El
inicio de esta enfermedad suele ser repentina, por lo que es frecuente que los
padres no tengan tiempo de elaborar la situación y se sientan confundidos o
desconcertados. “¿Por qué nos tocó a nosotros? ¿Qué habremos hecho para que nos
pase esto?“ son algunas de las preguntas que se formulan ante la angustia que
provoca la noticia.
Es
normal que suceda, porque las personas tienen una capacidad para soportar
presiones hasta un cierto limite variable de acuerdo con cada caso más allá del
cual se entra en crisis. Eso no sólo les pasa a los padres, sino también a los
otros hijos que no tienen
diabetes.
Ellos, ante el cambio del panorama familiar, a su vez se desorganizan y
comienzan a preguntarse: “¿Qué tienen mis padres? Desde que mi hermano se
enfermó, esta casa ya no es como antes…”.
La familia se desorganiza
Para
el núcleo familiar, no siempre es simple la aceptación de un miembro enfermo.
Esos padres que hasta el momento se “repartían” entre las demandas de sus hijos,
se ven de pronto muy requeridos por el que está enfermo. Los lugares se
trastocan. Los privilegios por ser el mayor o el hijo menor dejan de tener
relevancia. Ya nada es como antes.
A
los padres y hermanos les resulta difícil lograr un equilibrio: no abrumar con
cuidados al chico enfermo, pero tampoco hacer “como si no pasara nada” negando
el problema.
Otra posible respuesta al diagnostico de la enfermedad suele ser la culpa. Cada
padre, por ejemplo, se siente culpable de que el hijo se haya enfermado o
termina por culpar al otro, adoptando actitudes agresivas y sin sentido. A
menudo también se les oye decir: “No coman delante de su hermano, él también va
a querer y se va a salir de su régimen”.
La
trasgresión al
tratamiento es vivida por los padres y hermanos con culpa. Por su
parte, el niño con diabetes siente lo mismo: “Por mí, ellos no pueden comer
cosas dulces”. Los hermanos sanos, suelen sentir contradictoriamente: “Qué
suerte que no me tocó a mí”, y por otro lado, se preocupan: “¿Por qué le tocó a
mi hermano?”.
Surge así un sentimiento de que algo “divino” los sacó del lugar del enfermo,
porque a veces les cuesta comprender que en algunas personas existe una
predisposición hacia esta enfermedad.
Sobreproteger no es ayudar
Otro
de los sentimientos que experimenta con frecuencia la familia es el miedo. Pero
no un miedo razonable y lógico ante lo que está viviendo, sino un miedo
exagerado que lleva a los padres a mostrarse excesivamente ansiosos y por lo
tanto proclives a caer en la sobreprotección. Esta actitud puede engendrar en
los chicos una reacción de rebeldía o sometimiento.
Es
necesario reconocer que resulta dificultoso no sobreproteger al niño diabético,
muchas veces accediendo a sus menores caprichos o, por el contrario, insistiendo
en un régimen demasiado severo. Esto puede convertirse en un “boomerang” que
acentuará en el chico su incapacidad para tomar decisiones, ya que la
sobreprotección casi siempre implica una pérdida de libertad.
Rebeldía adolescente
Los
adolescentes se rebelan ante la perspectiva de tener una enfermedad crónica. No
están preparados para soportar algo “para siempre”. Además, se encuentran en una
etapa muy particular en la que son seres cambiantes, inmersos en un mundo
complejizado que los desalienta y ante el cual suelen reaccionar con una falsa
seguridad que no hace más que ocultar una profunda inseguridad.
El
grupo de iguales adquiere una gran Importancia en este periodo de la vida, y
para el adolescente no hay nada más terrible que ser distinto a los demás. Tener
diabetes implica una diferencia con sus hermanos y amigos y lo hacen sentir
“fuera de onda”.
La actitud de los padres y hermanos
Planteado
el problema, entonces, ¿cuál debe ser la reacción de los padres -y de la
familia entera- frente a los cambios que se generan en y por un hijo con
diabetes?
En
primer lugar comprender que la diabetes frustra, inevitablemente, las
expectativas paternas de tener un hijo sano y feliz. Reconocer la imperfección,
aceptar al chico tal como es no constituye una tarea sencilla. En la medida que
los sentimientos ambivalentes que aparecen en la familia puedan ser hablados y
entendidos por sus miembros, será más fácil acceder a una mayor y más rápida
aceptación de la enfermedad.
Pensar de esta manera es bueno para la pareja
paterna, para los hijos sanos y para el hijo enfermo porque todos están
aprendiendo a vivir bien con la diabetes. Por eso resulta imprescindible
recordar que obtener una victoria sobre un padecimiento crónico no es posible
hasta que éste no sea admitido en su verdadera significación.
Cada individuo debe vivir su propia vida, inclusive su propia enfermedad y lo
más y mejor que la familia puede hacer por él es aceptar sus posibilidades y
limitaciones.