Mi querido viejito, te agarré cansado…

Llegué a su vida cuando él tenía 54 años. Por puro antojo y deseo ardiente de mi madre que quería tener una hijita...

Tan ferviente fue su anhelo, que mi padre adorándola tanto pero tanto, tanto, le hubiese bajado el cielo, solo si ella se lo hubiera pedido y tan inmenso fue su amor que así fue como le ganó una pulseada al destino y me tuvieron, adoptándome. 

Un cinco de mayo de 1967.  Tardé algunos años en entender una de sus frases de cabecera, la que repetía a quién quisiese escucharlo: “esta nena me agarró cansado”. 

¿Cansado? Me preguntaba yo, mientras recordaba las millones de veces que sobre sus espaldas, una y otra vez, mis manitos pequeñas alcanzaban a tocar los racimos y las hojas de la parra de la vieja casa de Belgrano.

¿Cansado?, Insistía yo, tratando de aclarar el asunto, mientras evocaba las millones de veces que mis siete años regresaban a casa, dormidos entre sus brazos, de vuelta de ir a visitar a las tías.

Y él hacía oídos sordos a las recomendaciones de mamá: “te vas a romper la espalda, despertala, que camine, que ya es grande.  El jamás le hizo caso. 

¿Cansado? Meditaba yo, enumerando  las incontables vueltas de la calesita que daba conmigo con tal de que me sacara la sortija.  Nos divertíamos juntos, riéndonos a carcajadas limpias cuando el corría como un loco detrás de mi bicicleta, cuando le había sacado las rueditas. 

Y ni que hablar de cuando le pedía: más fuerte papá, empuja la hamaca más fuerte que quiero llegar a tocar el cielo con los pies.  A upa y desde sus espaldas anchas, el mundo siempre se veía maravilloso. 

Tuviste que irte y yo crecer bastante para que pudiera comprender tu inmenso cansancio.  Poblado de decepciones.  El físico tallado de callos de tantas horas de dos trabajos por día para que en casa no faltara nada. 

Así fue como hubieron días de papas fritas de paquete, gaseosas cola, cine, chupetines y chocolatines y otros con jugo, carne y puré hasta llegar a fin de mes. 

Cansancio de sinsabores políticos que te tenían a maltraer y te enojaban mucho.  Y la inflación y el alquiler.  Cansancio de evitar las zancadillas de atajos que la gente honrada jamás tomaría. 

De sueños rotos y domingos de familia reparadores de ilusiones para poder enfrentar el lunes.  Tardé años en aprender; que lo primero es la familia;  a veces la rebeldía te hace un poquito burra Deleitada, como estaba, por el canto de sirenas que adornaron mi adolescencia que se desvivía por la vida de afuera. 

Sí, tardé en comprender tu otra frase: en la cancha se ven los “pingos”.  Y te juro, papá, te lo juro por mamá, que los vi; los vi papá.  Vi aparecer y desaparecer a los “pingos” como por arte de magia. 

Y hoy que voy camino a los cincuenta lo veo más claro que nunca.  Daría mucho por volver a escuchar tu voz llamándome: nena veni.  Pero las leyes del universo son infranqueables. 

Vos te fuiste y los años no vuelven atrás por mucho que lo queramos.  Hoy los nenes son los míos.  Tu nieta está hecha una señorita y al varón la muerte se interpuso y no pude presentártelo.  

Hoy ya no vale decirte tenías razón, papá.  Fueron muchas las cosas que te discutí con ese porfiado ardor de juventud.  Vos ya sabías mucho antes que yo como venía la mano. 

Jugabas con ventaja.  Y encima nuestra despedida no fue la mejor.  Aún así, me queda la certeza de que siempre nos quisimos.  Nunca se te quedó un “gracias” atragantado en la garganta y por eso yo también tengo un gracias para vos. 

El agradecimiento de haberte tenido hasta tus 86 años junto a mí.  Por ser testigo de tu coraje y de tus ganas.  Como por ejemplo cuando me decías: no viví tanto como para perderme el cambio de siglo. 

Así que, con una morisqueta corriste la fecha de vencimiento que la muerte te había dado y te diste el gusto, papá, viste el 2000 y después, después, te fuiste tranquilo. 

Le debo un gracias a la vida porque ningún padre biológico pudo, puede o podrá ser lo que vos fuiste para mí, papá y eso que la sangre nunca pudo unirnos.  Fuiste y sos un gran tipo.  Viejo, mi querido viejo.

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