El primer paso es enunciar el problema de forma clara. Al plantear la
cuestión a resolver, se debe tener la inamovible convicción de que no es un
imposible. Nuestro trabajo será, entonces, que la solución parta de adentro
nuestro y por propia iniciativa.
Lo mejor es agarrar papel y lápiz y definir nuestro
problema en una simple oración. A continuación, anotar todo lo que sepamos
acerca del problema o desafío que debamos superar. Al escribir, lo mejor es
aislar los factores específicos o tendencias que hayan contribuido a la creación
del problema. Recordemos que al definir correctamente y en detalle una
situación, ya tenemos prácticamente la mitad de la solución en nuestras manos.
Recolectando toda la información que tengamos disponible
acerca de nuestro problema y exhibirla ante nuestros ojos de forma tangible,
permitimos que entre en acción nuestra mejor herramienta en estos casos: el
cerebro. Al observar con detenimiento lo que hemos escrito empezaremos a hallar
conexiones, a interrelacionar datos y a ver nuevas implicancias de los hechos.
Todo esto a veces no se nos presenta de manera tan obvia cuando la información
se encuentra desordenada en nuestra mente.
También es bueno pensar en personas que se hayan
enfrentado a situaciones similares. ¿Qué soluciones eligieron? ¿Cuáles fueron
sus decisiones estratégicas? Bien vale repasarlas y determinar si algunos o
todos los elementos de un curso de acción que ha probado ser exitoso en el
pasado pueden aplicarse a nuestra situación actual.
Llegando a las soluciones
Al revisar el enunciado de nuestro problema y el listado
de información conexa, anotemos las ideas adicionales que se nos vayan
ocurriendo. Si se decide hacer esto, lo mejor es no contenerse ni reprimirse de
ninguna manera. Ya habrá tiempo para desechar ocurrencias: por ahora lo que
debemos hacer es escribirlas tal cual nos vienen a la mente. Escribamos todo lo
que se nos ocurra, sin importar cuán descabellado suene. En esta etapa, el
objetivo es generar muchas ideas, y no sirve ser quisquilloso desde el vamos.
Salirse un poco de los propios zapatos es otro enfoque
que nos puede resultar útil. Preguntémonos: ¿qué camino tomaría para resolver
este problema un experto en el tema? Este ejercicio se puede usar trayendo a
nuestra mente personajes famosos de la historia, pensadores creativos como
Albert Einstein, y otros líderes e innovadores que tengamos en alta estima. El
objetivo aquí es cambiar nuestro marco de referencia, recontextualizar el
problema para generar enfoques más frescos y menos estructurados.
Es muy útil descomponer el problema e identificar las
unidades mínimas que lo componen, escribiendo cada una de ellas. Armar un mapa
conceptual es sin dudas el mejor camino a seguir, ya que con esta herramienta
–muy clara y gráfica– se ven más claramente las relaciones entre los distintos
aspectos a resolver.
Por último, siempre debemos tener presente cuál es
nuestra solución ideal para el asunto. Otro enfoque posible es deconstruir la
situación a partir de un futuro ideal, donde el problema ya fue superado,
siempre anotando los pasos que serían necesarios tanto para llegar a ese
objetivo como en un hipotético “retroceso desde” el mismo.
Si a pesar de todos estos consejos nos damos cuenta que
las ideas no aparecen, a no desesperar. Quizás lo mejor sea dejar el tema por
unas horas (o incluso días) y volver con renovados bríos y enfoques más frescos.
Pero no debemos abandonar las rutinas antes descriptas: anotemos todo lo que nos
venga a la mente hasta llegar a por lo menos veinte soluciones o pasos hacia una
solución.
A menudo, las primeras cinco o diez ideas que se nos
ocurren son hijas del sentido común más pedestre. Pero a partir de ellas, y
sometiéndose a sesiones de autoestimulación intelectual prolongadas, se puede
llegar a conceptos más sofisticados y a nuevos enfoques de temas que parecían
cerrados y unidimensionales.