Fredín

– No tardes
Fredín. El río es un sitio muy peligroso. Allí acuden todo tipo de seres a
satisfacer sus necesidades vitales, y, ya sabes, que unos son pacíficos, otros
violentos, otros orgullosos, otros murmuradores y, en fin, tú ya me entiendes,
que no quiero que permanezcas mucho tiempo en un lugar que puede representar un
riesgo para tu vida moral y física.



– Descuida abuelo, no me demoraré.



Alfredo y Fredín eran abuelo y nieto. Dos zorros que toda su vida habían
habitado en el bosque. Tenían una cómoda y apacible morada. Como buenos zorros,
se preciaban muy mucho de su guarida. Con sus dos entradas, como era de
precepto.



Una, la habitual entrada y salida de la madriguera para hacer su vida normal. La
otra, escondida entre unos arbustos enmarañados de helechos, rosales silvestres
y espino albar, que la hacían difícil de encontrar para quien no la conociera,
les servía para huir en casos apurados y de extrema necesidad.

Pero de lo que estaban más orgullosos los dos era de su habitat natural.
Posiblemente no hubiera en el mundo una floresta tan bonita como aquella. Robles
en su mayoría, aunque no faltaban otros ejemplares típicos de las frondas de
hoja caduca, como por ejemplo hayas, avellanos, tilos, amén de una infinidad de
matojos y otras especies de la flora más pequeña que proporcionaban abundante
alimento a los habitantes del ecosistema que hubieren menester de él.

El arbolado cubría una amplia extensión y por uno de sus bordes occidentales
flanqueaba un pequeño riachuelo de transparentes y cristalinas aguas que eran la
delicia de cuantos se acercaban a saciar su sed.

Gran cantidad de animales, como ya ha dicho Alfredo, se acercaban cada día a sus
orillas. Y no sólo a satisfacer una imperiosa necesidad biológica, sino que
también servía a unos y otros de lugar de encuentro para charlar, hacer planes,
jugar e incluso, no faltaban algunos que se acercaban a comer la fina hierba que
crecía abundante en una pradera que en un recodo del río había.

Claro que aquello era muy peligroso y ya habían sucedido allí algunos sucesos
desafortunados para los más descuidados. Pero eso es otra historia.



Fredín, antes de llegar al torrente, esperaba encontrarse con sus habituales
amigos de juegos y… bueno, últimamente además de juegos se dedicaban a…
¿cómo lo diría?. En fin, que ya no eran unos infantes. La vida les salía al paso
y su yo personal empezaba a desear tener una actividad propia, querían pensar
por sí mismos.

Además las zorritas también tenían su encanto. Todo eso. Fredín, ese día no
encontró a sus más queridos amigos, pero sí a un oscuro zorro que se había unido
al grupo no hacía mucho. Negrín, que así se llamaba el aludido, posiblemente
porque las malas ideas que siempre exponía no le permitían que su pelo aclarara
más no se reunía todos los días con ellos. Sólo de vez en cuando.

Aquella mañana, saludó a Fredín con una sonrisa un tanto maliciosa. Después de
unos cuantos metros juntos, Negrín se dirigió a Fredín:



– ¿Sabes amigo?. No sé si contártelo o tal vez seas algo pequeño para saberlo…



– Ya no soy ningún bebé. – rugió Fredín un tanto enfadado.

 


– Bueno, bueno, no te enfades. Verás. Yo contemplé con mis propios ojos cómo
disparaban a tus padres. Gracias que me dio tiempo de esconderme y huir, que si
no yo también hubiera perecido. ¿Te ha contado algo tu abuelo de todo eso?.



– No. Dice que es mejor olvidarlo todo y dedicarse a vivir y a crearse un
porvenir.



– ¿No le darás la razón, verdad?. Eran tus padres y esos humanos malvados los
mataron.



En los siguientes instantes, Negrín relató lo sucedido aquella tarde al
oscurecer. Fredín escuchaba. Sus ojos comenzaron a vidriarse. Los objetos iban
perdiendo su claridad. Estaba llorando. ¿Por qué el abuelo nunca le hablaba de
eso?. Debía de saberlo y sin embargo… El oscuro compañero de Fredín había
conseguido lo que se propuso. Inquietar al pequeño zorro e introducir dentro de
aquella alma tierna la semilla del odio, de la venganza, de la violencia.



Durante el resto del día no jugaron a nada. Pero sí que estuvieron muy ocupados.
Habían planeado juntos la venganza de Fredín. Ahora éste sabía el lugar, la hora
propicia y qué debía de hacer para tener cumplida satisfacción de lo que se
proponía. La instigación de Negrín continuaba dando sus frutos y ahora la mirada
del joven se había tornado fiera, salvaje, cruel. En un día parecía que tuviera
unos cuantos años más.



El abuelo no fue ajeno a estos cambios. Y, así, apenas hubo puestos los pies en
la cueva familiar, le preguntó:

 


– ¿Qué te sucede Fredín?. Tu cara no es la misma de esta mañana. Tu expresión se
ha endurecido y te noto exaltado.


– Ha sucedido lo que tarde o temprano tenía que suceder. Ya sé quien ha matado a
mis padres. Es más, ya sé lo que tengo que hacer. Esos malvados humanos lo van a
pagar muy caro. Se acordarán de mi. ¡Vaya si se acordarán!.


– Y, ¿qué es lo que, según tú, hará que los humanos se acuerden de ti?. ¿Acaso
te crees superior a ellos en inteligencia o recursos?. ¿Es que no te das cuenta
de que ellos son los dueños y señores del valle, que todo gira a su alrededor?.
Mira Fredín, no sé lo que habrás tramado, pero te aconsejo una cosa. Lo que
sucedió en el pasado, pasado está. Tú has de conformar tu vida de acuerdo con el
presente y con tus propias características. El odio, rencor y otros sentimientos
negativos que puedan haber empezado a anidar en ti, lo único que hacen es ir
minando día a día tus energías positivas. Al final, si no consigues
erradicarlos, te destruirán. Te ruego olvides todo eso. También a los seres que
te hayan inculcado semejantes ideas. Sí, porque tales pensamientos no han salido
de tu interior. Yo te he educado con referencia a otras reglas de comportamiento
y tales ocurrencias, estoy seguro de que te han sido sugeridas.
 

– Abuelo,
pero mis padres son parte de mi propia carne. De ellos he recibido la vida y…


– Y tú quieres destruirla de la misma forma que ellos, ¿no es eso?. Escúchame.
Ellos, por desgracia, ya no están con nosotros y hemos de seguir nuestra vida
prescindiendo de los acontecimientos por los que ellos pasaron. Sólo debe
perdurar de ellos lo positivo que te enseñaron, y, eso de la venganza, jamás te
dijeron que era cosa buena, ¿no es cierto?.


– Abuelo, tú no lo entiendes. La sangre bulle en mis venas y necesito acallar la
llamada de la sangre.


Aquella misma tarde, al anochecer, tal como lo había planeado con Negrín, se
encaminaron hacia el gallinero en cuestión. La construcción estaba algo alejada
de una casa de dos plantas donde vivían los dueños. Parecía imposible que algo
les sucediera. Un ataque por sorpresa no duraría mucho. A los humanos no les
daría tiempo de reaccionar. Harían un destrozo importante y se retirarían con
parte del botín como si tal cosa.


Todo salió como habían planeado. La alegría era doble. De una parte, el botín.
De otra, el sabor agridulce de la venganza cumplida. Pero viendo lo fácil que
había sido la operación y, cegados por el éxito y algo también por la ambición,
decidieron que no iba a acabar ahí el desaguisado para los hombres. Volverían
otra vez para acabar con lo que con tanto brillo habían comenzado. Los planes se
prolongaron durante parte de la noche. La semana siguiente haría otra incursión
a tierra del enemigo. Sería la destrucción y venganza total.

 

Fredín había
mudado hasta de carácter. Ahora se mostraba ante los demás altanero y orgulloso.
Quería que todos dijesen de él que era un valiente, un aguerrido deshacedor de
entuertos. Alguien de quien la especie zorruna estuviese orgullosa. Iba a
demostrar a todos de lo que era capaz. Una especie de jefe o líder natural. Ni
tan siquiera Negrín, el instigador, le iba a conocer después de la lucha que él
solito haría en la próxima ocasión.


Llegó la noche señalada y se dirigió hacia un gallinero no muy distante del
anterior. Observó. Se trazó un plan de acción. Todo parecía tranquilo. Incluso
más fácil que el otro. Se lanzó al ataque. Apenas saltar el vallado, oyó el
mayor estruendo que recordaba. Un hombre con un objeto que escupía fuego, no
hacía sino seguirle donde quiera que fuese. Disparaba y disparaba. Las sombras
que proyectaban las paredes del cobertizo y los árboles junto a la empalizada,
le protegían pero, quizá no tanto como creyó. Sintió como una dentellada de
fuego le invadía el pecho.

Sólo podía hacer una cosa: saltar la valla y huir lejos de aquel endemoniado
escupefuegos. Consiguió saltar. Incluso llegó hasta las primeras filas de
robles. Un poco más allá y estaría en los matorrales. Eso si llegaba. Notaba
como las fuerzas le iban faltando. La inercia y las ganas de poner tierra de por
medio le asistían, pero su energía se apagó. Cayó exhausto y sin conocimiento.
Lo que sucedió después, no sabe si lo oyó, lo soñó o simplemente fue su
imaginación. El hombre lo buscó por todos los recovecos, pero hubo de desistir
ante el inútil rastreo.


El Abuelo, a media noche y siguiendo el rastro de sangre y el olor de su nieto,
dio con él. Lo llevó a casa, hizo las primeras curas con hierbas del bosque y
permaneció en vela toda la noche ante el herido. Así durante tres días. Alfredo
pensaba que se quedaba sin nieto. Pero Fredín era joven y tenía muchas ganas de
vivir. Eso y los cuidados maternales del abuelo fue lo que le salvó. Cuando
volvió en sí, miró con ternura al anciano que delante de él le curaba y le
ofrecía el primer alimento.

No dijo nada. Ni una palabra de reproche. Sólo atención y cariño. Amor.

Fredín
comprendió por fin lo que el abuelo le había enseñado desde niño. El odio
destruye, el amor refuerza la misma vida, el pasado ya no es y el futuro…

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