Los libros, ¿no muerden?

Así dice, textuales palabras, el viejo dicho que circula hace varios años en boca de padres, maestros, madre, tutor o encargado y entenados, a la hora de que cualquiera de los niños que tenga a su alrededor tenga que estudiar...

Por supuesto que se trata de una metáfora para explicar que los libros no van a morder a los estudiantes que tienen que estudiarlos, pero además de la contundencia de la frase y, entre nosotras, decididas a desmitificar: a la proposición le falta un tuche que las mujeres podríamos añadirles gustosas: “los libros no muerden”.

Pero en el caso de que lo hicieran, los vacunamos gustosas, para que no tengan el efecto temido de tan estrafalario en los nuestros, porque los chicos tienen pánico a ser acusados por sus pares de tragas o la versión más yanqui: nerds.

Igual, para el caso, lo común y corriente, por más que esperáramos en vano, que el deshecho de virtudes que tienen a la hora de pergeñar los permisos, que nos van a pedir, para sus salidas de todo tipo.

Ejemplo: me voy a la casa de fulano, de mengana o de sultana, o mamá puedo ir a la matiné, etc., la apliquen al teorema de Pitágoras o a aprenderse, de una buena vez por todas, de que diablos se trata el ecosistema, yo diría que nos pongamos cómodas, porque es pedirle peras al olmo.

Y que yo sepa tiene varios pedidos insatisfechos en su haber, el olmo y no ha dado una miserable pera, en todos estos años que lleva escuchando solicitudes, es un campeón para hacerse el otario igual que en algunas ocasiones nuestros engendros.

Así que esperar a un aplicado en casa es igual que esperar a la carroza. Igual, dicen que nuestros hijos a menudo se nos parecen, así que a veces habrá que hacer un poco de memoria para recordar como éramos nosotros como escolares. Para matizar un poco la cosa un poco de memoria autocrítica no nos vendría mal, se lo puedo asegurar.

Bien, sigamos, habría que aclarar, también y por si acaso, ya para el caso de salubridad mental y un mea culpa, que tal vez los libros no muerdan, pero que a nosotras nos dan unas irrefrenables ganas de morder a los nuestros cuando les enseñamos; no me diga que a Ud. no le pasó, porque no se lo creo.

Porque ¿qué otra reacción, que podría tener que ver con la clásica dinámica psicológica: estímulo-respuesta, podría haber, cuando nuestro energúmeno que nos tocó como hija/o escribe en una composición al estilo chat, que vendría a ser un Tarzán virtual castellanizado en el que empiezan un diálogo escribiendo hola sin h, por ejemplo?

¿Qué otra cosa, más que ganas de morder, pueden arrebatarla a una, sí, ya sé, las ganas de amordazarlo y maniatarlo para que no vuelva a escribir hola como no sea con h?

O que se las arregle, para que su mente recuerde que en las composiciones, por más que la transcriba en computadora, no hay íconos simpáticos pero molestos, a la hora de reemplazar letras o a la hora de describir sensaciones.

Ejercicios estos muy útiles para narraciones escolares, pero que a ellos no se les ocurre ni por las tapas, porque lo reemplazan todo con los emoticones virtuales.

Sí, los libros no muerden, si, si, pero a nosotras se nos desarrolla el colmillo y todos los caninos juntos, cuando el pedazo de bestia que nos tocó en suerte nos pregunta con cara impertérrita: mamá, ¿vaca con que b va?

Y nosotras, no los libros, que son inanimados, nos tenemos que morder, ya que estábamos hablando de ese verbo en cuestión, la lengua, para no responder: con v corta, pedazo de zatrapo al cuadrado y a la enésima potencia, si me descuido. Con la b contraria con la que afirmo que sos un pedazo de bestia con ganas.

Los libros extranjeros tampoco han adoptado esa costumbre de andar mordiendo manos infantiles o adolescentes por ahí, pero la verdad que solo un libro puede no hacerlo.

Porque cuando una le dice primero en un tono normal y hasta maternal, yo diría y después en tono subido de tono: estudiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, antes no de que te muerda, sino más bien de que te mate y ya estamos rondando las 00.00 hs porque el mocoso en cuestión, tuvo un recuerdo súbito, a esa hora de la madrugada, que al otro día tenía prueba de inglés.

Yy por lo que se ve, mirándolo estudiar la hoja en cuestión que agarra muy orondo él, patas arriba, arribamos a la conclusión de que de inglés solamente sabe el nombre de la materia: inglés.

Por lo demás, y para nuestras ganas amenazadoras de clavarle un incisivo en la yugular, lo único que sabe es como se escribe inglés y encima en castellano; nada de andar escribiéndolo en la lengua que tiene que estudiarla, eso ya sería pedirle un milagro a San Expedito.

Son nuestros solcitos, la razón de nuestro existir y todo eso nuestros hijos pero a medida que tenemos que enseñarles, apelamos a la paciencia de Santa Teresa de Calcuta, porque de otra manera, ya tenemos visiones instaladas en el diskette de nuestra mente de que los libros muerden.

Porque no hay forma de lograr que los agarren de motu propio. Nunca nada es propicio para hacerlo. Si llueve se vuelven románticos y cuelgan la imaginación de cada gota que cae por la ventana.

Si hay sol, porque: ¡hay que bueno! para salir a andar en bicicleta, si es la hora de la siesta porque: ¡hay mamá! tengo un cansancio que se parece al agotamiento y se lo dice a Ud. que está despierta desde el alba y que sabe que hasta que no desagoten las pilas de platos que lavar, la pila de ropa que lavar y la pila de la pila de ropa para planchar, no hay planes de parar a descansar hasta las dos de la mañana, mínimo.

Entonces, seré insistente, la frase tiene razón no es el libro que muerde, sino la madre que compró el libro que no muerde y que está de recuerdo desde el mismísimo momento en que derogó sus patacones comprándolo.

Ahora que otro efecto maquiavélico puede tener un pobre libro que jamás se acuerdan de ponerlo en la mochila. Podríamos sospechar de que en efecto muerden porque si no es inútil otra explicación para tanto extremo olvido.

Por otra parte, en dónde residirá el su poderío del libro, que jamás las blancas palomitas copian bien su título, entonces, cuando la madre, el padre, tutor, encargado o entenado, van a comprobar lo oneroso que son año tras año, jamás pueden encontrarse con el verdadero que mandó a comprar la seño o la profesora.

Porque parece regla estudiantil, a menos que sean los chicos más aplicados del curso, el resto, jamás copia bien el título, autor y edición del libro a adquirir.

En las librerías, ya no solo, tienen la misión de encontrar el libro que la inspiración de la docente sugirió sino y, por si fuera poco y por el mismo sueldo, deben dedicarse a reconstruir lo que el chico quiso escribir por nombre de libro a comprar y lo que posteriormente el mayor entendió de lo que el chico quiso escribir y transcribió en su defecto.

Menuda tarea que deja un tendal de agotados, nada más que en el mes de marzo nomás, mejor ni hablar del último cuatrimestre, cuando los libros ni se inmutan en morder porque están impecables de tanto que estuvieron guardados.

A lo mejor los afectó un poco el traqueteo de que de vez en cuando lo portaron en la mochila; por lo demás, mueren de risa esperando que su dueño los abra, aunque sea de vez en cuando.

Eso sí, los que se libran de dicha cuestión en el año escolar, en el receso escolar bailan de lo lindo. Porque todo aquel que supone se lleva materias a último momento, como es popular costumbre, los agarran y ahí agárrate catalina.

Los agarran, los estrujan, los subrayan, los lloran porque, claro está, a último momento y todo condensado no cazan una para el examen y se les viene diciembre encima, el mes de empezar a no hacer nada con más énfasis y ellos contradiciendo todo tipo de lógica se la pasan estudiando todo lo que no estudiaron en clases.

Bueno y concluyendo no es para andar diciendo tan sueltita de cuerpo que los libros no muerden, porque después de enumerar lo enumerado, creo que hay bastante como para poner en tela de juicio, al menos, que los libros no muerden así como dicen.

O por lo menos y por lo bajo, agregar que ellos pueden no morder pero que a una nos da unas ganas tremendas de masticar y no papel, precisamente.

En fin, son las leyes de la vida, son las leyes del querer, son las leyes de Murphy aplicadas a nuestros niñitos de Dios, escolares que nos tocara en suerte.

En fin, se oyeran gritos mortales para hacerles estudiar a las blancas palomitas y, para hacerlos comprobar por ellos mismos si los libros muerden o no.

Igual, y para consuelo queda que alguno de los hijos se aficiona a la lectura de tal manera que, no dejan un libro hasta que lo terminan de leer ni por broma.

Y pueden afirmar que si bien no muerden, atrapan, seducen, dan ganas de seguir leyéndolo y postergan comida, sueño y todo por hacerlo.

Así que bueh…las dos caras de la moneda, como todo pero esta vez le tocó a los libros, en la variedad está el gusto dicen, pero nos vayamos por las ramas o no: leer o morder, that it de question.

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