En el hospital, los pasos a seguir parecen interminables: el acta de defunción, el reconocimiento del cadáver, los pagos de servicios médicos, etc. Alguien se acerca a darme el pésame mientras mi madre me dice al oído:
– Vamos a Gayosso.
Busco fondos en la chequera y nada, después de pagar la cuenta del hospital donde cobraron hasta el más mínimo pedazo de algodón. No queda nada.
En vano, busco desesperadamente crédito en la tarjeta, he terminado con la línea autorizada, así que la tarjeta de mi hermana o algún pariente bondadoso soluciona la situación: "todo con el poder de una firma".
Apenas he recobrado el aliento, cuando hay que ir de compras. En la funeraria nos atiende un empleado muy amable: ¡Es increíble la variedad de ataúdes que existen!
– ¿Con cruz o sin cruz, de madera o de metal, acojinado, de lujo, con la estrella de David? Por sólo un poco más podría ser éste, es lo mejor que tenemos… finalmente su tía lo merece, ¿no cree usted?
Mi prima se acerca y comenta:
– No te olvides de los tíos de San Luis, vienen en camino… no cabremos en una capilla pequeña, además tu abuela está muy cansada, necesita un privado con reposet.
– Está bien, tomaré la capilla más grande disponible. – Con privado por favor –
– Disculpe señora, ¿quiere cirios alrededor del ataúd?
– ¡Sí claro!
– Eso no va incluido en el paquete.
– No importa.
– ¿Misa de cuerpo presente?
– ¿Qué dice?
– Ese servicio es extra…
Toda madre espera que en esos momentos, ponga uno en práctica todo aquello que nos ha enseñado para comportarnos a la altura….. pero como he quedado muda haciendo cuentas en silencio y lentamente, pues el sueño me agobia. La orden no espera…
– ¡Claro! Que queremos misa… ¡Disculpe, mi hija está un poco confundida!…..¡Por Dios María! Para de llorar, tus hermanos y tu tío no te pueden ver así.
Sacando una polvera del bolso:
– ¡Mira nada más que cara tienes!. Ve al baño y arréglate un poquito.
Mi fuerza se va minando mientras crece un estado zombi que, bendito sea Dios, el cuerpo tiene como defensa.
Como era de esperarse en esos momentos, dada la pobre demostración de la educación que he recibido… mi madre se convierte en mi conciencia:
– Tenemos que esperar a que llegue el cadáver, alguien tiene que recibirlo.
La noche transcurre lentamente mientras entra y sale gente de la capilla….. zombi pero no sorda, escucho toda clase de comentarios:
– ¿Logró ver a su madre? ¡Era tan importante para ella!
– Y ¿cómo murió?
– ¿Quién estaba con ella?
– ¡Ay! pobre de ti. Mira que soportar la presencia de Ana, después de "aquello…"
Mi conciencia insiste en susurro:
– Por favor ve ¿quién es la persona que entra?
– Mucho gusto, soy una compañera de la oficina de su tía. Lo siento mucho.
– Gracias, pase por favor.
Cuando en la capilla ya no cabe ni un alfiler, veo que la gran mayoría de personas son desconocidas. Como el tío aquel a quien nunca he visto, hijo de la tía fulana que viene desde no sé dónde; más los del Movimiento Familiar Cristiano, los del catecismo, los del círculo de Biblia y otros tantos a quienes abrazo y consuelo sin tener la más remota idea de quienes son.
Justo en ese momento, hincada y bañada en llanto, se anima "la voluntaria" a iniciar una vez más el rosario.
A coro, la concurrencia responde a velocidad "in crescendo…"
– Santa María Madre de Dios…
Inicia la letanía, a la que "la voluntaria" añade cuanto santo y Virgen le viene a la mente. (Por eso es bueno conseguir a tiempo una guía para estas entusiastas).
Alguien se acerca y pregunta: ¿Ya comiste algo? Te invito a la cafetería. Me toma del brazo en lo que me incorporo. Con otros "muertos de hambre" enfilamos directamente a tomar un café.
Para entonces tengo el estómago lleno de tanto café, compartido con todos y cada uno de los que no se les da rezar. Pero gustosa acepto para dejar de oír entre el "ruega por ella y ruega por ella", toda clase de comentarios:
– ¡Santa Virgen de Los Milagros!
– Ruega por ella… ¿ Quien se quedó con la casa?
– ¡Santo Niño del pesebre!
– Ruega por ella… ¿Dejó testamento?
– ¡Jesús de mi vida!
– Ruega por ella… ¿Ya viste a Eleuteria? Se atrevió a venir después de lo que hizo en 1953.
– ¿Se ve acabada no? ¡Con la vida que se dio!
– ¡San Juan del Río!
– Ruega por ella… Voltea con cuidado, es Clara, ¡Qué facha! ¡Y de traje estampado!
Lo único que faltaba era la llamada de auxilio de un pariente, quien después de saludar a mi interlocutor, me susurra al oído:
– Llegó alguien que abraza el ataúd, llora y grita sin fin. Es mas, pidió que lo abrieran para verla por última vez. Le he preguntado a toda la familia y nadie lo conoce.
Corriendo como quien va por herencia, llego al fin a la capilla, le abrazo y ruego que se siente. Después de consolarlo, me entero que se trata de uno de esos tíos, pariente político lejano de la difunta, a quien nadie había visto desde la boda de mis tíos hace 40 años.
– ¿Y cómo lo iban a reconocer después de 40 años?
La concurrencia empieza a despedirse y sólo quedamos unos cuantos.
El frío y el cansancio se nota en nuestros semblantes. Gracias a Dios han cesado los rosarios y la plática, con aquellos rezagados que no veía hace mucho, se torna divertida de vez en vez.
Mi conciencia entra al ataque nuevamente…..
– Voy a la casa a cambiarme y por un abrigo.
– ¿Por qué no cerramos la capilla?
– No, no. No se puede quedar sola, ¿cómo se te ocurre? Si quieres, cuando regrese, vas a cambiarte.
– ¿Por qué no podemos cerrar la capilla e irnos a dormir? Mañana nos espera un día terrible……
– Nada más eso nos faltaba, nadie se mueve de aquí hasta mañana, no podemos hacer esa grosería.
– ¿A quién?
– ¡Ay! Contigo no se puede, últimamente estás insoportable.
Cada cual, busca el sillón más largo para acomodarse y medio dormir. Por supuesto, el privado sigue ocupado por mi abuela y el pariente aquel que estudió medicina y ahora vende seguros, quien chantajeado pasará la noche ahí por si algo se ofrece.
La noche, entre llantos y rezos se hace eterna. He fumado la dosis de toda mi vida.
Al día siguiente…
Temprano mi conciencia tiene que ir a bañarse y cambiarse, todos tenemos una urgente necesidad de tomar una ducha, pero debemos ir por rango, para no dejar sola a la tía, quien seguramente ya está con Dios (aunque mi madre lo dude), muy quitada de la pena muriéndose de risa de lo que acontece aquí abajo.
En fin, cuando toda la familia está lista para emprender el viaje al cementerio, surgen de nuevo los comentarios, ahora no puede haber café de pretexto, así que la misa de cuerpo presente se lleva a cabo.
Todo el mundo llora sin cesar, parece que ahora sí hemos caído en la cuenta de que a la tía no le veremos más.
El sacerdote bendice el ataúd y mi madre me pregunta:
– ¿Con quién se va la tía Elena?
– Mmmm. Con mi tío Juan.
– ¿Cómo crees? Si no se pueden ver ni en pintura.
– ¿Y los del Catecismo?
– No sé.
Dirigiéndose a la pobre de mi hermana a quien no ha soltado en toda la noche:
– Y tú ¿qué dices?
– ¿Yo?
– Sí, tú.
– Voy a contratar un camión.
– Sólo eso me faltaba, como siempre todo a última hora.
En el cementerio todos en silencio, de riguroso negro menos Clara, quien hizo su aparición partiendo plaza con un vestido estampado en rojo y azul turquesa, alegando que el luto se lleva por dentro, rodeamos el sitio donde finalmente bajará el ataúd de la tía poco a poco.
Repentinamente, otra entusiasta voluntaria del catecismo, como de 70 años, comenzó un canto con voz tipluda, de esas que abundan en los coros de las iglesias formados por sus contemporáneas.
Mi hermana y yo volteamos la cabeza y nos vimos las caras, no podíamos contener la risa, de nervios, de cansancio, o según mi psiquiatra de angustia, que bien pudo haber explotado por la del bel canto o porque voló la mosca. Así que decidimos ante la mirada de puñal de mi madre, ocultarnos detrás de uno de los monumentos.
Una vez recuperada la cordura, nos acercamos nuevamente. Mientras bajaban el ataúd de mi tía, mi madre preguntó:
– ¿Y las flores?
– ¿Cuáles? Respondimos al unísono.
– ¿Cómo que cuáles? Las que van en los floreros.
Inmediatamente mi hermana corrió a la entrada del cementerio al puesto donde venden flores. Quien atendía al parecer no tenía ninguna prisa, le señalaba detenidamente los precios de cada una de las flores que tenía en su inventario, apresurada le dijo:
– Quiero tres docenas de las más baratas, esas medio marchitas.
– ¿Éstas?
– Sí.
El monedero no tenía para más. Estaban en ese estado porque habían entrado y salido del cementerio a lo largo de todos los servicios fúnebres de ese día… Más tarda uno en comprarlas que en cuando sale el cortejo, están de regreso en el puesto.