Los críticos tiempos por
los que atraviesa Latinoamérica, están provocando que una gran cantidad de las
personas nacidas en este continente esté buscando trasladarse a algún país del
primer mundo, algo más estable en su desarrollo económico y de seguridad social.
Muchas de estas personas
tienen la posibilidad de hacerlo mediante visas, residencias, e incluso
ciudadanías, mientras que otras, a falta de estos necesarios papeles, optan
igualmente por arriesgarse a la posibilidad de conseguir un destino más
próspero.
Como se sabe, emigrar de
forma ilegal tiene sus grandes riesgos. En primer lugar, se carecerá de un
respaldo jurídico que posibilite al nuevo inmigrante contar con un mínimo
resguardo y protección por parte del Estado del país al que pertenece, como así
también del Estado de la nación a la que se dirija.
Pero además, es
fácilmente deducible que la mayoría de la gente que emigra ilegalmente lo hace
acuciado por algún tipo de problema del que desea “huir”, que puede ir tanto
desde el económico (falta de empleo, falta de ingresos mínimos necesarios) hasta
el emocional (separación, ruptura afectiva), al margen que casi siempre sean más
de uno los factores que incide en la decisión.
Por eso, no son pocos los
que saben que aquellas personas que se exilian de forma ilegal, deben atravesar
una gran serie de miedos y problemas, que muchos veces provoca que la vida en el
nuevo país sea incluso más dificultosa que la que era en el propio.
Las vueltas de la realidad
Pero la emigración no
sólo se presenta conflictiva para aquellas personas que emigran “sin papeles”.
En efecto, según diversos estudios realizados, aquellas personas que se dirigen
a residir a otro país de forma legal, -lo que en la mayor parte de los casos
incluye también un proyecto concreto para realizar en ese lugar, como un estudio
de posgrado o la apertura de un negocio-, manifiestan igualmente experimentar
diversas sensaciones de sufrimiento.
De hecho, una gran
cantidad de estos hombres y mujeres, que suelen ser profesionales de entre 30 y
40 años y emigran de una forma que se podría denominar como “privilegiada”, -ya
que se dirigen al país elegido con una beca de estudio, un contrato de trabajo,
o un cierto capital para iniciar un negocio-, dieron cuenta también de grandes
problemas en todo el proceso emigratorio, tanto al partir de su país de origen
como al llegar y residir en su nuevo destino.
Fundamentalmente, estas
personas admitieron que al partir enfrentaban una gran cantidad de temores, los
cuales estaban relacionados con todo el proceso de la emigración, que incluía el
desarraigo y alejamiento de sus seres más queridos, la adaptación a un nuevo
ambiente, y la búsqueda constante de evitar que la experiencia se desarrolle o
termine de forma traumática.
Con respecto al primero
de estos puntos, que tiene relación con las modificaciones que sufrirán las
relaciones con sus seres queridos, muchos emigrantes admitieron sentir un
profundo miedo de que se deterioren sus relaciones personales, aquellas que
quedarán en el país y por lo tanto a una gran distancia de sus nuevos lugares de
residencia.
Puntualmente, varios
afirmaban que si bien muchas veces no mantenían una estrecha relación con sus
parientes o amigos más cercanos, el vínculo se daba por el hecho de estar
presentes en ciertos acontecimientos especiales, como por ejemplo un cumpleaños,
una comunión, o un bar-mitzvá, algo que sabían que debían de echar de menos al
partir, y que por lo tanto lo instaría a mantener otro tipo de relación con
estas personas, seguramente más lejana.
Pero sus temores no sólo
se acababan en el dificultoso proceso del desarraigo. También sabían que en el
nuevo país, deberían enfrentarse a una cultura e idiosincrasia diferente, junto
con muchas cuestiones desconocidas, a la que deberían amoldarse sí o sí, si no
querrían correr el riesgo de no adaptarse, y, por consecuencia, tener que
regresar.
Y era justamente la
posibilidad del retorno el último de los grandes miedos manifestados por los
emigrantes, tanto legales como ilegales.
En efecto, muchos de
ellos señalaban que si el proceso de adaptación les resultara muy traumático e
imposible de abordar, corrían un serio riesgo de fracasar en su adaptación, y
por ende deberían regresar, obteniendo como resultado de todo el proceso, un
enorme sacrificio sin ningún tipo de recompensas.
Este temor se hacía más
patente en el caso de aquellas personas que partían de sus países de origen a
causa de una situación inestable y buscaban una especie de “revancha” en su
nuevo destino, ya que calificaban esa posibilidad como la de “un nuevo fracaso”.
Es por esto último que la
mayoría de los especialistas señalan que los riesgos son muchos menores cuando
la emigración tiene un objetivo y es bien planificada, y no se realiza por
razone forzadas sino por cierto anhelo u objetivo concreto.
Pero, con todo, es
posible ver que los miedos, temores, y dificultades, no sólo están presentes en
aquellos que emigran de forma ilegal o apurada por las circunstancias, sino en
la gran mayoría de las personas que dejan sus países de origen, motivadas por
distintas causas.
La decisión de emigrar
puede ser una gran apuesta al futuro, no sólo de quienes la tomen sino también
de sus hijos, pero nunca se debe dejar de considerar que el camino, en la
mayoría de los casos, es decir de los legales o ilegales, puede presentar una
gran cantidad de puntos críticos.
Por eso, si bien es
cierto que es clave tener una clara perspectiva de lo que se va a desarrollar en
el exterior –y como se lo hará-, saber muy bien por qué se ha tomado la decisión
de emigrar, y no engañarse con un excesivo optimismo que oculte las dificultades
y riesgos por las que se atravesarán, también será fundamental saber que todos
estos factores podrían no impedir que se experimenten situaciones traumáticas,
las mismas que el propio desarraigo tiene como consecuencias casi ineludibles.