Escribe desde Bariloche, Patagonia Argentina, Juan Isidro González
ACLARACION NECESARIA:
El
presente relato se escribió alrededor de 1960. Redactado en tres carillas de un
papel blanco que cobró el color añejo del tiempo (42 años es un largo lapso), no
recuerdo que haya sido publicado alguna vez. Ello me llevó a calificarlo como un
trabajo inédito, hasta su aparición en un sitio erótico de España.
Para lograr
que armonizara con la línea editorial del portal peninsular dedicado a relatos
duros, tuve que introducirle modificaciones de forma y de fondo, pero procurando
no alterar el sentido original, aunque aumentando su extensión primitiva. Sin
pecar de soberbio, entiendo que este material resulta por demás interesante.
Para hacer posible su publicación en “ENPLENITUD.COM”
he debido modificar de manera absoluta la descripción de la primera y única
secuencia amatoria, tórrida ella, acorde para las apetencias eróticas de
los lectores del Viejo Mundo, que requieren que sean de carácter bien
explícitas.
Si algún visitante muestra curiosidad por conocer el material
original, con la diagramación preparada especialmente, me lo puede solicitar.
J.I.G.
¿Cómo describir a Gabriel, el personaje principal de esta insólita historia? Si
hago abstracción de su aspecto físico – rubio, cabello rizado, de estatura
media, delgado y muy bien proporcionado por su actividad física, con un rostro
cuya tez, a los 24 años, muchas mujeres desearían poseer: su escasa barba
posibilitaba a su cutis una cierta frescura -, se impone entonces hacer
prevalecer su aspecto interior, en el cual predominaba un candor lleno de pureza
y con una bondad que no tenía límites.
Gabriel era en extremo bondadoso,
solidario, lleno de afecto hacia sus semejantes; un conjunto de cualidades que
lo hacía diferente a la mayoría de los jóvenes.
No
pocas veces regresaba a su departamento de Bulnes y Santa Fe, en pleno centro de
la Capital Federal – era oriundo de Calingasta, San Juan, pero estudiaba
medicina en Buenos Aires, donde se vivía solo -, regresaba a su departamento,
decía, sin saco o sin camisa, o sin remera, por habérselos dado a algún
menesteroso que realmente necesitaba esas prendas.
Y no hablemos de su peculio.
Debía medirse al extremo en ser manirroto para vivir sin apremios hasta que le
llegara el refuerzo económico mensual de sus padres que tenían un buen pasar
económico.
En
cierta ocasión – ¡oh, santa inocencia! – pretendió regalarle su alma a una joven
mujer que estaba por suicidarse. Fue en el Puente “Nicolás Avellaneda”, en La
Boca.
Consideraba que de esa manera le iba a salvar la vida. Pero la mujer la
rechazó, y se arrojó al vacío. Por sus buenos sentimientos le dejó una moneda de
plomo, que es el dinero de los pobres y desesperados.
Cierta cálida tarde, de un octubre cualquiera, Gabriel conoció a Catalina, una
hermosa criatura que rondaría los 23. Fue un encuentro casual, inesperado.
Cosa
del destino, diría alguna vieja. Ambos jóvenes disfrutaban de la tarde;
especialmente ella, que había tenido una noche demasiado agitada. Caminaban sin
rumbo fijo por los Bosques de Palermo. Solo bastó una mirada, una tenue sonrisa
correspondida y un banco junto al lago, propicio para el diálogo.
Catalina, dentro de todo, era también lo que se dice una buena chica,
inclinaciones sexuales aparte. Pese a que su “profesión” le imponía una cierta
cautela en su trato diario con el sexo opuesto, era bastante atropellada y hasta
impulsiva en algunas ocasiones. También tenía momentos de descuido que le
provocaban trastornos. Era en extremo olvidadiza.
Muchas veces dejo plantado a
algunos “clientes” por apelar a su precaria memoria. Pero en el fondo era una
buena muchacha, a todas luces, y escapaba a la generalidad de sus “colegas”:
frías, calculadoras, materialistas, necesariamente desconfiadas.
Se
había impuesto ciertos límites en sus funciones de hetaira, como aquella tarde,
porque se lo dedicaba a sí misma: vivía sola en la ciudad ya que su familia
estaba radicada en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Aprovechaba los
días soleados, como aquel, para pasear junto con su caniche “Poupee”, una
perrita en la que volcaba todo su afecto.
El animal, justo es reconocerlo,
también retribuía con lealtad canina todos los privilegios que le brindaba su
joven ama, como ser comida de primera calidad, atención veterinaria periódica y
un apropiado lugar para descansar. Además era su despertador matutino gracias al
reloj biológico que poseía el can…
Pero todo esto, realmente, carece de importancia.
Gabriel, que con su grandioso corazón amaba en gran medida a los animales, le
cobró un gran afecto a “Poupee” después de aquel primer encuentro, porque
vinieron otros, pero ya no casuales. El muchacho no sospechó jamás – no tenía
motivos para hacerlo, por otra parte – sobre las actividades de la joven.
Tampoco ella nada hizo para ponerlas en evidencia ya que no le asignó al
muchacho el carácter de posible “consumidor de sexo”. Eso sí, Gabriel
logró impactarla como no lo había hecho jamás otro hombre, ya sea amigo o
eventual compañero.
Notó que de él emanaba algo absolutamente diferente a lo que
habitualmente percibía en los que solo buscaban placer. Un extraño sentir había
puesto en funcionamiento una señal que se reflejó en la boca del estómago, algo
que por primera vez percibía.
Así, de manera tan simple y comunicativa fue que comenzaron a frecuentarse a
diario. Se citaban en los parques, concurrían a los cines en horas de tarifa
reducida, o charlaban en coquetas confiterías.
Pero fue en el departamento de
Catalina, decorado acorde con su “modus operandi”, donde por fin la
jovencita, llena de dudas y aprensiones, se vio en la necesidad de confesarle su
estilo de vida, su forma de subsistir, en virtud de lo que estaba creciendo en
su alma.
Le
refirió sobre los entredichos que se producían en su casa paterna; que la muerte
de su madre la había sumido en un hondo estado depresivo del que le costó mucho
salir; que las fuertes las limitaciones que le imponía su padre colisionaban con
su derecho al libre albedrío; que aquello que le estaba permitido a sus hermanos
era vedado para ella. Todo eso y algo más la indujeron a buscar una libertad
que, en definitiva, no fue la que ella esperaba.
En
Buenos Aires las cosas no resultaron fáciles, sino más bien duras. No quiso ser
demasiado explícita en hacerle conocer a Gabriel las razones que la indujeron a
trabajar como cortesana, con los consiguientes peligros de todo tipo que
ello implicaba.
Admitió, y lo hizo de manera enfática como para que no existiera
ninguna duda, su firme propósito de abandonarlo todo como consecuencia de la
amistad que había florecido entre ambos. Una amistad que indefectiblemente se
trocaría en amor, el verdadero arquitecto del universo.
Sentados en un sillón de tres cuerpos, mullido y acogedor, Gabriel le tomó ambas
manos, la atrajo hacia sí y cerró sus ojos para besarla en los labios con
infinita ternura. Percibió un leve temblor en Catalina que se transmitió a su
propia persona.
“Siento que estoy enamorada, Gabriel, realmente enamorada –
reconoció la joven con un hilo voz – Y lo estoy desde el
mismo momento en que te vi por primera vez. Jamás antes me había sucedido algo
semejante. Mi… mi forma de vida me eximía del sagrado privilegio de enamorarme
y pertenecerle a alguien como tu, para siempre. –
Se detuvo unos
instantes para cobrar aliento – He podido comprender que eres la medida de
todo, del mundo que nos rodea, del tiempo, de la verdadera felicidad…
Realmente no vivía sin ti, Gabriel; no he vivido… ni siquiera respirado hasta
el feliz momento de conocerte”.
El
beso de Gabriel fue correspondido con cierta vehemencia por parte de Catalina.
Era el primer beso que realmente daba por devoción y no por mera obligación
comercial. Sus labios penetraron en la boca del muchacho recibiendo una cálida
caricia linguae que la conmovieron.
Supo que esa actitud de suprema terneza
había sepultado definitivamente su vida pasada y permitido reinsertarse en una
existencia de absoluta dicha. Comenzaba a transitar por un nuevo camino de
fértil de felicidad. Esa felicidad que en esencia es un trayecto, no un destino.
Ambos lo sabían y lo aceptaban.
Catalina se sintió transportada hacia un mundo virgen, realmente liberada de su
dura y amarga vida pasada. El joven le habló de su pueblo natal, profundizó en
datos sobre su grupo familiar, y ahondó en sus estudios, ambiciones y proyectos
futuros. “Ahora te siento realmente mía, Catalina –
dijo finalmente –
A tu lado, el mundo me parecerá más perfecto y hermoso,
a pesar de la miseria y el dolor que nos rodea. Te amo, mi cielo. Siempre
escuché decir que el amor todo lo vence, que lo hace todo posible. Por eso creo,
tesoro, que nos hemos rendido también nosotros al amor”.
Hablaban simplemente de amor porque sentían una atracción inefable del uno
hacia el otro, pero era obvio que aún no comprendían que el amor resulta la más
enrevesada y pujante de las pasiones humanas, a pesar de que es lo más sencillo
y menos dificultoso en su génesis.
Un joven y una muchacha coincidieron en un
determinado lugar, se miraron, se prestaron cierta atención y no se requirió
más. Pero los interrogantes sobrevienen:
¿Qué estimuló esa observación? ¿Cómo
estaba compuesta? ¿Qué cosas podía referir ese encuentro de dos miradas que,
como dice el bolero, se dijeron todo sin decirse nada? Posiblemente nadie pueda
explicarlo acabadamente.
Yo al menos no puedo. De todas maneras es un hecho que
toda gran pasión tiene su inicio en un simple intercambio de miradas, como las
de Catalina y Gabriel, inocentes y por ello impolutas.
Bueno,
creo que eso sí tiene importancia.
“En el país de donde viene el tiempo
Ya nacieron los días que irán cruzando por tus
Cielos.
Entonces él le acarició el rostro con ambas manos y le enjugó unas lágrimas que
se comenzaron a deslizar por las mejillas de Catalina y llegaron hasta el
mentón. Gabriel volvió a tomarla de las manos y jamás pudo recordar si él la
había vuelto a besar o si había sido al revés. Solo rememoró que habían estado
abrazados por un largo lapso.
“¿Me haces el amor? – preguntó de pronto Catalina con murmullo
suave y ciertamente emocionado.
Tal vez porque ella le había atrapado con corazón y vida, o tal vez porque
aquella noche, precisamente, sentía vivo el punzante deseo a causa de Catalina,
Gabriel se deslizó de su asiento del sofá para abrazarla en el suelo.
La
fragancia de Catalina y su boca abierta y tentadora parecían rodearlo. Cuando
metió la mano por la bata comprobó que los senos eran tan amplios y tan firmes
como el se los había imaginado.
Gabriel comenzó a quitarle la ropa con extrema delicadeza. Catalina lo dejaba
hacer, atolondrada, temblando temerosa como si aquella fuera la primera vez,
como si estuviera a punto de que su himen sucumbiera víctima del primer hombre,
del primero y grande amor.
El joven la besó con pasión, buscando saciar su sed
en aquel manantial que lo deleitaba por su tibieza. Ella respondió a los besos
con similar impetuosidad, lo abrazó con fuerza y quiso gritar cuando sintió la
pujanza del joven.
“Y aunque Dios destruya esta noche a todos los astros…
Con suavidad la acostó y Catalina permaneció tensa y flácida a la vez, con los
ojos muy cerrados por momentos para atraparlo todo en su sentir más profundo. Y
también con los ojos muy abiertos para verlo a él en el instante supremo.
Aquella memorable noche sería la primera vez que realmente iba a entregar su
cuerpo y su alma, únicamente por el más prístino y sincero amor. Ya nada podría
destruir el sublime momento que había comenzado, que se extendería más allá de
los tiempos.
Catalina era una criatura cálida y realmente experta, para que ponerlo de
manifiesto; hizo todo más fácil y delicioso que Gabriel pronto se olvidó del
mundo que los rodeaba o de cualquier otra chica que hubiera conocido.
Las manos
de Catalina parecían deleitarse palpando cada uno de los fuertes músculos del
joven cuerpo de Gabriel. Estaba sedienta de poseerlo por entero.
Y
llegó el momento del estallido por largo lapso contenido. El ferviente
desarrollo de aquel acto de sincero amor, aguardado mucho tiempo y felizmente
concretado, alcanzó su clímax. La chica sintió todo lo realizado como algo
realmente portentoso; su memoria no le permitía recordar otra situación similar.
Un grito potencial de satisfacción brotó desde lo más profundo de su faringe y
se mixturó junto al que emitió su amado, quien jadeante prosiguió batallando
algunos segundos más hasta quedar completamente quieto, exhausto, agotado, sobre
el cuerpo de la joven, que lo abrazó con fuerza.
Cuando todo concluyó, Catalina quedó tendida de espaldas sobre la mullida
alfombra respirando profunda, enormemente satisfecha.
Aunque mantenía los ojos
cerrados, sonreía. Al cabo de un rato se le ensanchó la sonrisa y le susurró a
Gabriel algo al oído. La joven buscó algo que los cubriera y para descansar sus
cabezas. No tardaron en quedarse profundamente dormidos.
“Ya no podrá apagar la luz que viene a poner
Estrellas en tus noches”.
Catalina fue la primera en despertar. Abrió perezosamente los ojos y observó,
primero el techo del cuarto, y luego la vasta y rosácea elevación de sus propios
pechos y la sábana blanca que ocultaba el resto de su fatigado cuerpo desnudo.
Giró la cabeza sobre la almohada y sus ojos se llenaron de regocijo al
contemplar la figura de su amante. También él se hallaba de espaldas, con las
piernas recogidas y respirando con calma. Contempló con agrado la delicada
perfección de ese cuerpo totalmente desnudo que le recordó la maravillosa
escultura del David, obra del florentino Miguel Angel.
La
muchacha no dejó de reconocer que había participado enteramente y sin tapujos
del encuentro sexual; que se había comportado y disfrutado como nunca antes lo
había hecho. Su experiencia como meretriz se lo permitía asegurar. Logró sentir,
hasta en las fibras más íntimas de su ser, lo que jamás había sentido.
Y deseaba
con todo el fervor de su corazón que jamás, jamás concluyera esta relación.
Imploró con una irreverente oración que su vida al lado de Gabriel continuara
indefinidamente. Es que Gabriel ya era su existencia misma.
Cuando el joven abrió los ojos y le sonrió, Catalina de dijo: “Te quiero,
Gabriel. Te quiero porque ya eres mío, absolutamente mío. Has traído luz a mi
vida”. El muchacho, visiblemente conmovido, solo atinó a responderle:
“Sí, soy tuyo… en cuerpo y espíritu. Esta noche, y todas las noches en
la que las estrellas sólo brillarán para ti… y para mí”.
“A veces pienso – comentó Catalina – que estamos juntos desde hace un siglo. ¿Sabes
cuánto hace que nos conocemos, Gabriel?”. “Sí – respondió con seguridad el joven – desde hace un siglo”. “No. Veinte días y doce horas, mi
amor”.
Al
día siguiente comenzaron a planificar el fortalecimiento de la relación,
considerando que se imponía que vivieran juntos hasta que pudieran casarse.
Con
el dinero que él recibía de sus padres sería más que suficiente para mantenerse
ambos, sin necesidad de que ella consiguiera algún trabajo. En dos meses
concluía el contrato del alquiler de Catalina y entonces se mudaría a lo de
Gabriel.
Un
par de semanas más tarde – fueron dos semanas durante las cuales la pareja vivió
con frenesí su apasionado y tórrido romance – el joven recibió un llamado
telefónico desde su casa paterna.
Tenía que viajar a San Juan por algún tiempo
debido al precario estado de salud de su padre. Lo necesitaban para atender
ciertos problemas. Coincidieron en que la separación iba a ser algo en extremo
penoso para ambos, pero no se la podía evitar.
Antes de abordar el avión hacia su provincia – estaban en el hall central del
Aeroparque Metropolitano -, Gabriel le entregó a Catalina un paquete envuelto y
liado como para regalo. “Esta es una pequeña ofrenda de mi gran amor hacia
ti. – le dijo –
Es el producto, y no vayas a reírte, de un hechizo
que no viene al caso explicar ahora cómo se gestó y se realizó. Está dentro de
un cofre con una cerradura muy especial.
Solo debes mantener el cofre siempre
contigo para impedir que se diluya su fuerza vital. Así lo impone el conjuro.
Esta es la llave del cofre, ¿extraña, verdad?
Deberás mantenerla pendiente de
tu cuello con esta cadenilla. Es importante que de tanto en tanto mires la
ofrenda.
No la saques de su interior ni hagas nada por tocarla; – le
advirtió el muchacho con seriedad – sólo debes observarla… y cuidarla
con todo amor, por nuestro eterno amor, hasta mi regreso. Y recuerda, no te
separes un solo instante del cofre. Hasta la vuelta, mi cielo… y no me seas
infiel” – chanceó.
Cuando
el avión partió, Catalina regresó plena de felicidad a su casa. Lo primero que
hizo fue abrir el cofre, con un extraño repujado, apelando a la no menos extraña
llave.
En un primer momento se quedó sin habla, por la sorpresa y el espanto.
Sin embargo el horror fue diluyéndose por obra y gracia de cosas que estaban más
allá de todo entendimiento humano.
Su rostro, transfigurado por la insólita
sorpresa, se iluminó con una pícara sonrisa. Unas lágrimas de felicidad rodaron
por su rostro y humedecieron, como si se tratara de agua bendita, la dulce
ofrenda que le había entregado Gabriel.
En
el interior del cofre, sobre un paño de seda color celeste, estaban los
genitales del muchacho palpitando en toda su dimensión y pujante fortaleza.
El
conjunto estaba dotado de vida, no existía duda alguna. Cómo y porqué, no lo
sabría hasta el regreso de Gabriel, quien seguramente le confiaría cómo se había
llevado a cabo aquel milagro. Solo tenía que aguardar su vuelta para realmente
comenzar una nueva vida junto a él.
Catalina recordó, en ese momento, no haberle dado algo suyo a Gabriel como
contrapartida. Pero es que él la había sorprendido con su ofrenda.
Lamentaba no
haber tenido en cuenta sobre la importancia de que su amado llevara consigo
algún objeto suyo, no meros recuerdos de los apasionados y potenciales días
vividos. Bueno, las mujeres no suelen tener en cuenta ciertas cosas que, aunque
puedan ser pequeñeces, resultan ser de trascendencia.
En
fin, eso tampoco tiene mayor importancia. ¿O sí?
A
partir de aquel día, Catalina salía siempre de su casa, aunque fuera solamente
hasta el supermercado, portando su precioso cofre, al que le había confeccionado
un cobertor de paño aterciopelado azul que se cerraba ajustadamente con un
cordel al tono. Jamás abandonaba por un solo instante su preciado tesoro.
Hasta que un atardecer ocurrió lo inevitable, lo verdaderamente irreparable.
Catalina dejó olvidado el cofre – las mujeres suelen ser un tanto distraídas y
ella no era la excepción a la regla – en un local de una galería comercial de la
Av. Santa Fe. Recién se hizo cargo del desastre cuando llegó a su departamento.
Puede afirmarse que voló, más que corrió, de regreso a la galería. Pero fue
imposible localizar el cofre en el negocio donde había hecho sus compras.
Buscaron, rebuscaron y prácticamente dieron vuelta todo el lugar sin lograr
absolutamente nada.
El cofre con su envoltorio había desaparecido. “¿Era
algo de importancia, señorita?” – le preguntó compungido el propietario.
“No, nada importante…” – atinó a responder con un hilo de voz.
Resulta un tanto difícil explicar por qué contestó de esa manera. Lo cierto es
que regresó a su casa desesperada. ¿Qué le diría a Gabriel cuando regresara de
San Juan? ¿Cómo explicaría la pérdida de… de esos valiosos atributos físicos?
¿Cuál sería la actitud de Gabriel cuando se enterara de que ella no había
cumplido con su cometido de preservar, con alma y vida, la ofrenda que había
recibido de sus manos con tanto amor?
No
podía quedarse quieta y esperar. De alguna manera tenía que recuperar el cofre a
como diera lugar. Así las cosas, una corazonada la hizo regresar, al día
siguiente, regresó a la galería y entró en el local donde se había producido el
extravío del cofre con su más preciada posesión.
“¡Señorita… señorita! – la llamó el propietario apenas la vio
entrar – ¡Gracias a Dios que regresó! Tengo excelentes noticias para usted – tomó un poco de aire, víctima de la emoción por dar una
buena nueva y prosiguió – Unos chicos han traído su cofre.
Parece ser que
el padre de uno de ellos los obligó a devolver lo que habían tomado como un acto
de picardía. Le aclaro que, según me dijeron, no lo pudieron abrir de ninguna
manera. ¿Quiere comprobar si todo está en orden en su interior?”.
Catalina agradeció al hombre toda la preocupación que puso de manifiesto y se
negó, gentilmente, a mirar dentro del cofre – que aparentemente era inviolable y
solo podía ser abierto con esa llave tan especial que le pendía del cuello – y
finalmente le aclaró: “El contenido no tiene mucha importancia, señor. De
todas maneras, gracias por su atención”.
Resulta también difícil explicar el por qué de aquella respuesta, que resultó
hueca, intrascendente.
Ya
en su casa se apresuró a revisar el contenido del cofre y comprobar si todo
estaba en orden. Cuál no sería su horrenda sorpresa cuando verificó que si bien
es cierto estaban los genitales de Gabriel, los mismos habían pedido la
vitalidad con que habían sido guardados.
Ya no se veían palpitantes, sino que
evidenciaban una notable decrepitud, como si se trataran de un bollo de papel
macé. Lo que en su momento había gozado de vida y plena lozanía, ahora algo
decrépito, muerto irremediablemente; los genitales estaban momificados e
ignoraba si tornarían a ser lo que alguna vez fueron.
Catalina ahogó un sollozo, temerosa de que algo pudiera haberle sucedido a
Gabriel. Realmente no sabía qué hacer ni como encarar el problema que se le
había planteado. Decidió que lo mejor era esperar el regreso de su amado.
Lamentaba que no le hubiera dejado, no ya la dirección de su casa familiar en
San Juan, sino tampoco algún número telefónico.
“En fin – se dijo – lo más atinado es aguardar la vuelta de
Gabriel. Tengo la esperanza de que algo podrá hacerse para que su
ofrenda pueda recuperarse.
Es posible – trataba de consolarse – que
quien le hizo el hechizo pueda revertir la actual situación y que todo regrese a la normalidad. ¡Ay, querido mío, perdóname, perdóname!” Y su
llanto se desató incontenible, prolongado, dejando un profundo sentimiento de
congoja.
Periódicamente Catalina llamaba a la casa de Gabriel, sin obtener respuesta. Sus
intentos se fueron haciendo más espaciados. “En todo caso, cuando Gabriel
regrese, lo primero que hará será avisarme. No tengo que vivir tan angustiada y
desesperada. Debo fortalecer mi espíritu y mi fe”.
Tampoco Catalina recibió llamada alguna de su novio desde Calingasta, lo que
realmente la mantenía como sobre ascuas. Muchos de sus ex clientes se
comunicaron con ella para concertar citas, pero a todos les confirmó su retiro
de la profesión, anunciándoles su próximo matrimonio.
Habían transcurrido tres meses desde la partida de Gabriel, cuando decidió
efectuar una nueva llamada a su departamento. Al segundo timbrazo, el joven
atendió. Su voz sonó distante y ciertamente aguda. No lo parecía, pero realmente
era la voz del muchacho.
“Hola, Gabriel, habla Catalina. ¿Cuándo llegaste? He pasado tres meses
terribles sin tener noticias tuyas… Hola, ¿me escuchas?”.
El joven
respondió suavemente y de manera breve y concisa: “Hola, Catalina. Espero que te encuentres bien – su voz seguía siendo un tanto
aguda y con una entonación bastante extraña a los oídos – Llegué ayer.
Papá mejoró y ya no era necesaria mi presencia”.
Catalina le pregunto:
“¿Vas a venir a casa?”. Y él respondió: “Mejor que no,
tengo mucho por hacer. Con tanto tiempo lejos de Buenos Aires, tengo que poner
en orden muchas, muchas cosas” – Catalina notó cierta frialdad en las
palabras de su amado, que trasuntaban un escaso interés por verla. ¿Es que le
habría pasado algo que no quería decirle?
¿Qué es lo que había sucedido en el
transcurso de aquellos tres meses de ausencia? La joven tenía la imperiosa
necesidad de verlo, de estar con él, de concretar de una vez por todas lo que
habían planeado. Sentía que lo amaba cada instante más.
“Si lo prefieres, puedo hacerme yo una corrida hasta tu
casa. – le propuso Catalina – Como siempre, no tengo nada que
hacer y hasta podría darte una mano para poner en orden tus
cosas”.
“Bueno –
respondió Gabriel – si así lo quieres, estoy de acuerdo. Es mejor que
pongamos las cosas en orden… juntos. Te espero”. Y sin aguardar una
respuesta de despedida, cortó la comunicación.
Algo raro le pasa a Gabriel, pensó Catalina. En ningún momento hubo una palabra
de afecto, de cariño. Lo mejor era no hacer conjeturas y hablar con él para
salir de cualquier duda.
Necesitaba saber qué le estaba ocurriendo al joven. El
tiempo y la distancia suelen cambiar a las personas, se dijo.
Haciendo un
balance de todo lo acontecido antes del viaje, de todos y cada uno de los actos
de amor apasionado que habían mantenido, y que aún la hacían tremolar de
emoción, no se le ocurría una causal para un cambio tan notorio de conducta y de
trato.
Poco tiempo después llegó al departamento de Gabriel. Llevaba en sus manos el
cofre con la ofrenda de amor. Con un índice tembloroso oprimió el timbre y la
puerta se abrió a un ambiente en penumbras. La voz de Gabriel, cuya figura era
apenas visible, la invitó a pasar.
Una vez adentro, y al encenderse la luz, Catalina se encontró con un Gabriel que
lucía un esplendoroso salto de cama que dejaba entrever unos turgente pechos y
un par de muy bien torneada piernas. Había cambiado su cabello ensortijado por
melena lacia y rubia que le caía sobre los hombros.
Su rostro, demasiado bien
maquillado, lucía realmente hermoso y altamente sugestivo. Una tenue sonrisa, a
lo Gioconda, completaba el cuadro que la impactó terrible, horrendamente. Catalina, con la boca a medio abrir, no podía salir de su asombro.
En verdad
estaba anonadada, shokeada. Se encontraba en presencia de una espectacular mujer
que la superaba en lo físico y en belleza.
“¿Qué… qué te ha pasado? No lo comprendo, Gabriel. Esto
debe tener alguna explicación lógica. Aquí traigo tu… tu ofrenda dentro del
cofre”. La voz de Catalina era balbuceante y estaba al borde del
llanto. Mostraba el envoltorio que tantos sobresaltos le había provocado su
extravío.
“Si – comenzó “Gabriel”, con voz argentina y cadencia muy
femenina – Creo que esto – y con ademanes de ambas manos abarcó todo su cuerpo – merece una explicación.
En primer lugar,
desde hace algún tiempo me llamo Gabriela, porque como verás mi personalidad,
tanto física como psíquicamente, ha sufrido un cambio notorio, que es
irreversible y del cual estoy plenamente consciente y feliz. En segundo lugar,
la ofrenda que dejaste morir, por un lamentable descuido, carece ya de toda
importancia para mí.
En tercer lugar, el hechizo que hizo posible que yo te
entregara mis atributos sólo por un tiempo, se rompió al cortarse el lazo entre
tú y el tesoro que debías obligadamente preservar, lo que me transformó en lo
que ahora soy: una mujer que deviene de un hombre cuyos órganos sexuales no
fueron conservados como era la principal condición.
No me quejo. Respeto las
normas que me impuso la hechicera. Y en cuarto lugar: tú puedes volver a ejercer
tu antigua profesión, si así lo prefieres, y yo voy a hacerte competencia.
Posiblemente encuentre el amor de mi vida y forme una familia. El tiempo lo
dirá. Que pases un buen resto del día, Catalina. Adiós”.
EPILOGO:
Opino que siempre es conveniente atribuirle su justa importancia a toda causa
aunque pueda considerarse pequeña, casi insustancial.
A veces esas causas
producen grandes efectos, que en definitiva nos sorprenden, nos trastornan y
que, lamentablemente, debemos aceptar porque hicimos posible, sin pretenderlo,
que maduraran para que así ocurrieran. El arrepentimiento, en todo caso, carece
de valor.
NOTA:
Los tres párrafos poéticos intercalados en el texto pertenecen a la primera
estrofa de una balada del poeta y escritor argentino Sixto Pondal Ríos
(1907/1968), que podrá encontrarse en el libro “OBRA
POETICA” editado en 1970 por la “FUNDACION ODOL”, de la cual
fuera su fundador.
J.I.G. – Bariloche, 4 de diciembre de 2002.