El psicólogo, el amigo, la compañera de estudios, el vecino, el jefe en la oficina, mamá, la tía Etelvina, el sacerdote, el taxista al que nos confesamos, todos nos hacen la misma pregunta cuando nos quejamos de algo que hace nuestra pareja y no nos gusta.
No sé si esa es la frase más fácil que les sale para sacudirse del hombro, como si fuera caspa, la angustia que les contagiamos con nuestro relato recurrente.
O es que no se les ocurre otra cosa. Y con voz de locutor/a del Discovery Channel insisten: “¿pero vos no se lo planteaste?
El caso del hombre quejoso
“¡Sí, si, si se lo plantee, mil veces!” quisiéramos gritarles, y aclarar que se lo hemos aclarado con angustia, con bronca, con ira, con llanto, pero que es inútil, que es como ponerse a discutir con un adoquín.
Y si toda queja es una demanda de amor, de atención, de reconocimiento de que existimos, la del hombre quejoso se pierde como el grito de Moisés en el desierto.
Las personas que nos oyen deben creer que nosotros somos, los tipos, digo, como un Ali Babá que no tiene ganas de pronunciar el “Abracadabra”, el mantra que abre piedras, paredes, mentes.
Pero cuando algo que hace tu pareja te jode y se lo expresas de todas las maneras posibles, descubrís que Heráclito el día que conjeturó que lo único permanente es el cambio, antes de había mamado con el vino de su archi-enemigo Parménides.
Y es entonces, cuando empezamos a notar que estamos rodeados de gente que también siempre nos cuenta lo mismo, la misma queja, igual que nosotros, y que en definitiva, ellos y nosotros, nos pasamos la vida hablándole a un muro, a muchos muros, ¡a la muralla china en pleno!.
El caso del hombre callado
Existe también el mito de que algunos varones eludimos conversar lo conflictivo, y que en una pareja somos promotores de lo que el psicólogo René Kaës definiría como “el pacto denegativo”.
Según las mujeres, nosotros promovemos el “mañana lo charlamos”, momento que nunca llegará, por lo que aplicamos la sordina ante lo que les disgusta a ellas, y por lo tanto, de eso no se habla.
La fábula insiste en que esta es una actitud típicamente masculina que condena al destino de la represión, y de la negación, todo aquello capaz de cuestionar la formación y el mantenimiento de un vínculo amoroso, y las cargas de las que es objeto.
Y la consecuencia de esto es que la pareja compartiría inevitablemente un mudo malestar, una ira acumulada o una resignación frustrante. Aquí la medianera seríamos nosotros.
Repartiendo Ladrillos
Ahora bien, chicas, les aseguro, este proceder no es un defecto único de quienes usamos calzoncillos, es un dilema humano, como el lenguaje mismo, y tiene sus porqués.
Veamos ejemplos vulgares:
1) Eva tiene un tío medio incestuoso que le manda e-mails pornográficos, y en las fiestas siempre la saca a bailar salsa o tango y trata de apretarla bastante, pero todos los reclamos, enojos y demandas del esposo actual de Eva no tienen éxito porque ella lo ve a su pariente como cuando tenía siete años y él la llevaba a la calesita, y lo defiende.
2) Adán recibe llamados de sus ex novias cuando está cenando con su pareja actual, ella le exige que les corte el rostro y no las atienda más, pero él le dice que le cuesta cortar viejos lazos y que en realidad lo llaman porque se les murió la madre o el gato.
3) Romeo se enamora de una señora casada, sabe y acepta el lazo que ella conserva, pero de pronto comienza a hacerle escenas de celos y le exige que se separe, y ella sonríe y nunca recoge ese guante.
4) Julieta se casó con un bohemio artesano de ferias y al día siguiente le pide a su tortolito que se comporte como un yuppie ejecutivo asesor de Martín Redrado, pero el milagro no ocurre.
5) Verónica goza de una madre que la quiere reintegrar al vientre, metafóricamente hablando, y la requiere para todo, aunque Vero ya haya cumplido los 48, y cuando el esposo de la susodicha se queja de la suegra, Vero le responde que la relación madre-hija es algo especial que un hombre jamás entendería.
6) Juana quiere adelgazar, estudiar teatro, ocuparse de si misma, pero su marido Humberto siente celos, miedo a perderla, siente que la vida con ella era una línea recta entre dos estrellas y ahora se ha vuelto una sinusoide, la pista donde se mató Senna. Y aunque cuando ella le pide espacio, el sólo hace gestos de querer ahorcarla.
7) Sabrina nos presenta un cuñado que le dice obscenidades, y nos trata mal, pero ella, nuestra novia, no se enoja, y no comprende que nosotros sí, y después nos pide que no llevemos más la ropa al laverrap al que vamos desde hace diez años porque el dueño la trató mal, y cuando le advertimos de nuestro malestar por el primer caso nos dice que no podemos comparar las situaciones.
¿Lo que nos diferencia del mono es el lenguaje?
Y entonces los que creen en el poder mágico de la palabra descubren que la tan mentada comunicación se vuelve nuevamente un hablarle a la pared .
Sí, es así, nos pasamos la vida discutiendo con tapias, paredes, adoquines, rocas, montañas, por dos razones:
Primero porque, ya lo dijimos en este sitio, hablar es una necesidad, pero escuchar es un talento.
Segundo porque, cuando el otro ha construido su identidad y personalidad de una manera, el cambio que le pedimos lo resulta peligrosamente des-estructurante, es como si a un náufrago le cuestionáramos la balsa, como si quisiéramos dejarlo sin su sustento.
Por lo que finalmente nadie quiere modificar su conducta solo para calmar el sufrimiento del otro, ya que el dolor que menos duele es el ajeno.
¡Que se adapte el otro!, pensamos, piensan, ¿por qué tengo que cambiar yo?
Hasta que llega el día en que esa balsita se le empieza a hundir y no le queda más remedio que ahogarse o ser otro/a. Pero ¿podremos aguantar hasta ese momento?
La sabiduría o el pagar de más
Lao Tsé nos aconsejaría algo así como que no hagamos nada y que todo quedará hecho, nos promueve la meditación inactiva con:
“Treinta rayos convergen hacia el centro de una rueda, pero es el vacío del centro el que hace útil a la rueda”.
Esto puede funcionar o dejarnos sentados en la vereda a esperar que pase el cadáver del “enemigo”.
¿Y mientras tanto, no se pasa nuestra existencia también?
La otra es ver si hemos tomado nuestro hogar como un bancadero, un espacio para el no cambio. Un lugar para pagar de más.
Pagar de más significa obedecer en exceso a ese “padre gozador” interno, ese Ideal del Yo insaciable que nos exige siempre renunciamiento, obediencia, sacrificio, y que nos convierte en un Jesús que se auto-crucifica cada semana en el aguante, porque en definitiva, nunca estamos a la altura de, siempre nos falta diez centésimos para a nota de aprobación, somos pecadores, nacimos fallados.
A ese padre terrible que forjamos en nuestra mente es al que tendríamos que plantearle, antes que al adoquín que nos tocó de pareja: “¿Quién te crees que sos para pedirme tanto y por qué lo hacés?”.
A partir de allí, desactivarlo, desmadejarlo, desdibujarlo. Porque ese Dios todopoderoso y superyoico que parece llevarnos por el buen camino, es un pillo que nos quiere conducir al precipicio, y nos impide ver que la vida es para otra cosa.
¿Y qué hacemos, luego, con el adoquín?
Qué difícil es no resistirse al cambio. Un viejo cuento narra que a una señora muy pobre, que cocinaba un magro caldo sin ingredientes en un paupérrima cocina, se le apareció un gnomo mágico y le dijo que ella le pidiera un deseo y que él se lo iba a conceder y cambiar su vida. Y la señora lo que hizo es tomarlo del cuello, meterlo en el caldo y hacerlo sopa.
Sí, es así, la filosofìa del adoquín, hombre o mujer, funciona así. Pero, gente, todo vínculo nos enfrenta a una ecuación costo-beneficio. Nosotros, podemos decidir, tarde o temprano que porcentaje es mayor en un caso y otro, y qué grado de dependencia emocional tenemos con el adoquín para seguir estando a su lado o huir hacia estructuras más amables.
Entonces se nos presentan esos dos caminos. Entrar en la antesala de la libertad o por el contrario, volver al taxi, al psicólogo, a los amigos, a la oficina, y contar por enésima vez la misma película, la que todos ya se cansaron de escuchar, aunque nunca falte una oreja nueva que la conoce por primera vez y nos tira la frase inevitable, esperable, estereotipada, inútil: ¿pero vos no se lo planteaste?.
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