La armonía en el matrimonio

Consejos de una orientador familiar para lograr una pareja feliz.

1.- LA
CONFIANZA Y EL RESPETO ENTRE LOS CÓNYUGES


La
natural confianza que se deriva de la espontaneidad y de la intimidad que hay en
la relación entre los cónyuges, puede a veces degenerar en abuso, y eso no es
otra cosa que faltar al respeto del cónyuge.

La
confianza es uno de los signos que caracteriza a la vida conyugal. Pero se puede
pecar por defecto o por exceso. En el primer caso nos encontraríamos con los
celos; en el segundo, con las decisiones unilaterales en aspectos que deben ser
compartidos entre los dos. Pero hay otras circunstancias que por lo frecuentes
pasan desapercibidas, y que pueden incluirse en uno de los defectos anteriores.
El reconocimiento de la valía del cónyuge no excluye la responsabilidad que
tiene o debe tener cada uno de compartir las tareas comunes.

El
respeto es, en palabra de David Isaacs ” Aquello que hay que tener para vivirlo“, y es también del
mismo autor: ” No solo no perjudicar
al otro, sino beneficiarle
“. Ambas frases nos van a dar pie para
reflexionar un poco sobre esta cuestión.

El
respeto se mueve en dos planos, el conductual y el interno o profundo. A nivel
conducta aparece más o menos codificado en las reglas de buenos modales y en la
educación cívica. 

En la relación conyugal, en la vida familiar, este tipo de
respeto equivale a tener detalles con el cónyuge, y no sólo los regalos de
cumpleaños, sino algo por lo cotidiano más desapercibido aunque más
importante: vocabulario correcto, corrección en la mesa, escucharle hasta el
final, darle gracias, etc. Evidentemente en este nivel es donde se calibra la
calidad del respeto que se tienen los cónyuges. Para vivir el respeto hay que
tenerlo. Pero no es suficiente.

El
respeto profundo se concreta, como apunta la segunda definición, en la actitud
de ayuda y aceptación del cónyuge. No ayuda al otro quien se impone, por el
autoritarismo o por la coacción afectiva, o quien se inhibe, como veíamos más
arriba.

Un
matrimonio que se lleva bien ha recorrido un largo camino en el éxito educativo
con sus hijos . Esta es una verdad abundantemente demostrada, tanto en los casos
positivos como, desgraciadamente en los negativos.

Lo
hacemos desde dos ángulos: el punto de
vista masculino y el punto de vista femenino
.

a) PUNTO DE VISTA MASCULINO:

No
hay una mujer “ideal”. Yo he de convivir con la mía. Mi esposa es una
mujer de carne y hueso, con cualidades y defectos. Sobre la base de que yo también
tengo lo uno y lo otro, es responsabilidad mía mejorarla, aceptando su ayuda
para mejorarme yo. Por ello, he de procurar aceptarla a fondo, no sólo según
se comporte, sino según cree, siente y piensa. Y valorar sus palabras por lo
que traducen más que por su expresión: ¿Qué hay detrás de su reproche?.

En
la práctica esto me llevará a buscar ocasiones de estar juntos para hablar y
para escuchar. Hablar de mis intereses y ocupaciones, y escucharle a ella en la
mismas zonas. Con atención y respeto. Valorando la vida de ella tanto como la mía.
La gestión doméstica es una tarea
muy complicada que exige inteligencia y corazón”.
No digamos la
educación de los hijos. En el caso de que mi esposa necesite trabajar fuera de
casa por cuestiones vocacionales, económicas o de legítimas convivencia de
cambio de aires, debo también respetar sus razones y ayudarles a tomar
decisiones acertadas.

En
uno y otro caso, el hogar y sus necesidades son también cosa mía. Mi
participación podrá concretarse en la ayuda física (bañar a los niños,
recoger las cosas…), según los casos, pero sobre todo en la ayuda moral: una
mujer que se sabe amada y valorada se siente más animosa. 

El amor se concreta más
veces en obras que en palabras aunque habrá que usar uno u otro medio
indistintamente, dándole su verdadero sentido: los trabajos que puedo hacer en
casa no son trucos, sino medio de expresar un amor profundo, una actitud de
servicio.

Esto
exige tiempo, evidentemente. Presencia física y rentabilidad de los minutos, lo
que se llama “tiempo en calidad”. Según mis circunstancias, podré
ofrecer más o menos tiempo físico a mi mujer, pero siempre podré hacer
rentable un tiempo escaso si le doy un valor. 

Y el valor vendrá dado por la
convicción profunda de que mi dedicación al hogar no es una tarea más, añadida
a muchas que ya tengo (deber por deber), sino una responsabilidad querida por mí
(querer el deber), sabiendo que está en la entraña de los deberes que contraje
al casarme. Por lo tanto mi trabajo ha de enfocarse también hacia la familia.

Debo
tener también la convicción que la familia es algo de los dos, no sólo de
ella. De los dos para abrirnos a los demás sobre la base de nuestro mutuo apoyo
y ayuda.

Con
esta idea clara en la cabeza he de aprender a decir “no” a sugerencias
y a compromisos de mi trabajo o sociales, cuando estos reclamos lesionan el
tiempo que he de dedicar a mi familia. 

O, al menos, tener la delicadeza de
consultarlo o pedir su consentimiento -muchas veces expresamente- porque les voy
a robar un tiempo que no es mío, sino de ellos, de mi mujer, de mis hijos. Por
otro lado debo ampliar mis relaciones -personas e intereses en zonas comunes a
los dos-. Que ambos disfrutemos juntos, o tengamos ocasión de descubrir puntos
de acuerdo.

He
de ser constante en mi propósito. Si hay errores o desvíos en nuestra relación
conyugal, no debo eludir la situación como hacen algunos hombres, sino
afrontarla, procurando corregirla. Tanto más que mi esposa estará muchas veces
fatigada, irritada, desbordada, y le faltará la serenidad y la paz que yo debo
aportarle, como esposo y como cabeza de familia.

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