Niños de ayer, de hoy y de siempre

Enseñále a tu hijo que mundo no deja de girar si se apaga la tecnología. Que es sumamente útil pero más indispensable es abrir la puerta para ir a jugar...

En un certero ataque a la nostalgia, una amiga envió a mi casilla de correos un mail describiendo juguetes, objetos y cosas que se usaban antes. 

En principio, con la intención de que no nos olvidáramos de ellos y otra para que pudiéramos mostrarles a nuestros hijos, otra infancia que no es la de ellos pero que existió. 

Y, sobre todo, sobrevivió sin la tecnología ni la inmediatez que ofrece todo el mercadeo de la modernidad o pos modernidad o como quieran llamar el “ahora” actual.

Igualmente, en muchas jugueterías sobreviven;  pero, intentaré desechar la mirada bajo sospecha de que por su ubicación, parece que lo pusieran más como reliquias que como juguetes.

Algunas de nuestras madres, inmunes a la revolución de los sesenta, que cambiaron muchas cosas, estaban completamente seguras de su autoridad e instinto maternal así que no tenían ni dudas ni culpas en nuestra educación. 

No andaban detrás de nosotros, infantes, como corralitos humanos; pero, al mismo tiempo, no nos perdían pisada.  Nos pedían espacio continuamente al son de: estoy ocupada. 

¿No ves que estoy planchando, lavando, cocinando o el verbo que acudiera para designar alguna de las múltiples actividades que realizaban; en definitiva, siempre estaban ocupadas. 

Con labores para la casa, para el marido, para el trabajo.  Ergo, no había otra opción que con los juguetes que teníamos, (para nuestros padres siempre eran más que suficientes), había que arreglárselas. 

Y así, hacen fila en mi memoria algunos recuerdos, primos hermanos de los que describía el mail en cuestión. 

De a uno fue diciendo presente: el trompo, el yo-yo, el ticki-tacka (que primero nos llenaban de recomendaciones antes de dárnoslo, siempre era considerado peligroso), los perros a cuerda que ladraban todo el día, a costa de darle cuerda permanentemente, la pepona, la muñeca negra, la muñeca que habla, la que camina, el bebé que toma la mamadera y que llora sino tiene su chupete. 

La cocinita de dos hornallas.  Las de cuatro hornallas más el horno, era sabido, se las compraban a las nenas de más plata. 

A las menos pudientes, como se decía antes,  con dos hornallitas nos alcanzaba para soñar que hacíamos comidas ricas para nuestros bebes y maridos. 

Y si, desde chicas nomás, nuestro destino era ser Susanitas.  Emulas del personaje amiga de Mafalda la serie de dibujos de Quino.  El Topo Gigio, muñeco de goma. 

Culpable de mis primeras lágrimas infantiles cuando se despidió.  Rosita, su novia, ambos formaron la familia más famosa de ratones en la t.v. 

De ojito relojeabamos las históricas tiras de Patoruzu y Patoruzito y nos destornillábamos de la risa con el padrino, la chacha y no sé cuántos personajes más.

Las hijas únicas estábamos más complicadas y más “suertudas” a la vez.  No había hermano ni hermana para pelearnos pero tampoco para divertirnos. 

Si no hacíamos uso y abuso de nuestra imaginación, la tarde después de los deberes se enredaba un poco.  Sobre todo, después que torturábamos con nuestros juegos inocentes a la mascota de la familia. 

Un perro lanudo de extensa paciencia.  Después, aparecieron los “rastis” o los mil ladrillos, como se los bautizara con el tiempo, con los cuales nuestra inspiración nos convertía en futuras ingenieras, construyendo puentes o arquitectas fabricando los más lindos edificios y chaletes, de variados colores, o un barco o un auto o más lejos aún, los más habilidosos un avión o un robots. 

A las nenas con las casitas nos alcanzaba.  Una hamaca en el patio servía, al antojo de nuestra imaginación, de carroza, hasta que abriendo los ojos nuevamente  volvía a ser columpio, cuando la voz de mamá gritaba: a tomar la leche con el pan con manteca.  Dale que se enfrían las tostadas.

Mientras recuerdo, medito como explicarle a la próxima quinceañera de mi hija, a la que todavía le cuesta largar el peluche y al de cinco que ya prende tele, d.v.d y todo con o sin control remoto, apenas abre los ojos y lo acompaña hasta que los cierra; que   en esa época en que su mamá era chica,  ni siquiera había televisor a color. 

Existía el viejo y vetusto blanco y negro y que había que ahorrar mucho para poder comprarse uno.  No tres, como tienen ellos.  Que solo había dibujitos una sola vez por día y que eran unisex. 

No había distinción entre nenas y varones.  Que solo había cuatro canales, los de aire.  Y que los programas de adultos eran de adultos los niños ni los espiábamos siquiera.  

Que no había aires acondicionados sino ventilador a secas.  Que no había “calo ventor”, sino estufa.  Que en el baño había cadena.  No mochila con botón como ahora. 

Que los “silvapen” son viejos marcadores que venían en cajitas que nos enloquecían.  Que las tapas de los cuadernos no venían con dibujito de historietas y películas infantiles como ahora, sino que mamá o papá se sentaban con paciencia de santos a envolver el cuaderno con papel azul araña y después a etiquetar, con la misma sacrosanta paciencia, libro por libro. 

Que en el colegio había que tomar distancia y que nos decían firmes para enseñarnos a pararnos erguidos y no con incipientes jorobas por horas de computadora que no había, o producto de horas y horas frente al televisor. 

Que sí había espaldas jorobadas era por haberlas fabricado a costa de cómodas malas costumbres.  Que a ningún chico le parecía sacrílego que  lo mandaran a jugar cuando había dos adultos tratando de dialogar. 

Que era mala educación interrumpir a un grande cuando este hablaba.    Y calladito se iba uno al rincón, sin desafiar a nadie, cumpliendo una penitencia por alguna travesura o impertinencia.  Que al colegio se iba con portafolios. 

Que los estereos estaban en los autos y que para escuchar música se lo hacía en el tocadiscos.  Que hacía sonar los vinilos, los long play , los de 33 o los de 78 y que cuando se gastaba la pua había que reemplazarla.  Como así también si queríamos escuchar un long play o un 33. 

Que las películas no se veían en video casetera y muchísimo menos en d.v.d, se las veía en el cine y cuando había plata para ello, eso era de vez en cuando.

Que la gaseosa se compraba los fines de semana y no todos los días.  Que las papas fritas de paquete, los palitos y los maicitos eran para los cumpleaños, comunión o algún festejo familiar que lo ameritaba pero que de ninguna manera eran para comida diaria o que se tenía en la alacena comúnmente.

Que las figuritas con brillantina estaban desde hace mucho tiempo.  Que la de los álbumes para coleccionarlas era historia antigua y que las plasticotas a color ya existían que mi hija no descubrió la pólvora la primera vez que la vio.

Que los horarios para dormir eran sagrados.  Con cuentos o sin cuentos, había que dormir a las 20.00 y hasta la siesta los fines de semana.  Y no había tutía. 

Que los elásticos y las sogas estaban a la orden del día para las nenas como las bolitas, el trompo, y la figuritas de football para los varones. 

Que para comida afuera no había delivery que valga,  porque no existía; había que buscarlo uno en persona.

Que no había celulares que el teléfono de línea era un lujo y que por supuesto no había Internet ni la inmediatez del “llame ya” que hay ahora.

Que las fotos nunca se revelaban siquiera en una hora, había que esperar.

Pero que sin embargo, los niños y niñas de aquel entonces tuvimos una infancia feliz.  Al amparo de que, cuando se decía familia, se incluía a los padres, hermanos, si los hubiera. 

Que la mayoría éramos hijos únicos, así que incluíamos a los tíos, primos, abuelos y amigas y amigos de la familia a los que también por respeto se los llamaba tíos. 

Y toda esta reseña no es para argumentar ni defender a capa y espada, la postura de que cada tiempo pasado fue mejor. 

O que voy a renunciar, al horno eléctrico o al microondas o que alguien tenga la obligación de hacerlo.   No.  Simplemente, es mostrar como una época, un tiempo, prepara a otro. 

Como este con la inmediatez de las comunicaciones digitales hará  lo propio preparando al siguiente.  Y que por la interrupción momentánea, transitoria y/o definitiva de servicios como el cable o Internet, cuyos costos a veces trepan hasta las nubes, nadie  se convertirá en marginal, disminuido o pobrecito. 

Aunque un analfabeto, si.  Porque a cambio, tienen la riqueza de los libros, que no se apagan nunca pero iluminan siempre que se los abre y se los convoca. 

A cambio tienen la comunicación tete a tete, de escucharle la voz al otro.  La paz de gozar un momento, en el que no aúllen: los “chan” de la computadora, ante una acción denegada.   

O para que  los ojos brillen por la luz del sol no por los rayos catódicos o de tanto navegar por el océano de la web.   Un segundo de paz sin que nos atosiguen los ringtones, cada vez más originales de los celulares, los nuestros, los suyos o los vuestros. 

Y si se corta la luz, lejos de asustarse o ponerse ansiosos, será la oportunidad de encontrar la forma de inmiscuirse con y en su imaginación, como si fuera la galera del mago y ver a que pueden jugar usando los hemisferios cerebrales. 

Podrán ser piratas, inventar una carpa en medio del oasis del living.  Y si no hay tele por el acontecimiento que fuera, tal vez los y nos llame algún libro para participar en forma conjunta de una maravillosa aventura. 

Tal vez les cuente toda esta simpática perorata, con la esperanza de que sepan que el mundo no deja de girar si se apaga la tecnología.  Que es sumamente útil pero más indispensable es salir a abrir la puerta para ir a jugar. 

Que es hermoso comunicarse virtualmente pero es más lindo verse cara a cara con el otro o escuchar el timbre de su voz que también comunica y nos hace partícipe de sus emociones. 

Que el mundo con o sin delivery seguirá andando y rodando.  Que toda la tecnología es muy útil si no suplanta otras formas de ser, de estar y comunicarse en este mundo que no es virtual, es tangible y es palpable por nuestros sentidos.  Que todo vale para sumar pero nunca para restar o suplantar. 

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