopia sin texto, porque
no sabe escribir aún. Todos se aúnan de manera secuencial para hacerte compañía.
Esta vez era diferente. Había algo humano en
ese sonido.
– Hay alguien por
ahí??? Holaaaa….
Nada. Silencio. Quietud.
Vuelvo a mi sitio. Tengo que terminar este
maldito informe como sea y ya se está haciendo tarde. Tecleo de nuevo como una
posesa. Pongo el CD del ordenador con música de Sting a todo gas y muevo mi
cuerpo al son de su música mientras mis dedos pierden visibilidad en las
teclas. Todo bien. Todo vuelve a su momento. Ya me falta menos. Un diagrama más
y ya!.
Zas!!! Un golpe seco. Algo se ha caído.
Sonido de papeles. Me sobresalto.
Bajo el sonido hasta el silencio y miro al fondo. No
puede ser. No había nadie cuando he ido y no he visto a nadie por aquí.
– Hola? Quién
está por ahí? – silencio – Quien esté por ahí que deje de hacer el tonto
y conteste!!!!.
Nada. Silencio. Quietud. Lo mismo que antes.
Me levanto de nuevo, agarro un abrecartas y
voy hacia el fondo del pasillo. Esta vez con menos decisión que antes. Todo
esto me parece un poco raro.
Siento que mi corazón aumenta ligeramente sus
latidos. Empiezo a respirar más deprisa y mis ojos se agrandan más. Voy
llegando y diviso una sombra contra el ventanal. No es nítida.
Es como si fuera
humo. Me empiezo a asustar – demasiadas películas de miedo -. Llego al interruptor de la luz de ese ala y enciendo. Solo ilumina dos
filas de mesas, no el fondo del pasillo.
Voy llegando y veo que la sombra que veía de
lejos es el vaho del calor interior del edificio que dibuja contornos en el
ventanal. Idiota de mi!!!. Toco la
humedad del cristal y hago un dibujo. Me quedo ahí mirando la calle como si
fuera una postal aérea. Otra vez ese sonido cadencial. Esta vez sé de donde
viene. Viene del despacho cerrado.
Me
acerco despacio; como para que nadie me oiga. Pego la oreja a la puerta.
Silencio. El sonido desaparece. Estoy paranoica. Será mejor que me vaya a casa.
Ya son las 11 y dentro de nada quitan hasta las calles. Será mejor que me
olvide del ruido de este maldito edificio.
Me
dispongo a dar media vuelta y zas! De nuevo un golpe seco. Ya no aguanto más.
Trato de abrir la puerta. Esta cerrada y no tengo ninguna llave que pueda
servir. Miro alrededor. Quizás la secretaria tenga algo. Su sitio está justo
en frente del despacho. En el cajón nada. En el archivo nada. Nada.
Todo
está en silencio. No puedo abrir. Aunque mañana me echen la abro. Cojo el
abre-cartas y trato de forzar la cerradura. No hay manera. Se acabó!. Me voy.
Salgo
corriendo por el pasillo. Agarro mi abrigo y el bolso. No espero ni siquiera a
apagar el ordenador. Ahora me toca el suplicio del ascensor. Yo que nunca he
tenido miedo estoy aterrada. Salgo al pasillo de los ascensores. Pulso el botón
y el siseo de su máquina de última generación comienza. El arrastre comienza
de nuevo. Dios!!
El
tiempo se estira como el chicle. Como puede tardar tanto este maldito ascensor.
El sonido se vuelve más y más fuerte. Es como si hubieran salido del despacho
y se arrastraran por el pasillo. Se va acercando a la entrada del pasillo de los
ascensores. Oigo como va llegando.
Clink, clink, shsssss. Uff!! el ascensor se abre y entro escopetada. Una
sombra se desliza por la entrada al pasillo, mientras las puertas del ascensor
van cerrándose. Me pego a la esquina más escondida y rezo para que se cierren
de una vez. Por fin!! Mi corazón sigue desbocado. Hasta que no llegue a la
planta cero no respiraré.
¿Qué
era eso, Dios!? Llevo un mes en la oficina y nunca había oido ni visto nada
parecido. Bueno, nunca me había quedado sola hasta tan tarde.
Nunca pregunté
por qué ese despacho estaba siempre cerrado. Cosas así son normales. Lo extraño
y positivo a la vez es que nadie se quedaba nunca más tarde de las ocho. Cuando
dije que me quedaba, me miraron raro, pero supuse que sería porque no era
costumbre. Mañana preguntaré.
Salgo
escopetada a la calle y respiro. Demasiadas horas trabajando. Demasiado
stress… digo yo