Un beso antes de partir

Una historia para tener a mano y leer cada vez que sienta que pierde la esperanza y se pregunte para qué seguir adelante.

Una vez en el exterior


El tren subterráneo avanza dando
tumbos y las ruedas rechinan con más furia que nunca contra los rieles. Fuera
reina el intenso frío del invierno y la monótona bahía de Arsta, en Suecia,
se abre como un enorme bostezo debajo del tren. El vagón está repleto de
pasajeros helados, ensimismados y aburridos. ¡Buenos días!

De pronto, un niñito se abre paso
entre las inconmovibles piernas de los adultos -que de mala gana se mueven para
dejarlo pasar-, y ocupa el asiento del fondo. Se acomoda junto a la ventanilla,
rodeado de adultos hostiles y hastiados. ¡Qué valiente! me digo. Su padre se
ha quedado junto a la puerta, detrás de mí.

El tren sigue su marcha
bamboleante hacia el inframundo. Entonces, sin que medie nada y en menos de lo
que canta un gallo, ocurre algo insólito. El serio muchachito se desliza del
asiento y apoya su mano en mi rodilla. Por un instante pienso que quiere
regresar al lado de su padre, de modo que hago el intento de dejarlo pasar. Pero
en lugar de ello, se inclina hacia delante y alza la cabeza. Me digo: Quiere
decirme algo al oído. ¡Qué cosas tienen los niños! Agacho la cabeza para oír
el mensaje.

¡Pero me he equivocado otra vez!
Lo que recibo es un sonoro beso en la mejilla.

El pequeño vuelve a su asiento, se
apoya contra el respaldo y sigue mirando por la ventanilla como si nada. Yo, por
mi parte, me he quedado de una pieza. ¿Qué ha ocurrido? Un niño desconocido
besando adultos en el metro. ¿Cómo es posible que alguien tenga deseos de
besar a criaturas tan hirsutas como nosotros? Enseguida, todos mis vecinos de
asiento reciben sendos besos.

Nerviosos y perplejos, le sonreímos
al padre.

Al notar las miradas furtivas y
confundidas que nos dirigimos, ya cerca de su parada, el padre nos ofrece una
explicación.

-¡Se siente tan feliz de vivir!
-dice- ha estado muy enfermo.

Padre e hijo desaparecen entre la
multitud que avanza hacia la salida. Las puertas se cierran y el tren reanuda su
marcha. En la mejilla llevo aún la quemante sensación del beso de un niño de
seis años; un gesto que me ha obligado a preguntarme muchas cosas. ¿Cuántos
adultos nos besamos tan sólo por la pura alegría de estar vivos? ¿Cuántos
reparamos siquiera en el privilegio de vivir?

El incidente me ha traído a la
memoria un pasaje de la novela Åminne, de Sven Delblanc: un hombre que viaja en
un tren dobla de pronto su periódico, inclina la cabeza y se echa a llorar
desconsolado. ¿Qué pasaría si todos empezáramos a quitarnos las máscaras?

Con sus besos, el pequeño nos había
dado una tierna pero importante bofetada de advertencia:

¡No
se vayan a morir antes que se les detenga el corazon !

me
parecio maravilloso, son tantos los dias por los que pasamos como muertos; sin
sentir, ni permitirnos sentir sinceramente, aprendamos del niño y agradezcamos
estar vivos, siempre hay un motivo para sonreir, para reir, para llorar, para
putear y merece ser ejecutado, que importa si los demas no estan acostumbrados a
que lo hagamos, que se acostumbren y aprendan a hacerlo, es sano.

No
reprimamos nuestros sentimientos por poco originales, cursis o lo que sea, si
algo nos hace reir riamos, pero con ganas, si tenemos ganas de llorar lloremos,
con todas las lagrimas, si tenemos algo que decir digamoslo, con todas las
palabras, claramente, es una buena forma de enfrentar la vida, seamos sinceros
con nosotros mismos.

Enviado por
Silvia C.

¡¡ Gracias !!