Los hombres, ¿un mal necesario?
A
lo que ellos enterados retrucan con la misma frase. Y dicen sueltos de cuerpo,
ustedes también.
El reproche favorito de cabecera de un
hombre en
cualquiera de sus estados, casado, separado, en concubinato o de novio, es
prehistórico.
Nos culpan de haberles afanado una costilla. Y sin obviar que por nuestra
ancestral falta hemos sido exiliados del Edén, por haber comido la histórica
manzana e inducirlos a cometer pecado.
Nada de gracias ya que por ese desliz nació la humanidad, claro está. Para que
vamos a andar reconociendo algún mérito, después de todo.
Ergo, encima tenemos que agradecerles por la donación, reconocer una deuda de
por vida y ofrecerles disculpas, ya que si no fuera por nosotras todavía
estaríamos retozando en el paraíso.
Eso sí, sufren de cierta amnesia a conveniencia. Que los hace olvidar por
completo, y omiten hablar de la pobre mujer que los tuvo, a la sazón su propia
madre que los parió, a la que estaquean, le clavan un suero en lo más íntimo de
la vena y se parte en dos para que ellos nazcan.
Devuélveme mi costilla...
Lo de la costilla fue de una sola vez y para siempre. El ritual del parto, en
cambio, existe desde el principio de los tiempos, desde que el mundo es mundo y
culminará con el último humano que se pose sobre la tierra.
Y por más probeta, banco de semen e inseminación artificial que hubiera, la
mujer es indiscutible e imprescindible protagonista, arte y parte en el asunto.
Pero, ellos, estratégicamente hábiles, excusan su discurso en el dicho que las
féminas solemos
esgrimir; que parir es el dolor más dulce y el más rápidamente olvidado apenas
el engendro en cuestión, que hubiéramos albergamos con sacrosanta paciencia en
nuestro vientre, ve la luz de este mundo.
Y siguen insistiendo, nomás, con el asunto de que por culpa nuestra siempre les
va a faltar una parte imprescindible de su anatomía. Con el plus y el agravante
sumado de la cuestión bíblica del árbol, la manzana, la serpiente y cuanto ocho
cuartos haya revoleando por ahí. Admitámoslo, para ellos, la culpa siempre es
de nuestro absoluto patrimonio.
Mi mamá cocina mejor...
Desde chiquitos, hasta el más calladito, se perfila como un sargento en
potencia, con el don de mandar, embutido en la sangre. Pruebe retrasar nomás
saciar su hambre en ese momento hasta la mayoría de edad y hasta en la vejez.
Y escuchará tronar sus cuerdas vocales participándonos así de la buena salud de
la que gozan sus pulmones. Y si aún duda de esta aseveración, recuerde sus
últimos desayunos y almuerzos laborales por quien fue patrocinado.
A que adiviné, por su jefe, ¿no? Son expertos en romper desde la paciencia
hasta la más perfecta de las
dietas. La
alimentación es un tema prioritario en sus vidas.
Siendo adultos a la hora de elegir su partenaire de turno o definitiva, será una
de las condiciones a tener en cuenta que sepa cocinar. Si no lo hace, no peque
de ignorancia y esté atenta que cualquiera de las otras podrá tentarlo a
sucumbir por el estómago.
Si su mamá no cocina, sería una gran frustración, con lo cual aprenderá el arte
culinario sin más recaudos. Pero morirse de inanición no figura en los planes
de ningún varón.
En el caso de que estas cuestiones estén dirimidas y tenga un cónyuge casi
experta y as, de los manjares, ésta deberá luchar con los dedos inmiscuidos por
todas las intimidades de su elaboración y de ella misma.
Aunque, para ser sinceras, tiene su encanto hacer el amor en la cocina.
Salpimentados de harina y con sabor a quemado porque a esa altura arderán los
cuerpos y ya nadie se abra acordado de la manducatoria en cuestión.
Y él con uno de sus apetitos saciados reclamará la afrodisíaca comida que tuvo
el desliz de propiciar las lujurias entre el fragor de las hornallas.
Problemas de comunicación entre hombres y mujeres
Los ejemplares citados son extremistas de motu propio. O hablan como loros
hasta que como último interlocutor le queda usted y nadie más que usted porque o
le cortaron el teléfono y tardan varios segundos en captar que el del otro lado
se cansó de gastar pulsos para escuchar un monologo, o en una reunión se
levantó hasta el último mortal sin que él en su discurso apasionado se haya
percatado.
O son introvertidos, de tal manera que le susurran a usted ¿Es mudo? Porque
después del hola, se recluye en su mundo y no emite sonido alguno, a menos que
sea para expresar alguna orden que usted no haya captado por telepatía.
Eso sí, sepa cuidarse del que
no habla porque
seguro se fija y en todo. Y agarrate Catalina cuando ose emitir algún vocablo.
Otra exigencia absolutamente masculina es la de pretender que el harén de sus
mujeres, léase, madres, amigas, novias, esposas o amantes, todo el género
femenino, bah, sean adivinas y se anticipen a cualquiera de sus necesidades sin
que él tenga que hacer el esfuerzo de decirlas.
Siquiera. Son campeones de las comparaciones a mansalva, sobre todo la de una
con su madre, la clásica insalvable. Mamá, sabía cocinar como los Dioses, es
lo que pueden llegar a argumentar. Como diciendo: y a vos, por poco, se te
queman el té y el huevo frito.
Nada les molesta más que los interrumpan cuando ellos interrumpieron primero. Ni que hablar que los dejen con la palabra en la boca y consultándole al éter después que usted se marchó en medio de una absurda discusión, portazo mediante y dejándolo solo con su razón indiscutible.
Según ellos todas somos
charlatanas por
deformación de genes. Pero guarda que alguna vez la pesquen callada porque de
seguro sentenciarán: diez a uno que estás pensando en otro, vos.
Ni se les ocurre pensar que se nos atravesó la agenda con la evidencia de todos
los compromisos, que alguna siesta o noche apasionada nos obligo a cancelar.
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