Dentro de la infinita
gama de juegos olvidados por los niños de hoy, preocupados por los virus de la
computación, los “reality show” de TV y otras propuestas cibernéticas, se
encuentra “La Payana”.
En oportunidad de
compartir varias jornadas de trabajo con una periodista de la ciudad de Buenos
Aires, coincidimos en abordar el tema de “los juegos olvidados” y un trabajo
que ella realizó a nivel nacional como forma de rescatar algunos de los juegos
que los chicos de hoy han dejado de lado.
El recuerdo de “la
payana” pareció lejano en el tiempo y de hecho es un juego que prácticamente se
ha perdido en esta región, aunque según me confirmaron algunos maestros, a
partir de esta publicación intentaron motivar a sus alumnos mediante relatos a
retomar la práctica y de hecho, en alguna época del año se logró rescatar su
práctica, aunque más no sea temporalmente.
Es que los juegos de
computadoras y la TV han ocupado un lugar preponderante entre la preferencia de
los chicos de hoy, y sólo con la demostración se ha logrado rescatar en parte
el deseo de recuperar un juego de destreza y amplia participación.
¿Cómo es la payana?
Preguntó curioso un niño. Para jugar se necesitaban cinco piedras
“lindas” cuyo tamaño les permita entrar cómodamente en la palma de la mano de
los participantes, que necesitaban de atención y destreza para entrar en
competencia.
Los jugadores se sentaban normalmente en la vereda, con las piernas
cruzadas. A su turno, cada uno arrojaba suavemente las “payanas” sobre el piso,
elegía una que luego arrojaba hacia arriba a la vez que tomaba una de las que
permanecían en el piso, con cuidado de no tocar las restantes. Ese primer paso
se llamaba “de uno”.
Luego seguía “de dos”, “de tres” y “de cuatro”, que
significaba tomar en un rápido movimiento ese número de piedras mientras la
elegida estaba en el aire. Luego venía y “el pique”: con todas
las piedras en la mano, se arrojaba una al aire y se volvía a tomar antes de
que cayera al piso. En este paso, era común que al intentar recogerla en el
aire, la piedra rebotara contra las otras y cayera, lo que significaba que el
participante perdía su turno que ocupaba otro jugador.
El último paso del juego era “el puente”. Este consistía
en un arco formado por el dedo índice montado sobre el mayor apoyado contra el
piso, mientras que del otro lado se apoyaba el dedo “gordo”. El jugador debía
arrojar las piedras al piso frente al “puente” y el rival elegía una de ellas,
en lo posible una que dificultara el paso de las otras piedras por debajo del
puente.
El jugador ganaba un tanto, cuando mientras arrojaba una de las piedras
al aire, pasaba el resto de a una debajo del puente, dejando para el final la
“elegida” por su rival.
Normalmente se pactaba un marcador, por ejemplo “a diez”. Quien primero
llegara a esa cifra, ganaba el partido.
Las piedras ideales para el juego eran los canto rodado de colores
oscuros, pero si alguien conocía al propietario de una marmolería, podía
acceder a cinco hermosas piedras de color blanco, que eran las más preciadas.