Aprender a valorizar tu experiencia de vida, es el capital más grande que tienes...


… Las motas de polvo bailaban en el rayo de sol que aportaba la única luz en
la oficina del rabino.

Él
se echó hacia atrás en su silla del escritorio y suspiró mientras se acariciaba
la barba.


Luego tomó sus anteojos con armazón de metal y los limpió en su camisa de
franela con expresión ausente.

 -De modo que se divorció -dijo-. Y ahora quiere casarse con este buen muchacho
judío. ¿Cuál es el problema?


Apoyó su barbilla encanecida en la mano y me sonrió con suavidad.

 Quise gritar…¿Cuál era el problema?


Primero, soy cristiana.


Segundo, soy mayor que él.


Tercero -y esto de ninguna manera es lo menos importante- ¡soy divorciada!

En
lugar de gritar, volví a mirar sus gentiles ojos castaños y traté de emitir las
palabras.


-¿No cree -tartamudeé- que ser divorciada es como estar usada?


¿Como si fuera mercancía dañada?

 Él
se acomodó en la silla del escritorio y se inclinó hacia atrás para mirar el
cielo raso. Se acarició la barba rala que le cubría el mentón y el cuello. Luego
volvió a dirigir la vista hacia el escritorio y se inclinó hacia mí.

 -Imagínese que debe operarse. Imagínese que debe elegir entre dos médicos.

¿A
quién elegirá? ¿Al que acaba de salir de la facultad o al que tiene experiencia?


-Al que tiene experiencia -dije.


-Yo también. Me miró a los ojos.


-De modo que, en este matrimonio, será usted la que tenga experiencia.

Le
diré, eso no es tan malo. A menudo los matrimonios tienden a ir a la deriva.


Quedan atrapados por corrientes peligrosas. Se salen de curso y se dirigen hacia
bancos de arena ocultos.


Nadie se da cuenta hasta que no es demasiado tarde.

En
su cara veo el dolor de un matrimonio que salió mal. Usted advertirá la falta de
rumbo en este próximo matrimonio.


Avisará cuando vea las rocas. Gritará que hay que tener cuidado y prestar
atención.


-Usted será la persona experimentada. Suspiró.

-Y
créame, eso no es algo tan malo. No es nada malo.

 Caminó hasta la ventana y espió por entre las tablillas de la persiana.


-Mire, aquí nadie sabe nada sobre mi primera esposa. No lo escondo, pero no
hablo demasiado de eso. Ella murió cuando hacía poco que estábamos casados,
antes de que yo me trasladara aquí.


Ahora, muy tarde en la noche, pienso en todas las palabras que nunca dije.
Pienso en todas las oportunidades que dejé pasar en aquel primer matrimonio, y
hoy creo ser un mejor esposo para mi segunda esposa gracias a la mujer que
perdí.

 Por primera vez la tristeza de sus ojos adquirió un significado.


Ahora entendía por qué yo había elegido ir a hablar con ese hombre acerca del
matrimonio, en lugar de tomar un camino fácil y casarme fuera de nuestras dos
religiones.

De
alguna manera sentí que él podía enseñarme, o incluso brindarme el coraje que
necesitaba para hacer un segundo intento, para casarme y amar de nuevo.

 -Los casaré, a usted y a su David -dijo el rabino-. Si promete que usted será la
persona que grite para avisar cuando vea que el matrimonio peligra.

Le
prometí que lo haría, y me levanté para irme.

 -A
propósito -dijo él mientras yo permanecía vacilante junto a la puerta- ¿Alguna
vez le dijeron que Joanna es un buen nombre hebreo?

 Han pasado veinte años desde que el rabino nos casó, a David y a mí, en una
lluviosa mañana de Octubre.

Y
sí, avisé varias veces cuando sentí que estábamos en peligro.

Le
contaría al rabino lo bien que me hizo su analogía, pero no puedo.


Murió tres años después de casarnos.

 Pero siempre le estaré agradecida por el regalo inapreciable que me hizo: la
sabiduría de entender que absolutamente todas nuestras experiencias de vida nos
hacen no menos valiosos, sino más valiosos, no menos capaces de amar, sino más
capaces de amar.

 Joanna Sloan, del libro "Chocolate caliente para el alma de la Pareja"