Por más que el tiempo no
acompaña –sigue lloviendo– estamos recorriendo todo lo que podemos.
Ayer visitamos el Castillo,
con sus enormes salones y su Torre; luego, al recorrer nuevamente el Puente de
Carlos, subimos a la Torre Panorámica con su “montón y pico” de escalones,
desde donde se puede tener una vista de Praga desde sus cuatro lados.
En cada esquina hay una
pequeñísima celda –desde donde los soldados hacían las guardias para
divisar si se acercaba algún enemigo– y que son de tan estrechas dimensiones,
que no es necesario tener demasiada imaginación para darse cuenta de que casi
no podían moverse.
Recorrimos la Calle de los
Artesanos y me hice sacar una foto en la que había sido la casa de Kafka y que
parece haber pertenecido a un liliputiense. ¡Increíble que alguien pudiera
vivir entre esas cuatro paredes! ¿Quizá por eso se inspiraban tanto para
escribir? ¡No tenían nada que los distrajera!
Por fuera están pintadas de
distintos colores –todos muy brillantes– y es emocionante saber que él
estuvo allí, caminando por esa callejuela empedrada que termina en una gran
reja, que tenía como fin el impedir la entrada de la plebe al Castillo, ya que
se cerraba durante la noche.
Vimos muchas artesanías y
nos atiborramos los ojos, como todo buen turista que se precie de tal, con las
hermosas baratijas tradicionales. ¡Excelente lugar para comprar lo que nuestros
familiares y amigos esperan que les llevemos como recuerdo del viaje! Los
adornos en miniatura hechos en miga de pan que traje de allí, les encantaron a
todos.
Almorzamos a eso de las
cinco de la tarde y dimos un paseo en un pequeño barquito por el río Moldova,
desde donde hay una perspectiva de la ciudad diferente a la que se ve desde
tierra.
Hay
en Praga 300 torres de iglesias y ellas sobresalen por sobre todos los tejados,
con sus cúpulas negras, doradas y verdes.
Praga vista desde el río es
diferente; y como ya había recorrido gran parte por tierra, desde el Moldova
pude localizar alguno de sus más famosos lugares, hasta que el sol comenzó a
ocultarse, dando un color especial al paisaje y marcando el final de otro día.
Esta noche saldremos con Ana
y Mirko a cenar pizza a un lugar cercano que se llama “Siesta”… extraño
nombre para Praga, ¿no es cierto?
Hasta ahora, todo lo que he
visto me resultó impresionante y me permite ya comenzar a hacer alguna
apreciación puramente personal.
Hay una diferencia
fundamental en lo que respecta a pinturas y a la riqueza de los Palacios, comparándolas
a las que vi en otros lugares de mi
viaje. Ninguno es como los que visité en España: ni el de Schönbrunn en Viena
ni el Castillo, aquí en Praga, tienen la majestuosidad y fastuosidad que he
admirado en Madrid, ni la
demostración de suntuosidad y poderío de Austria.
Aquí, en Praga, lo que
supera a todo es la arquitectura, los frentes estucados, las callecitas que
conducen a plazas en donde la gente, por más calor que haga, se queda al sol
disfrutando del corto verano; las pequeñas fuentes o los rincones pintorescos;
los techos, con sus adornos dorados; los jardines –como el que vimos
anteayer– que fue mandado a hacer tratando de imitar las estalactitas de una
cueva, y que atrapa con sus figuras como un sueño psicodélico o una obra de
Gaudí.
Entonces me di cuenta de
que, a Praga –más intimista– hay que admirarla poco a poco, dejándola que
penetre en nuestros sentidos y se adueñe de nosotros; caminando, recorriendo,
levantando los ojos hacia sus cúpulas hasta que duela el cuello y luego, al
llegar a la mitad de cada cuadra, darse vuelta para mirar lo que quedó atrás y
encontrar, con sorpresa, que aún había más y más detalles que sólo de esa
manera podían verse.
A Praga se la vive… a
Praga se la ama.
Y un día como el de hoy,
lluvioso, con bruma, con una temperatura que invita a ponerse un abrigo, es para
recrear lo visto, revivirlo, comentarlo frente a un “cortado”, en buena
compañía… y esperar a que salga nuevamente el sol para llenarse otra vez de
sus paisajes.